Debe también señalarse que simultáneamente a los avances científicos y a esta racionalización del estudio del ser humano se produce un auge de lo que el espíritu científico de la época llamó «fenómenos debatibles», es decir, creencias o saberes de tipo esotérico y ocultista. Fueron muchas las sociedades creadas en la época enfocadas a este tipo de estudios. En ellas existe una afinidad con las sociedades secretas del siglo XVIII y un especial interés en la cultura oriental y el misticismo. Destaca la Sociedad Teosófica, fundada en 1875 por Madame Blavatsky, que trata de investigar de manera rigurosa –siguiendo, curiosamente, el método científico– todo tipo de teorías y fenómenos místicos e irracionales, interesándose por fuentes de conocimiento orientales –védicas y budistas–, y también de la Grecia clásica o de la Cábala. La teosofía y movimientos afines tienen también un propósito reformista, aunque en lugar de centrarse en una transformación social, buscan la transformación individual como clave para el avance de la humanidad. Se oponen también a la visión positivista, en especial por la creencia en un ego cuya naturaleza puede modificarse mediante el ejercicio espiritual. Todo ello lleva a un interés por fenómenos como el hipnotismo, la telepatía y las experiencias alucinatorias, en el que coinciden con las nuevas tendencias de la psicología.
El aumento del nivel cultural, especialmente entre las capas más bajas de la población, es espectacular. La alfabetización llega a ser casi universal en Europa. Los Estados más avanzados reemplazan las antiguas instituciones de la Iglesia por otras dedicadas a la «instrucción secular y moral». Notablemente, los gobiernos liberales de Francia e Inglaterra invierten enormes sumas y esfuerzos en la creación de sistemas estatales de educación, pero también el conservador de Bismarck emprende una Kulturkampf con el objetivo de arrebatarle a la Iglesia católica la iniciativa en esta materia. Todas estas medidas hacen que esta sea una época de un auténtico esplendor educativo. En todos los países se construyen muchísimas escuelas, a veces con gran magnificencia para reflejar la importancia que se concede a la educación. Esta es llevada de una manera extremadamente solemne y disciplinada, con una estricta separación de sexos y formalidad en el trato. Consecuencia de ello es la proliferación de figuras de gran altura intelectual y con una amplitud de conocimientos que abarca un gran espectro cultural. Surgen así los que seguramente serán los últimos pensadores multidisciplinares, entre los que sin duda destaca el austriaco Ernst Mach, que siendo un físico teórico de elite, hizo importantes contribuciones a otros saberes como la psicología y a la filosofía del lenguaje.
También consecuentemente se produce un extraordinario auge de la lectura. Se calcula que más de la mitad de la población europea leía diariamente al menos un periódico. Durante los años del cambio de siglo las ventas de publicaciones se disparan, alcanzando cifras que incluso superan a las actuales. El constante aumento de publicaciones, basado en gran parte en la disminución de costes, tanto del papel como de las nuevas técnicas de impresión, afecta sobre todo a la prensa periódica. Esta agiliza enormemente la información mediante las agencias internacionales de noticias, que gracias al telégrafo y al teléfono transmiten los acontecimientos casi en tiempo real. La drástica reducción en los precios de venta va unida a un incremento descomunal de las tiradas y a una extraordinaria profusión de cabeceras. En París, por ejemplo, existían en 1914 setenta diarios, y uno de ellos, el Petit Journal, alcanzaba tiradas de más de un millón de ejemplares; y en Austria, dos décadas antes ya existían más de 1.800 publicaciones periódicas distintas, de las cuales alrededor de cien eran especializadas en temas científicos, y otras tantas en temas literarios o históricos.
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La extensión de la cultura al grueso de la población tendrá sin embargo como inesperada consecuencia la aparición del fenómeno de la llamada cultura de masas, otra de las características más significativas de este periodo, que transformará radicalmente la propia cultura y su encaje en la sociedad. Así, en la literatura hay un verdadero auge de la novela de aventuras. Se trata de sencillas y fluidas historias publicadas en descuidadas ediciones baratas que buscan suscitar la emoción del lector o su asombro o sobresalto. Son historias de amores desdichados, de piratas, contrabandistas, atracadores, exploradores, vaqueros e indios, en las que aparecen personajes como Fantomas o Buffalo Bill, que protagonizan largas series de episodios publicados periodicamente. Pero también la novela intelectualmente más ambiciosa, a pesar de su alto precio, empieza a tener un público amplio, sobre todo a través de las bibliotecas, tanto públicas como comerciales.
La diferenciación entre una literatura popular y una más artísticamente ambiciosa se puede remontar como poco a los inicios del siglo XIX, pero el fenómeno que se produce a finales del mismo es de carácter nuevo. La diferenciación entre dos niveles artísticos es expresión de una especie de fractura en el mundo de la creación. Frente a un arte que sigue académicamente la tradición, buscando el beneplácito del público acomodado, cuidando de no subvertir sus valores ni de desafiar su capacidad de comprensión, surge otro que no se conforma con repetir fórmulas sacralizadas como clásicas, en las que sólo ve una convención, que no perpetúa tabús morales o sociales. En la conocida formulación de Ortega y Gasset, el arte nuevo
es impopular por esencia; más aún, es antipopular. Una obra por él engendrada produce en el público automáticamente un curioso efecto sociológico. Lo divide en dos porciones: una, mínima, formada por reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil.
La razón de esta hostilidad, según Ortega, es la incomprensión que el nuevo arte provoca:
Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra. El arte joven, con tan solo presentarse, obliga al buen burgués a sentirse tal y como es: un buen burgués incapaz de sacramentos artísticos, ciego y sordo a toda belleza pura.
Ortega escribió esto en 1924, diez años después de la publicación de Dublineses. Por entonces, las nuevas creaciones literarias habían clarificado mucho el panorama. En los años del cambio de siglo, el vanguardismo era mucho menos patente. No olvidemos que la gran revolución moderna de la pintura occidental se produce con el impresionismo, un estilo tan popular hoy en día que resulta muy difícil comprender el escándalo que provocó en su momento. Pero su impacto artístico y social en la década de 1870 no fue muy distinto del que causó Picasso con Las señoritas de Avignon treinta años después. Del mismo modo, la literatura del inicio de la modernidad no nos parece ahora tan innovadora si la vemos a la luz de Ulises, pero también en literatura el cambio es muy anterior a la paradigmática novela de Joyce. Y también menos radical. Lo mismo que es fácil ver una continuidad entre una gran parte del paisaje decimonónico –Corot, Daubigny, Constable– y el impresionista, las raíces de la vanguardia penetran profundamente en el realismo y en el simbolismo de la segunda mitad del XIX.
A finales de siglo autores como Zola, e incluso, con más razón, Flaubert, son considerados modernos. El inicio de la modernidad