Todos estos entretenimientos van ligados a las ciudades. La desaparición de la industria rural y el menor peso de la agricultura en la economía hacen que se produzcan enormes migraciones, tanto exteriores, en especial desde Europa a América, como interiores, del medio rural al urbano. La concentración de la población en las ciudades impuesta por el sistema de trabajo en factorías hace que los núcleos urbanos se conviertan más que nunca en centros de la vida social y cultural, y que compartan costumbres, problemas y soluciones en una especie de red que traspasa las fronteras nacionales. No en vano es en esta época en la que se crea la idea –y el término– del cosmopolitismo.
La vida en las ciudades no es fácil. El desaforado crecimiento –Londres, que es la mayor en la época, pasa de dos millones de habitantes en la década de 1840, a más de cuatro en la de 1890– genera enormes desigualdades. En todas las ciudades existen enormes bolsas de pobreza en las que la población subsiste en condiciones casi infrahumanas. La salubridad en algunos barrios es infame, con recurrentes epidemias de cólera en muchos de ellos. Pero es también en estos años en los que, siguiendo el modelo de las reformas del barón Haussmann en París, en muchas capitales se emprenden notables desarrollos urbanísticos, que incluyen procesos de saneamiento de los barrios más degradados. Ello contribuye a un rápido descenso de la mortalidad, en el que desempeñan un importante papel los avances médicos. La medicina progresa de tal manera que los historiadores dicen que es posible hablar de una ciencia distinta a la anterior a este periodo. La generalización de la higiene, así como la aplicación generalizada de la anestesia y los avances farmacéuticos se unen a un conocimiento cada vez mayor y más fundamentado de la enfermedad. Aun así, medido desde la perspectiva actual, el nivel de desarrollo de la medicina sigue no obstante siendo ínfimo, pues, por ejemplo, se considera un logro que entre los pacientes que ingresan en un hospital sean más los que sobreviven que los que mueren.
En esta época parece que la humanidad hubiera descubierto por primera vez el valor del progreso, como se hubiera embriagado con él. Es la época del up and up and up and on and on and on («arriba y arriba y arriba y adelante y adelante y adelante»), en frase del primer ministro británico Ramsay MacDonald. Lo mismo que la economía, la política sigue los dictados del liberalismo. Todos los países europeos, siguiendo la estela de las políticas que han hecho tan próspera a Gran Bretaña a lo largo del siglo, se rinden a esta ideología, reformando sus instituciones y consumando con ello la desaparición del viejo orden. El liberalismo decimonónico, bastante distinto del actual neoliberalismo, pretende acabar con el privilegio. La mezcla de derecho natural y utilitarismo que constituye su base promueve la movilidad social como premio al esfuerzo, la energía y la innovación, que consecuentemente se convierten en motor del progreso y del bienestar. De ahí el valor que se confiere a la educación. En materia económica el punto fundamental es la eliminación de aranceles y tasas, la liberalización del comercio, pero el liberalismo también se muestra muy beligerante con toda regulación gubernamental de la actividad económica, en especial de las relaciones laborales.
No todo son éxitos, sin embargo, en la política liberal. Sobre todo a partir de la última década del siglo XIX surgen problemas por la inflación de los precios al consumo, el desempleo provocado por la mecanización de las industrias, o la corrupción empresarial, que hacen que el movimiento obrero vaya adquiriendo cada vez más fuerza. Es de señalar que en muchas ciudades existía una auténtica discriminación social respecto a los obreros. La construcción de entradas y escaleras «de servicio» en los inmuebles de la burguesía es una evidente manifestación de ello, pero había otras más hirientes, como la prohibición de asistir a ciertos espectáculos, o incluso frecuentar los parques públicos. Ante esta situación los obreros se organizan creando una verdadera contracultura a base de asociaciones de mutua ayuda en las que se ofrecen recursos diversos, como bibliotecas, salas de reuniones, conferencias, cursos y publicaciones, mediante los cuales se pretende superar la situación de desamparo a la que la sociedad burguesa condena a los obreros, con sus secuelas de pobreza, suciedad, enfermedad y alcoholismo.
La extensión de los partidos socialistas, en los que se da una amplia gama, desde los más ortodoxos, que siguen la doctrina marxista del socialismo científico, hasta los más radicales, cercanos a los grupos anarquistas, muy activos especialmente a partir del cambio de siglo, provoca una inevitable reacción entre los dirigentes liberal-conservadores, que no tienen más opción que comenzar a plantearse medidas sociales, como seguros sanitarios o sistemas estatales de pensiones. El canciller Bismarck es, curiosamente, el primer político en promover un sistema de seguridad social a gran escala, y el propio concepto de estado del bienestar proviene de la noción alemana del Wohlfartstaat, una noción de aquella época, que más apropiado sería traducir como «estado de la prosperidad». Al asumir los Estados servicios como como los de correos, transporte, sanidad, beneficencia, además de la enseñanza, el estado liberal se convierte, un tanto contradictoriamente, en promotor de una centralización del gobierno con una fuerte maquinaria gubernamental.
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También en el mundo de las ideas la producción es copiosísima y enormemente innovadora. Es un hecho incontestable que prácticamente todas las ideas básicas de la cultura del siglo XX se formularon antes de la Gran Guerra, y se puede afirmar que la innovación intelectual a lo largo de los sesenta o setenta años posteriores fue un simple desarrollo técnico de los conceptos y teorías elaborados en las dos o tres décadas anteriores a ella.
Los espectaculares avances en las ciencias básicas –algunas, como la genética tienen su origen en esta época–, suponen sin duda una nueva revolución científica. Esto resulta especialmente cierto en el campo de la física. En un periodo de veinte años, de 1895 a 1915, comenzando con el descubrimiento de los rayos X por Röntgen y culminando en la teoría general de la relatividad de Einstein, todo el edificio de la física newtoniana, considerado hasta entonces el más impresionante y seguro logro del pensamiento científico, fue puesto en duda y finalmente reemplazado por un nuevo modelo. Y lo mismo ocurre en el estudio del hombre y de la sociedad. Especialmente populares fueron los trabajos de Sigmund Freud, que publicó La interpretación de los sueños justo en el cambio de siglo. Pero el vuelco en la psicología que estos representaron tuvo un paralelo no menos importante en otras muchas disciplinas, que como ella experimentan una auténtica refundación. Tal es el caso, por ejemplo, de la antropología, con los estudios sobre mitos y rituales de James Frazer, cuya obra La rama dorada tendrá una extraordinaria influencia en todo el pensamiento posterior. Los trabajos de historia de Wilhelm Dilthey y los de sociología de Max Weber y Emile Durkheim suponen un vuelco equivalente en estos campos, con la superación de las tesis. Desmontan las tesis positivistas y deterministas sobre el comportamiento humano y social, y la demostración de que las creencias colectivas se basan en la interdependencia de los individuos, y que estos, al tratar de mejorar su situación personal, entran en conflicto con aquellas.
La filosofía también sufre una profunda transformación. Se abandona la construcción de grandes sistemas generales, y siguiendo la senda de Schopenhauer, la reflexión se orienta al estudio de la esencia del ser humano. Bergson estudia la percepción, la memoria y la intuición, y analiza las implicaciones resultantes de las teorías de Darwin, que también, en otro sentido, interpreta Herbert Spencer, considerado uno de los promotores del llamado darwinismo social. Este justifica las diferencias humanas malinterpretando el concepto de selección natural de Darwin, y tendrá un efecto muy negativo en la sociedad al fomentar actitudes elitistas y racistas que afectarán principalmente a la comunidad judía europea.
El positivismo, del que el darwinismo social puede considerarse una perversión, había tratado de remplazar la religión con una moralidad secular y universal de origen kantiano. Contra este concepto se reveló Friedrich Nietzsche, cuyos escritos, publicados entre 1871 y 1887, alcanzaron una inusitada popularidad. Según él, la moralidad kantiana era igual de opresiva que la cristiana, pues la igualdad requería que el bien del individuo se subordinara al bien de todos, por lo que el bien moral resultaba ser simplemente lo conveniente para la sociedad. La sociedad, en virtud de su propio interés, sometía al individuo mediante el miedo, y expulsaba o eliminaba a los que no se sometían. El individuo audaz debía negarse