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Y todo había empezado de repente, un comunicado en la radio, un primer bando, y otro y otro. El toque de queda. El to-que-de-que-da, palabras nuevas, cosas nuevas que veíamos con asombro, con temor. La oscuridad. Todos en casa. Papá contando que se había salvado por milagro. Salvado de qué. Papá estaba con los leales porque se había salvado de que lo balearan los rebeldes. “Cargué nafta y a las dos cuadras escuché las ametralladoras: para colmo yo andaba todavía en el Chevrolet del Ministerio...”. Papá estaba a medias con los leales, era más del otro bando. Eso lo entendimos mucho después. Y vos, Dardo, cumplías años. Estabas tan muerto de miedo como yo y no comprendíamos qué estaba pasando: le-a-les y re-bel-des. Aunque a mí me parecía que tenían que ganar los leales. Sonaba lindo: le-a-les.
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Y alguien ha entrado. Esteban cree verlo sentado en una silla, de espaldas a la cómoda, reflejando su reverso en el espejo. Está ahí y siente que puede estar también en muchos cuartos a la vez. Sin embargo, le cuesta vencer esa oscuridad que se abre detrás de sus párpados: es tan difícil romper esa quietud. Y la duda lo gana prontamente: ¿De qué manera hacer algo? Se da vuelta, se acurruca como si pudiera protegerse a sí mismo. Mamá entonces está por ahí, anda limpiando los muebles en el living; y en la cocina, en la radio: Tarzán. El rey-de-la-sel-va. Tarzán.
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Había que tomar Toddy para ser fuertes como él... Y yo que creía en esas cosas y tal vez por eso le gané una vez boxeando al pelirrojo grandote de la mercería de la vuelta, aunque nunca fui bueno para pelear; tenía miedo, mucho miedo, ¿sabés? Y después siempre tuve miedo; no sé por qué me acuerdo de que al fin el tío pudo venir del Observatorio y estuvimos todos juntos en el comedor mientras él comía lentamente su pedazo de rancho, esa torta maravillosa, y afuera comenzaba el toque de queda. Qué ocurrencia, la de la panadería de barrio, haber hecho una torta con un rancho criollo todo de chocolate arriba, qué adorno. Le faltaba el gaucho y un caballo, llegó a decir mi tío cuando la vio.
Al otro día la guerra continuaba, pero allá donde estaba ese general Lucero que tanto nombraban por la radio. Era una mañana tranquila, el cielo estaba limpio y el sol empezaba a calentar. Después vino todo eso. No recuerdo bien para qué mi madre me había mandado a la calle; creo que fue porque en esos días se había juntado mucha ropa sucia y como la lavandera no había aparecido, yo debía ir a buscarla. Y en la calle, arriba, bien en el cielo, surgió de pronto el Gloster, un avión chiquito, brincador; y después, por el otro costado, lento, pesado, un Avro Lincoln, hasta que en el medio de ese cielo claro y profundo se rozaron en un tronar de motores y metrallas. Y yo ahí, parado, duro, muerto de miedo por un instante, hasta que empecé a correr por el medio de la vereda y me metí en un almacén que no había alcanzado a cerrar la puerta. Y luego, Dardo, esa penumbra donde nadie hablaba, donde solo se sentía un lloriqueo y alguien rezaba un padrenuestro. Poco a poco me fui dando cuenta de que la cosa no era con nosotros; era entre ellos, allá arriba; y no nos tirarían bombas, como había gritado una mujer en la calle. Entonces me sentí seguro, y envalentonado salí, justo para ver cómo el Gloster disparaba y en el cielo se dibujaba como líneas de puntos su metralla. No sé cuál de los dos venció, pero sé que mucho después todos decían que había sido una batalla inolvidable. Y yo que había ido a buscar a la lavandera. Te das cuenta.
Recuerdo que otra mañana llena de sol comenzaron los festejos. La guerra concluía. Casi todos estaban en las puertas de sus casas y cuchicheaban. Las estudiantes de la pensión de al lado iban y venían con ametralladoras y máuseres. Linda palabra máu-ser. Al frente unas vecinas se besaban con dos militares que repartían chocolates, largos paquetes de chocolates. Alguien decía que los soldados comen chocolate durante la guerra porque les da fuerza. Y nosotros que tomábamos Toddy para ser fuertes como Tarzán.
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Y el intruso ahora ahí. Por qué de una vez por todas no levanta las colchas y lo enfrenta. Intenta hacerlo, pero se queda mirando a través de las sábanas. Apenas si alcanza a vislumbrar la luz del velador. Hay un sopor que lo detiene. Sin embargo, hace un esfuerzo y se destapa y se queda sentado sobre la cama. Mira hacia la cómoda, pero no ve, no puede ver más allá de su imagen en el espejo. Es consciente de que solo está fingiendo no ver: deliberadamente ha esquivado detenerse sobre la silla que está entre la cama y el espejo: se refugia entonces en las paredes de la pieza, en los objetos que lo rodean. Dardo con el traje de primera comunión. La fiesta en la casa nueva. Dardo elegante. Dardo de pantalón largo. La manta de vicuña. La manta de papá. Papá diciendo que al Pocho le llegó la hora y que si no fuera porque tiene dos hijos ya estaría en la calle con un máuser en la mano. Y la radio en su sitio nuevamente, en el comedor; cada uno en su pieza; y la radio con marchas triunfantes. Y lejos, muy lejos, en una cañonera un General entumecido, derrotado. Y la noche, la noche y sus constelaciones entrando por la ventana.
Vuelve al espejo sin aliento y esta vez le sale al cruce una sombra. No hay miedo, todo se disipa. Hay un rostro blanco, una mirada escrutándolo. Esteban comprende que es el momento de llevar a cabo una decisión tantas veces postergada. Es el momento, se repite y estira la mano hacia la mesita de luz; saca el pañuelo y lo abre sobre sus piernas. Permanece sentado mirando fijamente hacia la silla y descubre, en el espejo, al costado de aquella visita, su propia cara con una mueca tal vez burlona, tal vez de rabia; y más abajo, todo lo que se ve de su cuerpo sobre la cama; y también, su mano derecha que se eleva despaciosamente empuñando un revólver que apunta y dispara. Las balas de las armas de los otros que han entrado resuenan macabramente y una humareda hiriente le cierra los ojos.
Cuestión de tiempo,
por Miguel Gaya
Dicen que vivimos en un pueblo atrasado, y parece que los hechos le dan la razón a quien lo afirma. Algunas cosas del progreso se toman su tiempo para llegar, como la luz eléctrica, o la televisión, y hasta la revolución industrial, que hay quien dice que por acá no pasó. Y dicen que no se trata de distancias, sino más bien de extravíos. Hay cosas que tardan en llegar, porque vaya a saberse a dónde van primero.
Así pasó con la llegada del hombre a la Luna, que en mi pueblo cayó como en el 69; y el Cordobazo, del que se empezó a hablar en el 72. Tanto es así que el destacamento de milicos, que nadie recordaba por qué había quedado ahí, durante la época de los alzamientos militares tuvo muchos inconvenientes con las lealtades. El oficial a cargo se desayunaba con una proclama, y para cuando ensillaban para plegarse, los golpistas se habían rendido, o llamaban a elecciones. Así que un día se hartó, mandó dejar los caballos a la sombra y se puso a leer El desierto de los tártaros. Dicen que en el último capítulo para y vuelve a empezar.
Los que no hicieron eso de ponerse aparte fue un grupo de municipales que decidió apoyar al coronel Perón en el 45, cuando lo pusieron preso en Martín García. Apenas el diario local publicó la noticia, se incautaron de un camión de la Municipalidad y partieron a defender al líder. Al llegar a Chascomús les preguntaron que dónde estaban las compañeras que tenían que votar por vez primera, así que de allá se volvieron, confundidos pero contentos. Unos pocos años después, cuando volvieron a incautarse del camión para defender otra vez al General, esta vez de las bombas, ya les costó un poco más volver, y volvieron taciturnos y más graves.
La última vez que se llevaron el mismo camión fue en el 74, para festejar un triunfo. Vaya a saberse para qué fecha llegaron a la Capital, si es que pudieron. Nunca más nadie los vio. Se perdieron en algún lugar del conurbano, haciendo sonar los bombos y agitando las banderas.
Nosotros, cuando vamos a la Capital, vamos derecho al centro. Si la ciudad nos pone recelosos, el conurbano nos asusta, así que tratamos de evitarlo lo más posible. Demasiado inconmensurable, dicho esto por hombres acostumbrados a la llanura. Así que de las versiones nos enteramos mucho más tarde, y después de todos estos años las seguimos escuchando, y relatando cuando volvemos al pueblo.
Dicen que justamente allí, en el conurbano, a veces se puede ver el camión, el Mercedes Benz gris de la Municipalidad, pasar a lo lejos. Y a