—¡Qué alegría verte otra vez en Sarajevo! ¡Me encanta que hayas vuelto! Hemos alquilado una casa detrás de la calle Džidžikovac. Estamos solo los de la agencia. Ahí trabajamos, dormimos y comemos. Te ofrezco una habitación doble y aseo compartido con Anja Konnen, nuestra productora. Te caerá bien. Seguro que os hacéis amigas. Este hotel está en manos de la mafia de Yuka. No nos fiamos del director. Solo uso el parking, y porque no tengo otro remedio. Aún no he podido sacar el Golf rojo. ¿Lo recuerdas?
Fox era guapo, inteligente e inofensivo, solo pensaba en trabajar. Encontró otras dos ventajas en la propuesta: esquivar a Mayo y ahorrarse el hotel. Y un inconveniente. Estar entre los mejores fotógrafos de una de las mejores agencias de prensa no le iba a ayudar a hacerse un nombre.
—Te contrato como local: cien dólares diarios durante diez días. Comida y cama gratis. Si me das tres fotos de las buenas, te amplío a un mes.
—Eres generoso, querido Julian. Acepto una semana, pero nada de prórrogas. Necesito volar.
Agosto de 1992 fue uno de los peores meses del cerco de Sarajevo. El bombardeo era constante desde Kovačići y Debelo Brdo, en el monte Trebević, y desde Nedarici, Lukavica y Vraca, en el sur. Los sitiadores disponían de trescientas piezas de artillería, sesenta carros de combate y diez mil hombres. Estaban furiosos por haber fracasado en su objetivo de partir Sarajevo y confinar a la población bosniaca, los «turcos», en la zona vieja. Los peores días de uno de los peores meses fueron el 25 y el 26. Cayeron más de setecientas bombas. Algunas impactaron en la Biblioteca Nacional. Las imágenes de su incendio se convirtieron en un símbolo de la barbarie. Decenas de sarajevitas se jugaron la vida en un intento desesperado por rescatar su memoria escrita.
Días después, extinguido el fuego, en medio de la desolación, la ceniza y la rabia, el celista Vedran Smailović interpretó el Adagio de Albinoni entre las ruinas de la biblioteca. Había empezado a tocar tres meses antes, como homenaje a los veintidós asesinados que aguardaban turno ante una panadería. Aquella matanza fue la primera de otras masacres: la de la cola del agua, la de la cola del tabaco, la de los niños que juegan. Mayo y Hope pasaron varias noches en el sótano del número 25 de Vase Miskina. El edificio era un Sarajevo vertical en el que vivían ocho familias: dos serbias, dos croatas, tres bosniacas y una octava que se declaraba yugoslava. Fue un buen reportaje.
Amanda Bris logró tres fotografías extraordinarias: gente a la carrera cerca de la calle Obala Kulina Bana, cuyos edificios eran de los más expuestos; mujeres cruzando un puente sobre el río Miljacka, del que solo quedaba su estructura de hierro; y niños que jugaban a ser niños en unos columpios herrumbrosos. Captó sus expresiones en el instante de una explosión cercana. La imagen estaba movida, un efecto que añadía dramatismo.
Tras cumplir lo pactado, y ganarse setecientos dólares, empezó a pensar en un trabajo que fuera más allá de una foto. Entró en el bar Ragusa, situado en un recoveco de la avenida Marsala Tita, un lugar a salvo de las explosiones, pidió una cerveza, saludó al equipo de ABC News y se acomodó en una mesa apartada. A los pocos minutos se acercó una mujer enjuta, de rostro curtido y ojos pequeños. Amanda tuvo tres certezas: es periodista, es estadounidense y se va a sentar en mi mesa.
—¿Te importa?
—En absoluto.
—Supongo que eres fotógrafa. Lo digo por la cámara.
—Trabajo para serlo.
—¿Tu primer viaje a Sarajevo?
—El tercero.
—Quizá he empezado mal. Lo vuelvo a intentar: me llamo Barbara Donadio y trabajo en The Philadelphia Inquirer. Me gustaría saber qué haces. Pareces muy joven, pero eso, en un sitio como este, es una virtud. Significa que tienes coraje.
Amanda le contó sus dos viajes, dónde había publicado, su trabajo en Associated Press, y que una de sus fotos, la de los niños del columpio, había sido portada de The New York Times. También le dijo que estaba en fase de aprendizaje. Prefirió no hablar de la muerte de Jimmy Dixon.
—No llevo ni un año como fotógrafa profesional. Mi aspiración es cambiar el mundo.
—Es un objetivo ambicioso, sin duda.
—Al menos que nadie pueda decir que no lo sabía.
—Eso se acerca más a nuestro trabajo, Amanda. Cambiar el mundo es un asunto que le corresponde a la sociedad.
A Donadio le gustaron sus ojos. «Una mujer así tiene que saber mirar», se dijo. Conocía la foto de los columpios. Estaba informada de quién era Amanda Bris. Fox se la había recomendado: «Perdió a su pareja en junio, y aquí está de vuelta. Tiene ovarios y sensibilidad. Es lo que necesitas».
—Me gustaría narrar la vida de los habitantes de una calle, su día a día dentro y fuera de sus casas. Saber cómo funcionan las tiendas que siguen abiertas, cómo son los trabajos de aquellos que los conservan, u otros nuevos relacionados con la guerra. Quiero narrar sus temores y esperanzas. Son seis manzanas, unas doscientas cuarenta personas. Saber si en ese microcosmos las parejas se casan, si follan, si nacen niños. La calle se llama Logavina. El plan es publicar una serie a doble página en siete días consecutivos. Tendrías que aportar ocho fotografías por capítulo, de las que se publicarían tres o cuatro. Es mejor enviar de más, así los jefes sienten que mandan. En el primer día seremos portada. Por esa foto pagarán el doble. Calcula unos siete mil dólares, quizá más.
—Me gusta, parece un buen plan. Necesitaría un par de días para ganarme a las personas, que me vean sin la cámara levantada, que se acostumbren a mi presencia. Alguien cercano me enseñó que es importante que perciban el respeto. Las personas que se sienten respetadas se abren más.
La serie fue un éxito, lanzó a Amanda Bris como fotógrafa de guerra. El mayor elogio llegó de James Nachtwey, su gran referente junto con Sebastião Salgado: «Bris tiene alma, reconocería sus fotos entre una pila de imágenes». La tarde anterior de su regreso a Londres, Amanda vio a Roberto Mayo en el Ragusa, donde desgranaba batallitas ante un público embelesado. Al verla, enmudeció. Tras darle dos besos y apretarla contra su pecho dijo:
—Me tenías preocupado. ¿Dónde te has metido?
—He estado trabajando. Supongo que como vosotros.
Salieron de la ciudad por carretera en un blindado de la BBC, desandando el camino de ida: Ilidža, Kiseljak, Konjic, Jablanica, Mostar, Split. Cenaron en Boban, el restaurante de un amigo de Tobias que se declaraba austrohúngaro. Servían un pescado tan fresco que el cliente elegía la pieza viva antes de que la cocinaran. A Bris le pareció un detalle de mal gusto. Durmieron en habitaciones separadas en el hotel Split. Antes del amanecer estaban en la carretera. Había que devolver el coche en Trieste.
Amanda iba sola en el asiento trasero. Se situó a la izquierda para ver las islas y el mar. Bajó unos centímetros el cristal; necesitaba oler y sentir la brisa. Mayo puso música. Parecía árabe, un desafío en la zona croata y católica por la que transitaban. Hope parecía dirigir una orquesta. Nadie habló en casi siete horas de viaje, más allá de las palabras urgentes, «necesito mear», «¿comemos algo?» o «quiero un puto café».
4. Beirut, 1983-1985
La explosión fue tan fuerte que durante unos segundos no supo si estaba vivo o muerto, si la nube de yeso y polvo que lo envolvía era parte del paraíso o del infierno. Puta Esperanza tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si se le hubiera congelado el grito de Munch. Vio a Mayo en el suelo, tapado por las tablas de una estantería. A la derecha distinguió un cuerpo doblado contra la pared. A la izquierda le pareció reconocer a dos de los más reputados periodistas británicos que pisaban Beirut en aquellos años. Se sentía aturdido, incapaz de recordar sus nombres.