La unión de Inglaterra e Irlanda prometía inicialmente una mejora de las condiciones de vida, y de hecho así fue en los primeros años. Entre otras cosas el nuevo marco legislativo establecía el libre comercio, lo que implicaba un acceso sin restricciones de los productos irlandeses no sólo a Inglaterra sino también a todo el Imperio británico. Pero la unión también establecía un porcentaje fijo del gasto común de ambos países, y este no estaba proporcionado a la capacidad recaudatoria de cada uno. El resultado fue un endeudamiento enorme de Irlanda, principalmente financiado por Inglaterra, que finalmente hubo que solucionar unificando las economías de ambas islas. Peor aún fue el impacto de la Revolución industrial inglesa. La poderosa industria británica ahogó a la incipiente irlandesa. Exceptuando el Úlster, todo el país, con Dublín a la cabeza, permaneció ajeno a la industrialización que se extendió por la mayor parte de Europa. Durante la primera mitad del siglo, y a pesar de un aumento de la población, tanto las rentas como el valor de la producción propia cayeron de manera continuada. A ello vino a sumarse, en 1845, la llamada Gran Hambruna de la Patata. Provocada por una plaga en el que casi era un monocultivo del que dependía la mayor parte de la población, afectó a las cosechas durante cuatro años seguidos, en dos de ellos perdiéndose en su totalidad. La consecuencias fueron terribles: produjo la muerte de más del 10 por 100 de la población –casi un millón de personas en total– y una emigración masiva y continuada, que en los cincuenta años posteriores redujo la población del país a la mitad.
La unión de ambos Estados había sido inicialmente bienvenida por la mayoría de la población católica, pero al poco, y bajo la presión de la mala marcha de la economía, se impusieron los sentimientos nacionalistas, y la opinión pública se inclinó mayoritariamente por su revocación. Como objetivo previo la oposición nacionalista se propuso la llamada emancipación católica, es decir, la abolición de la totalidad de las restricciones impuestas a esa comunidad. El mayor artífice del logro de esta fue Daniel O’Connell, considerado por muchos el padre de la Irlanda moderna. Aparte de ser determinante en la aprobación del Roman Catholic Relief Act de 1829 –la ley por la que al menos el sector más próspero de la población católica irlandesa podía equipararse en derechos con la población protestante–, desempeñó un importante papel en el aumento del poder de la Iglesia católica en Irlanda, que a partir de esos años queda unida a la causa nacionalista, ejerciendo una incuestionable autoridad moral que jugará ambiguamente con el rechazo de la violencia y las posturas radicales. O’Connell, que fue elegido posteriormente alcalde de Dublín –el primer alcalde católico de la ciudad desde la época de Jacobo II– se convertiría en uno de los políticos más famosos de Europa, admirado por figuras intelectuales de la altura de Goethe, Balzac o De Tocqueville.
A partir de ahí la causa nacionalista –y católica– pasó a defender como nuevo objetivo la recuperación del estatus de nación independiente. El propio O’Connell encabezó el movimiento, en principio a través de la llamada Repeal Association –Asociación para la Revocación–, de carácter conservador. Pero pronto surgió dentro de ella un grupo más radical conocido como Young Ireland, creado a semejanza de la Giovine Italia de Mazzini, aunque con un mayor acento en la cultura y en la lengua autóctona. El desastre de la gran hambruna de 1845 tuvo una influencia decisiva en la evolución del movimiento. La catástrofe fue muy mal gestionada por las autoridades, lo que minó la ya contestada legitimidad del gobierno británico. Esta terrible tragedia, unida a la inspiración de las revoluciones europeas de 1848, llevó al movimiento a un tímido intento de rebelión abortado por el gobierno británico, de nuevo gracias a confidentes infiltrados.
La Joven Irlanda será sustituida por dos nuevas asociaciones, la Irish Republican Brotherhood –Hermandad Republicana Irlandesa–, y la Fenian Brotherhood –el nombre proviene de las fianna, bandas guerreras independientes de la mitología irlandesa–. Ambas fueron fundadas en 1858 simultáneamente en Dublín y en Nueva York, que para entonces se había convertido en centro del numerosísimo e influyente exilio irlandés. Se trataba de organizaciones afines hasta el punto de confundirse. Sus miembros y simpatizantes eran conocidos genéricamente como fenianos, estaban organizados siguiendo el modelo de las sociedades secretas revolucionarias europeas y su objetivo era derrocar por la fuerza el gobierno británico en Irlanda. Su organización y métodos les enfrentaban teóricamente a la todopoderosa Iglesia católica y también a gran parte de la población. Aunque su presencia se hizo notar en la sociedad irlandesa de la segunda mitad del siglo XIX, su actividad se redujo prácticamente a un débil intento de insurrección en 1867. Un grupo ultra escindido de ellos cometió quince años más tarde el atentado conocido como «los asesinatos del parque Phoenix», en el que fueron acuchillados dos representantes del gobierno británico, cuyo impacto aún se sentía en la época en que se desarrollan los relatos de Joyce.
Frente a estos minoritarios grupos radicales, existía un movimiento moderado mucho más extendido. A diferencia de otros nacionalismos de la época, el nacionalismo irlandés tenía en la cámara de los comunes del Parlamento inglés –donde Irlanda poseía una amplia representación de aproximadamente una sexta parte de los diputados–, un cauce político para defender sus ideas. Los políticos que optaban por este cauce lo hacían bajo el indeterminadamente atractivo lema de Home Rule –‘gobierno de casa’, ‘gobierno de la tierra’, pero también ‘objetivo o meta de gobierno’–, y como el dirigente que encabezaba esta opción, Charles Stewart Parnell, pertenecían mayoritariamente a la ascendencia protestante angloirlandesa. Parnell era una figura extraordinariamente carismática. Muchos irlandeses vieron en él a la persona capaz de solucionar los problemas del país. El padre de James Joyce era acérrimo partidario suyo, y contagió su entusiasmo a su hijo, que a la muerte de Parnell, con sólo nueve años, compuso un largo poema laudatorio.
Desde muy joven Parnell se había interesado por el nacionalismo. Fue elegido parlamentario por la Home Rule League, y pronto se convirtió en la figura más destacada de la facción más radical de la misma, propugnando desde el primer momento un acercamiento al fenianismo. Su elección a la presidencia de la Land League –Liga Agraria–, fundada en 1879 para defender los intereses de los aparceros mediante una reforma agraria, le catapultó a la primera fila de la política. Su idea era que al abolir el latifundismo el gobierno inglés perdería apoyos, lo que constituiría un paso decisivo hacia la secesión, que era «el objetivo final al que todos los irlandeses aspiran: ninguno de nosotros estará satisfecho hasta haber destruido el último de los vínculos que nos unen a Inglaterra». El compromiso al que llegó con el gobierno inglés para la promulgación de la ley agraria, que supuso de hecho el fin del latifundismo, no satisfizo a todos, pero Parnell consiguió atraer a su causa a los fenianos moderados –los más radicales se dedicarían a colocar bombas en Inglaterra desde el exilio en Nueva York–, y aunque con ello perdió el apoyo de los propietarios angloirlandeses, logró cohesionar a la gran mayoría de las fuerzas nacionalistas, y bajo la nueva denominación de Irish Parlamentary Party obtuvo en las siguientes elecciones casi un 80 por 100 de los escaños irlandeses en el Parlamento de Westminster.
Su política pragmática obtuvo muchos apoyos, notablemente el del primer ministro liberal inglés William Gladstone, pero a pesar de ello no logró concretar resultado alguno antes de que un escándalo acabara con su carrera política. Parnell llevaba años manteniendo una relación adúltera con la esposa de uno de sus colaboradores, al que además había favorecido en alguna ocasión de manera arbitraria. Cuando el asunto salió a la luz se originó un gran escándalo. Gladstone, por entonces en la oposición, amenazó con retirar su apoyo al Home Rule si Parnell no renunciaba al liderazgo del partido irlandés. Este se negó a aceptar la intromisión inglesa, pero la disensión interna, reforzada por el rechazo de la jerarquía católica, que nunca había