Ella dudó un instante, pero al final asintió.
Bajaron a la biblioteca, en cuyo hogar aún brillaban las ascuas del fuego. Dejó la vela en la mesa y añadió unos pedazos de carbón.
—Siéntese, señorita Hill, se lo ruego.
Señaló una de las grandes y cómodas sillas que miraban hacia la chimenea y sacó una botella del armario que había ordenado que estuviera siempre bien aprovisionado.
—Es coñac —indicó, mostrándole la botella—. ¿Le apetece una copa?
Ella asintió.
—Sí, creo que yo también la necesito.
Sirvió una copa y se la ofreció, y sus manos se rozaron. Luego se sirvió otra para él, la apuró de un trago y volvió a llenarla antes de acomodarse en la otra silla que había frente a la chimenea.
—Sé lo que debe estar usted pensando de mí —dijo sin atreverse a mirarla—, pero he de decir que no sabía nada del modo en que Eunice trataba a los niños.
Ella no pareció quedarse muy convencida.
—Creía que era una madre devota —continuó tras un buen trago.
Ella probó apenas su coñac.
—Me sorprende que no me eche un buen sermón y me castigue por no haber estado lo suficiente con mis hijos y no saber que estaban en manos de un monstruo.
—No me corresponde a mí…
—Pero lo ha pensado —le interrumpió él.
—No debería importarle la opinión de una institutriz —respondió, bajando la mirada.
—Me importa lo que piense usted —contestó él.
Anna parecía estar meditando lo que debía contestar y por fin lo miró a los ojos.
—Creo que le resultaba conveniente no estar aquí.
Brent bajó la cabeza. Tenía razón, por supuesto. No les prestaba demasiada atención a sus hijos porque quería estar lejos. Lejos de ellos. Lejos de Eunice. De aquella casa y sus recuerdos.
Tomó otro trago y se sirvió más.
—¿Qué sabe usted de mí, señorita Hill?
—¿Yo? Nada.
—Me sorprende que lord Lawton no la pusiera sobre aviso. Soy medio irlandés. ¿Lo sabía?
Ella negó con la cabeza.
—Mi esposa no lo sabía cuando nos casamos. Estaba convencida de que se estaba casando con un marqués de pura sangre inglés —se frotó la frente—. No se me ocurrió pensar que pudiera no saberlo. O quizá no quise considerar esa posibilidad. Estaba muy enamorado… —la miró—. No quería perderla, pero la perdí de todos modos —pasó la mirada a la copa—. Sabía que era infeliz, y sus esfuerzos por buscar consuelo en otra parte nos condujeron al escándalo —apuró de nuevo la copa—. Y al conflicto constante entre nosotros. Cada vez que estábamos juntos, discutíamos. Se me presentó la oportunidad de trabajar para lord Castlereagh en Europa y no la desaproveché. Era la solución perfecta, y pensé que con ello la haría feliz.
Ella siguió mirándolo sin expresión alguna en el rostro.
—Durante tres años apenas vine por Brentmore. Creía que la desdicha de mi esposa se limitaba al tiempo que duraba mi presencia y no… no tenía ni idea de que…
Anna tomó otro sorbo.
—Ahora es cuando se ha enterado del problema, milord, y es ahora cuando debe cambiar.
Se levantó de la silla y sacó otra botella.
—¿Y qué puedo hacer, aparte de sentirme responsable de la tristeza que han tenido que soportar mis hijos?
Sintió la mirada de Anna en su espalda.
—Si su negligencia le hace sentirse responsable como dice, entonces lo que debe hacer es empeñarse en asumirlo.
—¿Asumirlo? —la cabeza le daba vueltas y sentía que las piernas no le sujetaban bien, pero consiguió volver a la silla—. Ya sé que tengo que asumirlo.
—No me refiero al pasado —su tono era conciliador y dulce, igual que cuando había hablado al niño—. Eso ya no puede cambiarlo.
¿De verdad creía que podía perdonarse semejante abandono?
La miró fijamente. Vio su cabello suelto, las finas capas de tela con que cubría su cuerpo desnudo y deseó recibir el consuelo de sus brazos, igual que había hecho con su hija.
—¿Me ayudará, Anna Hill? —le rogó—. No sé por dónde empezar.
La intensidad de la mirada de lord Brentmore la intimidó. Le había visto beber copa tras copa de coñac y sabía que lo hacía para amortiguar el dolor. Pero cuando se levantó a por una segunda copa, vio que estaba bastante bebido.
—Anna —repitió—. Bonito nombre. Mucho más bonito que señorita Hill.
Se sonrojó. Nadie había pronunciado su nombre de ese modo nunca.
—Anna —repitió, y se dio la vuelta pasándose la mano por el pelo. A continuación volvió a su silla—. Perdóneme. Estábamos hablando de los niños. Usted iba a decirme qué puedo hacer.
Tomó otro sorbo de la copa y se sorprendió del calor que el licor le dejaba en el pecho. Era la primera vez que probaba el coñac.
Tenía que decir algo rápidamente o volvería a pronunciar ese nombre con su profunda voz de terciopelo.
—Creo que debería pasar tiempo con ellos, dejar que se acostumbren a usted y viceversa. Entonces podrá decidir mejor cómo actuar.
Sus palabras habían sonado más racionales de lo que ella se sentía.
Desde su llegada a Brentmore se había convencido de que la primera necesidad de los niños era verse libres de su enclaustramiento, libres para correr, gritar y jugar.
Sabía que la falta de comunicación de lord Cal podía mejorar, lo mismo que Charlotte había vencido su timidez. Pero lo que no sabía, y no podía permitir que lord Brentmore adivinara, era que no estaba convencida de ser ni siquiera una institutriz pasable. Quizá se había decidido a ayudar simplemente por la situación en que se encontraban los niños y lo necesitados que estaban de ayuda.
Pero ahora lord Brentmore confiaba en ella y en su ayuda, de modo que el destino de los niños recaía principalmente sobre sus hombros.
Ni siquiera por el bien de los niños debería estar sentada en una habitación a oscuras, a altas horas de la noche, en bata y tomando coñac con un hombre que pronunciaba su nombre de un modo tan turbador. Nunca había estado con un hombre como aquel, ni siquiera con su padre. Pero es que su padre apenas pasaba más que unos minutos en su compañía.
Algo aparte de los niños palpitaba entre aquel inquietante hombre y ella, algo que la empujaba a pensar en él como hombre y no solo como en la persona que le daba trabajo.
Lord Brentmore movía la mano arriba y abajo del brazo de su silla y sintió como si le estuviera acariciando la piel.
—He de quedarme en Brentmore, entonces —dijo, y las palabras no sonaron con claridad.
Se levantó tan de golpe que ella dio un respingo, y él se agachó delante de la chimenea para atizar el fuego. Unas chispas saltaron de los tizones e iluminaron brevemente la estancia.
—Odio esta casa y la he odiado desde que era un niño. Eunice quería estar aquí, pero ni siquiera vivir entre estas paredes pudo hacerla feliz. No hay más que infelicidad en estos muros—dejó caer el atizador en la piedra del hogar—. Desde mi abuelo hasta Eunice. Recuerdos tristes.
Se volvió hacia ella y su rostro parecía desfigurado por el