El día que murió Kapuscinski. Ramón Lobo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Lobo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412123791
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y mediadores, como el arzobispo anglicano Terry White, además de miles de libaneses de los que nadie hablaría después.

      Mayo y Hope estaban obsesionados tras lo ocurrido a Langer, su antiguo jefe de Associated Press, que se esfumó de las calles de Beirut dos semanas después de que ellos sobrevivieran al ataque contra un centro de prensa. Estuvo desaparecido casi siete años, 2.454 días metido en un sótano en el que jugaba al solitario a la luz de una vela. Cuando lo liberaron en diciembre de 1991 seguía siendo el mismo bromista, pero tenía los dientes podridos, el pelo escaso y la sensación de que ya no pertenecía a ninguna parte.

      Se impusieron un objetivo: no kidnapping. Lo escribieron en mayúsculas en varias cartulinas que clavaron en las paredes. En la de la puerta principal añadieron una palabra: remember, no kidnapping. Acordaron medidas de seguridad que incumplieron reiteradamente: no salir a la calle sin un objetivo definido, modificar los horarios y las rutas, no hablar de sus planes por teléfono o en lugares públicos, moverse de día, no comer fuera de casa ni beber en el Commodore. Si no acabaron en un zulo se debió al aspecto árabe de Mayo, que podría pasar por miliciano, y a la suerte.

      Con Jon Barnard mantuvo una excelente relación telefónica. Casi nunca hablaban de las crónicas; esa era la tarea de Marcela Thompson, la mejor jefa de Internacional que jamás tuvo. El director se interesaba por su vida: «¿Cómo es tu casa? Bueno, nuestra casa, porque creo recordar que la paga el periódico. ¿Te sientes seguro en ella? ¿Necesitas contratar a alguien más?». O preguntaba qué había desayunado, si hacía él la compra o mandaba al fixer; también si seguía bebiendo como un cosaco, información que debía de proceder de Lefrak. Resultaba motivador que una leyenda del periodismo se preocupara del bienestar de sus colaboradores. Solo le sugirió dos reportajes:

      —Me gustaría saber cómo viven las personas que permanecen a ambos lados de la avenida de Damasco. Es la que sirve de frente, si no me equivoco. Una historia repleta de gente normal, que a los cabrones ya les damos demasiado espacio. Debe de haber héroes que hacen cosas imprevistas fuera de la tribu. No sé, salvar en vez de matar.

      Se tituló «Voces de la Línea Verde»; recibió varios premios y acabó en un documental de la CBS. El segundo fue un capricho de viejo sabueso:

      —Lefrak me ha hablado de un restaurante que no ha cerrado ni un solo día desde 1979. Se llama Barbar. Creo que su kebab es delicioso, y está en tu barrio. Escribe sobre él, y aprovecha para comer bien.

      Allí conoció a Mohamed Ghaziri y a su hijo Ali, dueño y codueño de ese paraíso de la comida popular libanesa. En sus mesas realizaron contactos que, sin saberlo, les ayudaron a mantenerse libres y vivos. Su plato favorito era el shawarma de pollo adobado de cardamomo y canela. Podía comerlo a mediodía y por la noche, siete días por semana. Mayo era un animal de costumbres.

      Salió de Líbano cinco veces antes de mudarse a Israel en 1990. La primera fue a Londres, por invitación del periódico. Barnard y Marcela Thompson querían conocerlo en persona y sentar las bases de una colaboración más ambiciosa y estable. Saludó a Cabeza Rapada, que aún no había ascendido a Kampcommandant de Recursos Humanos, y a Mengele, siempre en primera línea del poder. Estaba convencido de que su mala relación arrancó en aquel encuentro, pero era incapaz de recordar nada concreto más allá de sus maneras serviles y su cara de pánfilo.

      Las otras cuatro escapadas tuvieron como destino Roma, la ciudad en la que se sentía resucitar. Cada cuatro meses se escapaba a Damasco para refrescar fuentes y descansar. Eran más frecuentes los saltos de fin de semana al sector cristiano beirutí, repleto de cafés y bares de alterne. Nunca le había gustado pagar a cambio de sexo, pero una pesadilla recurrente le atormentaba: llegaba al paraíso y, debido a su falta de entrenamiento, le retiraban las setenta huríes y le obligaban a ver a Puta Esperanza en una orgía con las de los dos.

      El secuestro de Langer tuvo consecuencias en la agencia en la que trabajaba Delphine Thitges. La sede central ordenó a su equipo evacuarse de inmediato al Este. Destruyeron archivos, eliminaron referencias a fuentes, empaquetaron ordenadores, teléfonos y radios. Solo dejaron el material esencial para que Walid Marjan, el periodista local que se quedaba al frente de la oficina, pudiera transmitir.

      —Nos vamos al Este —le dijo Delphine por teléfono a Puta Esperanza—. No he podido avisarte antes porque la decisión de París ha llegado esta mañana. Ya estamos cargando la furgoneta.

      —Consígueme diez minutos, por favor.

      Delphine retrasó el operativo todo lo que pudo. Tobias Hope apareció acompañado de Hazim y Ali. No hubo besos, solo un abrazo vigilado.

      —Intentaré ir lo antes posible.

      —Todo por Foreman.

      —¡Joder! Es que no podemos dejarlo así.

      Mayo y Hope se desplazaban por el Oeste en un automóvil discreto y viejo. Ni demasiado sucio ni demasiado limpio, y los cristales en su sitio para no llamar la atención. Hazim y Ali estaban bien relacionados, tenían familiares en los principales movimientos armados suníes y chiíes. Antes de llegar a un control, Hazim gritaba «Amal, Amal», «Hezbolá, Hezbolá», «Jammoul, Jammoul», o el nombre de cualquier subgrupo o facción, ya fuera suní, de izquierda, prosirio o palestino. Los periodistas preparaban los permisos de la milicia anunciada y escondían los otros. Los controles legales eran reconocibles porque estaban protegidos por sacos terreros y tenían una señal de Stop escrita en árabe y una bandera del dueño circunstancial del puesto. Eran frecuentes los cambios de alianza y las luchas entre los grupos, por lo que era necesario informarse antes de salir. Hazim lo llamaba «el parte meteorológico». En los días de aguacero permanecían en el piso, escuchaban rock and roll, jugaban al backgammon, fumaban el narguile y bebían té.

      Tobias pudo cruzar al Este casi un mes después de la evacuación de Delphine Thitges. Estaba tan nervioso que le temblaban las manos. Parecía un colegial en su primera cita. Caminaron por las calles más seguras del barrio de Ashrafiyeh, se besaron en un callejón y comieron falafel y berenjenas en un bar clandestino al que se accedía desde el portal. No hubo tiempo para más, porque debía regresar al Oeste antes de las tres. Después podría ser peligroso.

      El tránsito de un lado a otro de la Línea Verde se realizaba a través de seis mâabir. El paso dependía de la situación y del estado de ánimo del jefe del puesto. Tobias prefería el mâabir del Museo Nacional porque conocía a los milicianos. Les regalaba baratijas y tabaco, y los entretenía con alguna imitación. Les encantaba la de Michael Jackson.

      En el sector cristiano conseguía carretes, papel de impresión y líquidos de revelado. Todo lo compraba a través de El Falsificador, su intermediario más fiable. Conversaban sobre la guerra civil y el papel de Siria, pero nunca de asuntos personales. No solo era capaz de crear cualquier tipo de documento —suya fue la obra de arte del pasaporte de Belfescu—, también le ayudaba a enviar a Londres los negativos de color destinados a la revista dominical. Tenía amigos en Middle East Airlines, la única compañía que operaba desde Beirut. Según el humor ambiental, tenía vuelos a Londres, París y Atenas, o bien a ningún sitio. Hope le facilitaba el material en un sobre acolchado que llevaba escrita la dirección de destino. Una azafata era la encargada de entregarlo en mano. El periódico pagaba por el servicio puerta a puerta.

      Las fotos en blanco y negro de la edición diaria no exigían tanta calidad de impresión. Podía transmitirlas desde la oficina de France-Presse. Había sellado un pacto con Marjan: «Si me dejas enviar, además de apuntar los minutos por si tus putos jefes reclamaran el pago, te regalaré una de las mías. Así la puedes mandar como tuya».

      El secuestro el 14 de junio del vuelo 847 de la TWA les estropeó una semana de fiesta. Disponían del apartamento de una amiga de Delphine que había emigrado a Canadá, harta de esperar la paz. La siguiente oportunidad llegó en julio. Tenían tantas ganas de verse que olvidaron la comida. Al llegar a la cama ya estaban desnudos y excitados, pero en el momento en que ella se acercó el pene al pecho, él se corrió. La escena se repitió al día siguiente. Tobias estaba desconcertado. Propuso vendarse los ojos para no verle el cuerpo. En el nuevo intento, Delphine toleró la penetración porque tenía miedo a perderlo. No sintió placer, apenas se movió. Antes de que