—Si estás bloqueada, como parece, habrá que buscar la manera de engañar a tu cabeza.
Fue una terapia doble, porque Hope tenía dificultades en dejarse querer. Empezaron por renunciar al pene. Él le acariciaba la espalda, los glúteos, el ombligo, el pecho. Decía: «¿Sientes? Entonces no eres frígida». En otras ocasiones deslizaba un hielo por sus piernas o le lavaba los pies y después los chupaba. «¿Sientes? Pues si sientes no eres frígida.» Ideó juegos en los que uno debía interpretar el papel de pasivo. Eran sorteos amañados para que ella fuese la inmóvil. Ganaba si lograba arrancarle una risa o un movimiento. A Delphine le sorprendió que fuera tan tierno y que no dijera «puta» ni «tía» en su presencia. Tras una quincena de encuentros, Delphine Thitges gritó en francés:
—¡Fóllame, Puta Esperanza! ¡Fóllame de una puta vez!
No se sabe si fue la necesidad de recuperar el tiempo perdido, pero Delphine pasó de la frigidez a la ninfomanía. A Tobias le preocupaba que estuvieran tan concentrados en el sexo, sin trabajar otros aspectos. Ella temía que la relación solo fuese posible en una ciudad en guerra en la que cada minuto podía ser el último.
Así estuvieron cerca de cuatro años, incluidos los descansos debidos a las vacaciones de Delphine, que tenía derecho a un mes en París por cada dieciséis semanas en Beirut. Idearon una rutina para exprimir el tiempo. Tobias dedicaba el día en el Este a adquirir lo necesario. El Falsificador le aportaba lo necesario para su trabajo, contexto y noticias de los grupos armados. Por la tarde quedaban en la puerta de la agencia, cenaban en alguno de los restaurantes y se encerraban en el apartamento a follar hasta el día siguiente.
En tres ocasiones, Hope estuvo más de dos meses sin cruzar. Sin el respiradero de Delphine parecía un león enjaulado. Su lenguaje se reducía a blasfemias e insultos, reales e inventados en varios idiomas. Si los soltaba cerca de Mayo, tenía la deferencia de informar. «Esto es turco», decía; «esto, albanés», «esto, hebreo», «esto..., no me acuerdo».
Una tarde, Tobias Hope regresó del Este preso de una gran excitación. Subió las escaleras de dos en dos hasta el cuarto piso, abrió la puerta y gritó:
—¿Dónde estás, tío?
—¡Cagando! —bromeó Mayo mientras salía de la cocina con un whisky en una mano.
—Mira. El Falsificador me ha hecho otro pasaporte.
—¡No me jodas! ¿Bolivia? —protestó.
—Así simplificamos las cosas, tío.
—¿Nacido en La Paz?
—Claro. Dos de Cochabamba iba a cantar.
—Pues le había tomado cariño a Blefuscu y al rollo del huevo y Lilliput.
—Nada ha cambiado tío, sigo siendo blefuscuense. Solo que ahora tendré dos pasaportes, además del francés, que no se puede llevar encima por motivos de seguridad.
—Si te pillaran los dos nos cortarían los huevos.
—¡Coño, Mayo! Pareces tonto: ¡doble nacionalidad!
Desde el principio, Tobias se negó a servir de camello de Juanito Caminador. Solo transportaba tabaco destinado a los controles y material de trabajo, además de las libretas de Mayo, que no eran fáciles de encontrar porque las quería de tapa dura y con las hojas en blanco. Como el whisky no entraba en la lista de la compra en el Este, se las tuvo que ingeniar para obtener sus dosis en zona musulmana. Cada dos o tres días llegaba un chico con cuatro botellas de Johnnie Walker etiqueta negra. Lo acompañaba una cuadrilla de imberbes armados. Los llamó «la banda de San Johnnie». Les dijo que carecía de dinero en metálico porque su periódico no podía enviárselo. Anotaba lo adeudado en uno de sus cuadernos. San Johnnie aceptó unirse a la lista de acreedores porque le daba igual el pago aplazado. No tenía gastos, se limitaba a robar la mercancía dándose importancia: «Incautación por razones militares». Mayo anotaba la deuda delante del chico: «Tres dólares por botella son doce dólares». Le anunció que al superar los mil tendría de forma automática un visado a Bolivia. Si la guerra se prolongaba y él se esforzaba podría obtener visados para toda su familia —compuesta por cincuenta y tres personas entre abuelos, padres, hermanos, tíos y sobrinos— e iniciar una nueva vida en Cochabamba. A San Johnnie se le iluminaban los ojos, pedía que le contara historias de su país. Le prometió que si la deuda llegara a cubrir los cincuenta y tres permisos iniciarían otra cuenta con los milicianos que lo acompañaban, sus familiares y amigos. «Crearemos una colonia libanesa en Bolivia», decía.
—¿Cuánto crees que durará el puto cuento?
—Hasta que vean un documental sobre Cochabamba y se den cuenta de que no se parece en nada a las fotos de la playa nudista que les enseño.
Tuvieron varios sustos en sus desplazamientos por la ciudad. El más serio sucedió en abril de 1988. Se percibía una tensión creciente entre Hezbolá y Amal —ambos chiíes— que un mes después degeneraría en una guerra abierta por el control de Beirut Oeste. Pretendían adentrarse en el barrio de Dahiya, uno de los lugares en los que escondían a los secuestrados. Un miliciano salió de un puesto sin bandera. Portaba un AK-47 y mostraba una mirada de hielo impropia de su edad. No debía de superar los veinte. De la nada surgieron una treintena de armados cubiertos por pasamontañas.
—La jodimos, tío. Estos son nuevos —dijo Tobias.
Ali y Hazim añadieron un detalle alarmante:
—Parecen de Bint Jbeil, gente de mal carácter.
Detuvieron el coche, colocaron las manos a la vista y esbozaron la mejor de sus sonrisas. El jefe se agachó para ver el interior. Escrutó las expresiones del chófer y el intérprete, que viajaban delante, y las de Mayo y Hope, que iban detrás. Los hombres rodearon el automóvil, encañonándolos a la altura del pecho. Estaban nerviosos. El jefe exigió los pasaportes y el permiso de tránsito. Se los metió en el bolsillo superior de la guerrera sin abrirlos, detalle que no gustó a Tobias. Luego pidió los papeles a los dos libaneses, así como los del coche. Ordenó salir a los ocupantes, abrir el maletero, el capó y la guantera. Miraron debajo de los asientos y en los bajos, golpearon los neumáticos y otras zonas ayudados de las culatas, como si buscaran un doble fondo. Registraron la bolsa de las cámaras. El jefe olisqueó el interior.
—¿Qué pasaporte le has dado? —preguntó Mayo.
—El bueno —respondió Hope.
El jefe les mandó callar. Un perro cruzó delante del coche. El superior dijo algo en árabe y uno de sus hombres disparó.
—Journalists? —preguntó en un pésimo inglés.
—Yes, very good journalists —respondió Mayo.
A Tobias le pareció que no era el momento para tonterías. La muerte del perro había sido una advertencia.
El jefe reclamó los carnés de prensa. Miró el nombre del periódico, The Nothingness, una broma de El Falsificador, y emitió un murmullo. Parecía incapaz de repetirlo.
—English?
Tobias respondió sin dar tiempo a que nadie cometiera un error. Sabía que se estaban jugando el secuestro, o algo peor: el fusilamiento por espías.
—No, no: latinos. We don’t like English people.
—Good. Good, mister.
Mayo sonrió. Tobias lo interpretó como un cumplido.
—Good, mister —repitió el jefe mientras sacaba los pasaportes del bolsillo. Paseó sus ojos por las páginas. Tenía la expresión de quien no sabe leer—. American? —preguntó, con el de Mayo en la mano.
—No. Bolivian.
—Bolivian? —respondió extrañado.
—Yes, Bolivian. From Cochabamba.
Ante un nombre tan complicado, abrió el de Tobias.
—American?