El día que murió Kapuscinski. Ramón Lobo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Lobo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412123791
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Catholics? —preguntó tras un largo silencio.

      —Roman Catholics —corrigió Mayo.

      El imberbe se colocó el AK-47 a la espalda, miró a su grupo y exclamó:

      —Romans? Good, good! They kill many Christians.

      Les devolvió los pasaportes, las cámaras y les permitió marcharse. Los cuatro comenzaron a caminar hacia el automóvil. Pasaron al lado del cadáver del perro. «Welcome», oyeron decir a sus espaldas. Hope les dijo algo en árabe que sonó a «hasta la próxima, habibi», y tras un breve paseo regresaron a Hamra recortando el programa de trabajo del día.

      —Nos hemos librado de milagro —dijo Ali—. No sé qué les ha hecho cambiar de opinión. Eran secuestradores.

      —Nos ha salvado ser de Bolivia, tío. Ha sido mi nuevo pasaporte. Quizá han oído hablar de que estáis todo el puto día dando golpes de Estado.

      —Necesito un Juanito Caminador en vena —dijo Mayo.

      Tras lo ocurrido, Mayo telefoneó a Jon Barnard. Necesitaba saber algo más de su amigo Sal Lefrak, si se le podía contactar en caso de emergencia, y cómo. Londres había retirado a su personal de los dos Beiruts. El nombre que conocían debía de ser un alias. Estaban convencidos de que era un agente del MI6. No conocían su rostro ni su voz. Mayo le había asignado un apodo en clave: James.

      —Hola, soy Sal, el amigo de Jon. Me ha dicho que me buscabas. Si necesito comunicarme, llamaré a la casa, dejaré sonar tres veces, y colgaré. Pasado un minuto repetiré la llamada, tres tonos, y colgaré. Eso significa que ese día no debéis pisar la calle. Si hubiera una tercera llamada, debéis cruzar al sector cristiano. ¿Entendido?

      —¿Cómo podríamos hacerle llegar un mensaje si necesitáramos ayuda?

      —Lo sabré yo antes de que lo sepáis vosotros.

      Diez días después entraron en el bar del Commodore, un lujo que se encontraba entre las prohibiciones de seguridad. Un camarero le sirvió a Mayo una copa de Juanito Caminador, y a Tobias una botella de agua gaseada. Mayo agradeció la deferencia, pues no le había dado tiempo a pedir. Dedujo que después de tantos meses hasta el barman más despistado se habría dado cuenta de sus gustos. Le dio las gracias en árabe, shukran, y se abismó como solía en el vaso antes de introducir el índice para comprobar su temperatura. Le pareció ver unos números en el fondo. Se extrañó, porque no había bebido nada en todo el día. Levantó el whisky y encontró un papel encima del posavasos. Instintivamente lo tapó. Buscó al camarero, pero no lo vio. Memorizó los números, 377660, sin saber por qué lo hacía. En el primer sorbo escondió el papel entre los dedos, lo arrugó y se lo comió junto con un puñado de pistachos pelados. A su lado, Puta Esperanza acababa de devorar otro, ayudado del agua. Se guiñaron un ojo. Mayo dejó unos dólares en la barra, y salieron del bar. En la recepción estaban Hazim y Ali, que se oponían a este tipo de paradas. Tras entrar en el piso, Mayo puso música alta y condujo a Tobias junto a uno de los altavoces:

      —A tu edad y jugando a los putos espías, tío.

      —Puede ser importante. ¿Qué decía tu papel?

      —¿Y qué decía el tuyo?

      —Tenía seis números: 377660. Es un teléfono.

      —El mío cinco, separados en dos bloques: 357 22. Es el prefijo de Nicosia.

      —¿Será un mensaje de Sal Lefrak? —preguntó Mayo.

      —Sí, debe de ser el de las emergencias, tío.

      —¿Y cómo sabes que es él?

      —Porque, además de números, había un nombre.

      —¿Qué nombre?

      —James.

      —¡Joder! ¡Tenemos pinchada la casa! —exclamó Mayo.

      —No necesariamente. Le has llamado James en el puto coche y en el Barbar.

      —Eso quiere decir que Hazim o Ali, o los dos, o alguien del Barbar trabaja en el MI6.

      —Si tuviera que apostar, diría que se trata del camarero del Commodore. Es lo lógico, él ha sido el correo. Por cierto, ¿lo habías visto antes?

      Pactaron que si uno caía en manos de los hombres de Imad Mugniyah, el cerebro de los secuestradores de Hezbolá, el otro llamaría al teléfono de Nicosia. Lo que no habían logrado resolver era qué hacer si los capturaban al mismo tiempo, algo lógico, pues se pasaban el día juntos. Solo se separaban en las excursiones de Tobias al lado cristiano en busca de provisiones y para ver a Delphine. Supusieron que en ese caso serían Hazim, Ali, el espía del Barbar o el camarero del Commodore quienes darían la alarma.

      —¡La puta, tío! Mira que hemos llegado lejos. ¡Tenemos más seguridad que la reina de Inglaterra!

      6. París, 1989-1992 / Vukovar, 1991

      Delphine Thitges regresó a París tras el acuerdo de paz de Taif, firmado en octubre de 1989, que representó el final oficial de la guerra civil libanesa. Ahora se sentía una mujer. Puta Esperanza había activado los mecanismos emocionales necesarios para reconstruir la autoestima. Fue como encontrar la salida de emergencia en medio de un incendio. Había cambiado hasta su forma de vestir, algo más atrevida, y llevaba el pelo corto y los labios pintados. La nariz dejó de tener importancia para ella. Su nuevo trabajo era formar a productores.

      Alquiló una buhardilla de sesenta metros cuadrados en la cuarta planta de un edificio sin ascensor cerca del Sena que mortificaba a Tobias cada vez que volvía cargado de cámaras, chaleco antibalas, casco, ordenador y ropa sucia. Viajó con frecuencia a París sin dejar Beirut hasta la invasión iraquí de Kuwait, en agosto de 1990. Le costaba salir del escenario que había sido su hogar desde 1983. Se sentía como un preso que tiene miedo de la libertad. En cuanto supo que el periódico mandaba a Roberto Mayo a Jerusalén, se mudó al piso de Delphine. Hicieron lo único que sabían: follar a todas horas, por la mañana, por la tarde y por la noche; en la cama, en el sofá, en la cocina, en la ducha y en el suelo. Después sintieron la necesidad de pasear por el Sena, respirar los aromas de París, salir a cenar, ir al cine. Apenas se relacionaban más allá del portero, la mujer del kiosco y los dependientes de las tiendas en las que se avituallaban.

      En diciembre, Hope recibió la noticia de su admisión como fotógrafo empotrado en la fuerza multinacional que se disponía a recuperar Kuwait. Fue la excusa perfecta para dejar atrás el confort y a Delphine. La base estadounidense de Dhahran, en Arabia Saudí, parecía un plató de Hollywood. No había información, ni guerra, solo propaganda. Entre el inicio de la campaña aérea, el 17 de enero de 1991, y la terrestre, el 24 de febrero, apenas sucedió nada. Su mejor imagen fue la de un carro de combate iraquí humeante cerca de la frontera. Todo terminó el 28. Cuando Mayo viajó al emirato liberado, Tobias estaba de regreso en París.

      Pese a que se sentía enamorado, había algo en él, en ella o en ambos que impedía una relación. Tobias decía que era la paz lo que los desconcertaba. Delphine tenía otra teoría, pero no se atrevió a compartirla. Estaba convencida de que todo se reducía a sus dificultades en la digestión emocional. Tobias era incapaz de aceptar que le quisieran. Solo podía tragar en pequeñas dosis. Todo exceso —dos días cogidos de la mano, la propuesta de alquilar un piso más grande para que él tuviera su espacio— se le atragantaba. Su manera de sobrevivir al miedo de amar era inventarse reportajes lejos del apartamento del Sena.

      El 27 de junio de 1991 comenzó la primera de las cuatro guerras balcánicas. Hope empaquetó a la carrera sus aperos de trabajo. Fue un conflicto tan breve —apenas diez días— que casi se lo pierde. Permaneció en la zona en espera del estallido de una guerra en Croacia, que se creía inminente. Parecía más peligrosa por su componente étnico: la presencia de una considerable población serbia en la región de Krajina, donde sus ancestros fueron ubicados por el Imperio austrohúngaro como freno al expansionismo otomano.

      Pasó el verano en los cambiantes frentes de Glina, Petrinja y Sisak,