Tenía hambre, pues aparte de unas galletas que les había pedido a dos roñosos camareros, no había comido nada desde la hora del desayuno. Se sentó en una mesa de madera sin mantel enfrente de dos obreras y un mecánico. Le atendió una chica de aspecto descuidado.
—¿Cuánto es un plato de guisantes? –preguntó.
—Tres medios peniques, señor –dijo la chica.
—Tráeme un plato de guisantes –dijo–, y una botella de cerveza de jengibre.
Habló bruscamente con objeto de ocultar su aire refinado, pues tras su entrada se había producido un silencio en la conversación. Para aparentar naturalidad se echó la gorra hacia atrás en la cabeza y puso los codos sobre la mesa. El mecánico y las dos obreras le examinaron de arriba a abajo antes de continuar su conversación bajando la voz. La chica le trajo un plato caliente de guisantes partidos[16] aliñados con pimienta y vinagre, un tenedor y la cerveza de jengibre. Comió con ganas y le gustó tanto la comida que tomó nota mentalmente del local. Cuando terminó todos los guisantes bebió la cerveza de jengibre y se quedó sentado un rato pensando en la aventura de Corley. Observó en su imaginación a la pareja de amantes andar por una calle oscura; escuchó profundas y convincentes galanterías en la voz de Corley y volvió a ver el mohín voluptuoso en la boca de la joven. Esta visión le hizo sentir vivamente su propia pobreza de bolsa y de espíritu. Estaba cansado de ir de allá para acá, de tentar al diablo, de intrigas y de argucias. En noviembre iba a cumplir treinta y un años. ¿Es que nunca iba a conseguir un buen empleo? ¿Es que nunca iba a tener casa propia? Pensó en lo agradable que sería tener una cálida chimenea ante la que acomodarse y una buena mesa a la que sentarse a cenar. Bastante había ya recorrido las calles con amigos y con chicas. Sabía lo que esos amigos valían; a las chicas también las conocía. La experiencia le había amargado el corazón contra el mundo. Pero no había perdido toda la esperanza. Tras comer se sentía mejor de como se había sentido antes, menos cansado de la vida, menos derrotado de espíritu. Aún sería capaz de sentar la cabeza en algún acogedor rincón y vivir feliz; bastaba con que diera con alguna chica inocente con algo de capital.
Le pagó dos peniques y medio a la chica de aspecto descuidado y salió del establecimiento para iniciar de nuevo su deambular. Fue a Capel Street y bajó hacia el ayuntamiento. Luego giró en Dame Street. En la esquina de George’s Street se encontró con dos amigos suyos y se detuvo a hablar con ellos. Sintió alivio al poder tomarse un descanso de tanto andar. Sus amigos le preguntaron si había visto a Corley y qué era lo que se contaba. Contestó que había pasado el día con Corley. Sus amigos hablaban muy poco. Se fijaban con expresión ausente en algunos tipos de entre el gentío y a veces hacían un comentario crítico. Uno dijo que había visto a Mac hacía una hora en Westmoreland Street. Ante lo cual Lenehan dijo que él había estado con Mac la noche anterior en Egan’s. El joven que había visto a Mac en Westmoreland Street preguntó si era cierto que Mac había ganado algo en una partida de billar. Lenehan no lo sabía; dijo que Holohan[17] les había pagado unas copas en Egan’s.
Dejó a sus amigos a las diez menos cuarto y subió por George Street. Giró a la izquierda en el mercado municipal y fue hasta Grafton Street. El gentío de chicas y chicos había disminuido, y en su camino calle arriba escuchó muchos grupos y parejas dándose mutuamente las buenas noches. Llegó hasta el reloj del Colegio de Cirujanos: estaba dando las diez. Recorrió con ímpetu el lado norte del parque, apresurándose por temor a que Corley regresara demasiado pronto. Cuando llegó a la esquina de Merrion Street se situó en la sombra de una farola, sacó uno de los cigarrillos que había reservado y lo encendió. Se apoyó contra la farola y mantuvo fija la mirada en la zona en la que esperaba ver regresar a Corley y a la joven.
Su mente volvió a activarse. Se preguntaba si Corley habría logrado arreglárselas. Se preguntaba si se lo habría pedido ya o lo habría dejado para el final. Sufría toda la emoción y la ansiedad de la situación de su amigo tanto como las de la suya propia. Pero el recuerdo de la cabeza de Corley girando lentamente le calmó en cierto modo: estaba seguro de que Corley lo lograría. De pronto le vino la idea de que Corley quizá la había acompañado a casa por otro camino y le había dado esquinazo. Sus ojos escrutaron la calle: no había señal de ellos. No obstante era seguro que había pasado media hora desde que había mirado el reloj del Colegio de Cirujanos. ¿Haría Corley algo así? Encendió su último cigarrillo y empezó a fumarlo nervioso. Aguzaba los ojos cada vez que un tranvía se detenía en la esquina opuesta de la plaza. Debían haber ido a casa por otro camino. El papel del cigarrillo se rompió y lo tiró a la calzada soltando un juramento.
De pronto los vio venir hacia él. Se despabiló encantado, y sin apartarse de la farola intentó averiguar el resultado por su forma de andar. Caminaban con rapidez, la joven daba pequeños pasos apresurados, mientras Corley con su paso largo se mantenía a su lado. No parecía que estuvieran hablando. Un presentimiento del resultado le punzaba como la punta de un instrumento afilado. Sabía que Corley fallaría; sabía que era que no.
Giraron Baggot Street abajo e inmediatamente él les siguió por la otra acera. Cuando se detuvieron él también se detuvo. Hablaron un momento y entonces la joven bajó la escalera de la entrada de servicio de una casa. Corley se quedó de pie en el borde de la acera, a cierta distancia de los peldaños de la entrada principal. Pasaron unos minutos. Entonces se abrió lenta y cautelosamente la puerta de entrada. Una mujer bajó la escalera y tosió. Corley se dio la vuelta y fue hacia ella. Su corpulenta figura ocultó la de ella durante unos segundos, y entonces la mujer reapareció corriendo escaleras arriba. La puerta se cerró tras ella y Corley empezó a andar rápidamente hacia Stephen’s Green.
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