María se seca entre carcajadas y va hacia la heladera, vuelve con una sidra, la destapa. El estampido sobresalta a la madre, que empieza a cerrar puertas y ventanas.
—Escondan todo, escondan todo.
María la tranquiliza.
—Es el tapón de la sidra, mamá, no pasa nada. Dame tu copa.
Le sirve primero a la madre, después a la hermana. Eva le echa media copa de sidra en la cabeza a María. María la baña con un chorro de soda.
—To-da pa-ra ti, Mo-no-na –se burla María, muerta de risa.
—¡El agua no es para jugar! –se enoja la madre. Eva y María dejan el sifón sobre la mesa–. No derrochemos el agua que Dios nos dio –dice la madre–. “Dio trabajo y bienestar al pueblo trabajador. El trabajo dignifica. La sonrisa en sus retratos es como un rayo de sol” –la madre se chupa la sidra que le cayó en la blusa. Las hijas beben–. “Alma de la piedad y la ternura. En vos confiamos” –recita la madre. Se queda mirando la nada–. Les voy a mostrar algo.
Va al dormitorio, se oyen ruidos de objetos que caen. Vuelve al comedor con varios libros de lectura. Las tres se sientan muy apretaditas una al lado de la otra en el sofá. Apoya los libros sobre la mesita. La madre abre un libro, en la primera página se ve el retrato de Eva Perón. La madre lee:
—“En vos confiamos, alma de la piedad y la ternura”. –Abre otro libro–: “Tú, hombre rubio que has llegado de lejanos países, cultiva en paz el campo” –la madre las mira, satisfecha.
–Es lo que recita siempre –dice María.
La madre da vuelta la hoja y lee:
—“Dio trabajo y bienestar al pueblo trabajador, su sonrisa en los retratos es como un rayo de sol. ¿Quién es, quién es?” –sonríe cada vez más contenta.
—Eva Perón –dice Eva.
Suena el timbre, la madre toma los libros y quiere correr hacia el dormitorio.
—No abras, no abras –grita.
—Mamá, tranquila… María pidió helado de crema que tanto te gusta ponerle a la ensalada de frutas.
—Mi mamá me compraba helado de crema para mi cumpleaños.
—Seguí mostrándonos los libros, son preciosos.
Saborean el postre en silencio. La luz de la lámpara enfoca la inclinación de las tres mujeres sobre las páginas amarillentas, se oye el tintinear de las cucharitas en las compoteras. La madre está calma. Da vuelta las hojas, acerca su nariz y las huele. Susurra:
—“Así como mi madre es el ángel tutelar de la casa, Eva es el alma tutelar de los niños” –mira a sus hijas, les acaricia el pelo, las mejillas.
—¿Y Juancito?
—No pudo venir, mamá. Habrá tenido un inconveniente.
—Pero es de noche. Está oscuro. Hay que ir a buscarlo.
María toma uno de los libros entre las manos, mira la tapa. Nivel inicial, año 1953. Primer grado inferior. Eva lo abre, se sorprende.
—Mirá, ahí la tenés.
—¿A quién?
—A Tita. Esta es la famosa Tita.
Ven el dibujo de una mujer de trajecito sastre, casquete y guantes, la cintura diminuta, una gran sonrisa; está poniendo el voto en la urna.
—Tita votó –lee Eva.
—Y yo no –dice la madre–. Porque vos me mamarrachaste la libreta cívica y me la rompiste. Tita votó y yo no.
—Yo no te mamarracheé nada –protesta Eva–. No empieces.
La discusión se diluye bajo el sonido de la radio, mientras el helado se derrite en las compoteras. Por la ventana entra un olor intenso a jazmín del país; desde el interior se puede ver la luna.
—Tita votó y yo no –repite la madre.
Aquella visita,
por Carlos Dámaso Martínez
Vivo la muerte. A los cinco años
me acechaba; por la noche andaba
por el balcón, pegaba el hocico a
los vidrios, yo la veía, pero no me
atrevía a decir nada.
Jean Paul Sartre
Desde muy temprano, como un fantasma, como una sombra ha caminado por la pieza. Se ha visto en el espejo del baño reventándose un granito, o lavándose los dientes para sacarse el gusto desagradable de la boca. Y su cara cada vez más ajena, más mortecina que iluminada por algún gesto elocuente.
Después del último comprimido se ha puesto resignado y se ha metido en la cama. En la mesita de luz, en el cajón, ahí, tan al alcance de la mano, lo que guarda desde hace algunos días envuelto en un pañuelo sucio, gris.
“Debo aprender a vivir así”, se repite y no puede, no puede dormirse, entonces hurga en el cajón de la mesita y lo toca, lo acaricia suavemente y lo saca. Palmo a palmo va sintiendo esas líneas inconfundibles, va penetrando en los pliegues de una ceremonia inevitable.
El juego de levantar las manos aferradas al envoltorio gris es ya un juego sin emoción, y eso lo hace sentirse peor, porque es consciente de que no va a animarse a desenvolverlo y hacer de una vez por todas lo que tiene pensado, lo que quisiera hacer. Es más fuerte el deseo de postergarlo, de dejarse estar un rato más.
Después, nuevamente ese bulto humedecido por el sudor de sus manos dentro del cajón de la mesita, y sus ojos clavados en la foto de Dardo, de Dardo con el traje de la primera comunión.
Te habían comprado una torta inmensa con un rancho encima todo de chocolate. Me acuerdo que comimos durante tres días, hasta que quedó solo una porción para el tío, que estaba trabajando en el Observatorio Astronómico, a unas pocas cuadras de casa, y no podía venir porque afuera retumbaban las balas. Al principio tan lejos y después cada vez más cerca. Era la guerra. Una guerra que empezamos a mirar desde la puerta del pasillo y que recién comenzaba. Habíamos visto asombrados esos camiones con la cruz roja pasando a todo lo que da, uno detrás del otro, como una caravana enloquecida. El solo hecho de saber que iban soldados heridos o muertos nos ponía la piel de gallina; y pensar que algunos vecinos miraban como si estuvieran contentos, como si la guerra fuese una cosa divertida. Para colmo todo empezó justo el día de tu cumpleaños, ese dieciséis de septiembre nublado y tormentoso, y lo tuvimos que festejar solos, metidos adentro todo el día, corriendo a escondernos bajo las camas cada vez que pasaban los aviones y sentíamos ese bramido que parecía que se nos caía el techo; y nosotros que nos tapábamos los oídos para vencerlo. Después, la noche y todos a la pieza de mamá; la oscuridad y papá siempre despierto, sobresaltado, con la radio sobre la mesita de luz.
***
Alguien sube ahora por la escalera o es solo una impresión, un ruido confuso que hay que esperar nuevamente para ver si alguien sube de verdad. De ser así, muy pronto abrirá la puerta y después, desde su cama, esperará ver la figura que avanza, los pasos resonando sobre el parqué. Ahora es una mano la que aprieta el picaporte, la que empuja y entra. Quizás una mano blanca y muy larga. Esteban intuye que esta vez no se equivoca, y sus párpados cerrados contra la almohada no pueden ser ningún obstáculo.
Una mano... por culpa del silencio esas pisadas se escuchan más nítidas, tan cerca. Entran y atraviesan el living, se detienen en la cocina y encienden y apagan luces. Luego alguien avanza, se para en el primer dormitorio: viene un ruido contenido de cajones que se abren y se cierran. Pero los pasos salen nuevamente al pasillo y finalmente están cerca, muy cerca. Entonces