El día que murió Kapuscinski. Ramón Lobo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Lobo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412123791
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te ocurra parar.

      —Sé perfectamente lo que tengo que hacer, gilipollas —respondió él aferrado al volante.

      El convoy entró en Sarajevo por el bulevar Meša Selimović, convertido en la avenida de los Francotiradores. Hope mandó entrar en Dobrinja, un barrio que servía de primera línea del frente a los defensores bosniacos, que es como les gusta llamarse a los bosnios que no son croatas ni serbios y no tienen por qué profesar la fe musulmana. Al otro lado de la pista de aterrizaje del aeropuerto estaban las posiciones serbias. Quería fotografiar sus calles al atardecer. Disimuló su deseo en la necesidad de evaluar los daños. Las balas también habían alcanzado al equipo de televisión. Todos estaban nerviosos y a salvo.

      Mayo se acordó de Cabeza Rapada, el jefe de Recursos Humanos. Le gustaba recorrer el pasillo como un camorrista en busca de pelea: barbilla alta, mirada gélida, manos a la espalda y andar altanero. Se había negado a comprar un Land Rover blindado para sus reporteros y fotógrafos del periódico. Su argumento era económico:

      —¿Y si nos lo roban?

      —¿Y si nos matan? —replicó Mayo.

      No aireó entonces la respuesta ni pensó en hacerlo ahora, aprovechándose del incidente. Desconocía cuál era la fuerza del director, su respaldo entre los accionistas que habían entrado en la propiedad del diario tras su salida a Bolsa. Sabía que Barnard acababa de cumplir sesenta y cuatro años y había comunicado al consejo de administración que no tenía intención de retirarse. «La jubilación es un derecho, no una obligación», decía. Estaba al tanto de la existencia de dos grupos que se disputaban la sucesión. El principal lo lideraba Freddie John Mae, subdirector de Información. Lo llamaban el clan de Los Mariachis, por su afición a la comida mexicana, entre otras cosas.

      A Mayo no le gustaba Freddie John porque conspiraba contra Barnard y hablaba mal de la redacción. Había sido un buen redactor jefe, un tipo divertido a quien se le avinagró el carácter según ascendía y acariciaba el sueño de ser director. De mediana estatura, pelo ralo, ojos saltones, camisa blanca y trajes a medida, solo se permitía un toque de atrevimiento en los tirantes. Jamás en su vida profesional había pisado la calle ni escrito un reportaje. Nunca había sido corresponsal ni enviado especial. Lo suyo eran las moquetas, los editoriales y los sermones. Fue el responsable de convertir un diario de prestigio en The Nothingness, nombre irónico inventado por Roberto Mayo. Tenía como adlátere a Josef Mengele, gafas sin patillas, pelo engominado hacia atrás y bigotito nazi, a quien el boliviano consideraba un comepollas preventivo, un delator, siempre del lado del poder, de cualquier poder. Su repulsión mutua era química, física e ideológica. Mayo no soportaba su mezquindad; él, que fuera el inventor de su mote.

      Al otro bando le decían Los Rusos porque estaba liderado por el corresponsal en Moscú, Max Blind, un tipo honesto que hacía honor a su apellido. Eran menos numerosos y carecían de la malicia necesaria para asaltar el poder. Mayo estaba seguro de que el asunto del blindado no había llegado a oídos de Barnard, que lo habrían resuelto entre Cabeza Rapada, Freddie John y Mengele. Había más peligro en la redacción que en Sarajevo.

      El convoy se movía despacio por Dobrinja, protegido por lo que quedaba en pie de unos edificios derruidos por la artillería enemiga. Mayo escudriñaba cada detalle como si llevara instalada una cámara en el cerebro. En las paradas escribía palabras clave en una libreta abierta sobre la pierna derecha. Le ayudaban a fijar lo observado: Niños que juegan. Casas sin ventanas. Perros solitarios. Ropa colgada. Gente delgada. Traje de novia sin novia. Lo garabateado resultaba ilegible debido a la posición forzada debajo del volante y a su letra endiablada. Nunca se preocupaba en descifrarla, porque lo escrito quedaba duplicado en su cerebro. Su estilo demandaba descripciones precisas. Narraba la realidad ayudándose de las herramientas de la ficción. En eso era un verdadero cronista latinoamericano.

      Sentada detrás de él, Bris sostenía la cámara pegada a la mejilla, el dedo en el disparador mientras su ojo rastreaba imágenes en el visor. Era una cazadora en espera de la décima de segundo que explica una historia extraordinaria, o una guerra. Así sucede en la foto del miliciano de Robert Capa en Cerro Muriano, o en la del soldado que sujeta a un compañero muerto en Vietnam tomada por Catherine Leroy, o en las de Dorothea Lange durante la Gran Depresión. Aunque le atraía la fuerza narrativa de Capa, su descaro y el hecho de ser húngaro como sus padres, ella prefería a su compañera Gerda Taro, la impulsora del mito que murió aplastada en julio de 1937 por un carro de combate en el frente de Brunete, a las afueras de Madrid. Tenía veintisiete años, cinco más que ella, y una vida por vivir. También le gustaba Martha Gellhorn, pese a no ser fotógrafa. Fue quien puso en su sitio a Ernest Hemingway.

      Observó a Mayo, una mano en el volante, la otra aferrada al cambio y con un bolígrafo entre los dedos. No se parecía al autor de Por quién doblan las campanas —«es más bajo, grueso y moreno», se dijo, «y más humano»—, pero había algo en él que lo emparentaba con el escritor. «Quizá sea un seductor profesional o un misógino. Sabe que tiene una mirada que desarma. Habrá que estar alerta, es de los peligrosos. Soy demasiado joven como para que la vida me vuelva a dañar.» Fue pensar en la palabra prohibida y empezar a desbordarse la emoción. Alzó la cámara simulando una foto, en espera de que las lágrimas emprendieran la retirada.

      El convoy dejó atrás Dobrinja y a una chiquillería que agitaba las manos. Pasó delante del edificio de la televisión y de los restos calcinados de un tranvía. No había nadie en la avenida de los Francotiradores.

      Amanda Bris pensó en la muerte: «Entramos en una ciudad asediada por el odio tribal convencidos de que somos indestructibles. Nos creemos portadores de un derecho de pernada. Llegamos, preguntamos, fotografiamos, filmamos y escribimos, y días después regresamos a nuestro mundo feliz como si nada hubiera pasado. Sigo conmovida por la muerte de Jimmy Dixon. Solo han transcurrido dos meses, y parece que me ha dado tiempo a vivir una vida entera sin él. La metralla de la granada que lo mató me dejó viva. Él detuvo todos los fragmentos con su cuerpo, sin dejar pasar una sola esquirla que pudiera dañarme. Al caer se giró, no por el dolor o la sorpresa de la muerte, sino para comprobar que yo estaba bien. Lo sé porque me sonrió». Nunca hablaba de él delante de los demás. La excepción era Julian Fox, delegado de Associated Press en Bosnia, que aquel día caminaba unos metros delante de ellos protegido por un chaleco antibalas de última generación, y por la suerte.

      «Él sostiene que ese recuerdo no es real, que Dixon estaba muerto antes de caer desplomado al suelo. Me resulta difícil compartir las cosas que siento con quienes jamás podrán entenderlas; ni siquiera Fox, que es un buenazo. Dixon era maravilloso, un excelente fotógrafo que apenas tuvo tiempo de demostrarlo. Fue él quien me regaló esta cámara y los objetivos, quien me arrastró a mi primer Sarajevo en marzo. “Tienes que venir conmigo, se va a montar una buena”, dijo. “Si pretendes ser fotógrafa de guerra tienes que estar en ella antes de que estalle.” Recuerdo su cuerpo desnudo sobre una camilla verde y sucia en la morgue. Tenía agujeros en el pecho, en el vientre y en las piernas. Acerqué mis labios a su oído y susurré: “Gracias por salvarme la vida, Jimmy Dixon. Te querré siempre”. No sé si los muertos escuchan las palabras de los vivos. Se las decía y me las decía: “Gracias por salvarme la vida, gracias por quererme tanto, gracias por cuidarme y amarme”. Estaba junto a los cuerpos de unos jóvenes bosniacos a quienes sería exagerado llamar soldados. Había sangre en el suelo y en los pomos de las puertas. Los dos únicos forenses que quedaban en la ciudad apenas tenían tiempo de lavarse las manos entre cadáver y cadáver. Al entrar en esa sala del hospital, y verlo tan pálido e inerte, recordé la frase de Capa. Las lágrimas no podían impedirme tomar la foto. Enfoqué y disparé: clic, clic, clic. Hasta treinta y seis veces, el carrete entero. Fue Fox quien me ayudó a bajar la cámara. Tomó mis manos entre las suyas y me abrazó. Lloré sin voz como no he llorado desde la muerte de mi padre en accidente de tráfico. Yo tenía ocho años; mi madre, treinta y seis. Ante Jimmy Dixon tomé la decisión de no volver a enamorarme de un periodista de guerra, y no voy a permitir que ningún Hemingway de pacotilla venga a arruinarme la vida.»

      En el aparcamiento del hotel Holiday Inn, Puta Esperanza bajó del vehículo de un brinco, besó el suelo como si fuera Karol Wojtyla y dijo algo incomprensible que parecía polaco. Al menos arrancó una carcajada