Las pequeñas grandes cosas. Henry Fraser. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Henry Fraser
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788416788576
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en cuanto a incapacidad, «Vale, H, esta vez ganas tú», y con eso pudimos, por el momento, secarnos las lágrimas y volver a nuestras bromas de siempre.

      Mientras oía hablar a mis hermanos y veía que Will me acariciaba el pie cada pocos minutos —más adelante me explicó que el fisioterapeuta le había dicho a Dom que se masajeara los tendones de vez en cuando para asegurarse de que mantuvieran su flexibilidad, y Will pensó que si me hacía lo mismo a mí quizá sintiera algo y todo volviera a la normalidad— fui consciente de que en el peor momento de mi vida las cosas podían parecerme divertidas si sacaba fuerzas de aquellos que me rodeaban. Fue increíble oír sus voces, verlos a mi alrededor, cada gesto e inflexión me resultaban familiares en la situación desconocida en la que me encontraba. Eso hizo que me diera cuenta todavía más de lo imprescindible que era el apoyo de los demás en mi frágil vida.

      A partir de ese día y durante toda mi estancia en Stoke Mandeville, como mínimo uno de mis hermanos venía a visitarme cada día. Mientras estuve en la UCI no estaba preparado para ver a nadie ajeno a mi familia, ni tampoco me lo permitían, porque tenía SARM y a veces me encontraba tan mal con otras infecciones que tenían que completar unos procedimientos rigurosos y prolongados para poder entrar en mi habitación: lavarse las manos a conciencia, utilizar cantidades incesantes de gel antiséptico que olía fatal y, a veces, incluso tenían que llevar guantes o mascarillas. Pero eso no los detuvo. Había un límite estricto en la cantidad de visitantes en todo el hospital, pero los doctores y los enfermeros siempre hacían excepciones con nosotros cuando podían, dejaban que mis hermanos entraran juntos, incluso si eso significaba que mis padres tenían que esperar su turno en la lúgubre sala de espera.

      A pesar de la presencia de mi familia, los primeros días en la UCI no fueron fáciles. Para empezar, a diferencia de en Portugal, donde estaba en una cama elevable durante gran parte del día, aquí debía estar completamente tumbado y no me dejaban sentarme para evitar que me lesionara el cuello todavía más. Me parecía insoportable, pero lo peor era que tenían que ponerme de lado cada varias horas para aliviar la presión de la piel. Estaba atado a la cama y, cuando la inclinaban, yo me inclinaba ligeramente hacia un lado. En mi mente, esa pequeña inclinación parecía de un ángulo enorme, por lo que estaba convencido de que me iba a caer. Cada vez que los enfermeros me movían, entraba en pánico y pensaba: «No puedo hacerlo». Tardaron cuatro largos días en acceder a transferirme, pero cuando llegó el momento de pasarme a la cama elevable, estaba muerto de miedo. Literalmente, lo único que los enfermeros tenían que hacer era ponerme una tabla debajo y pasarme de una cama a la otra, pero en mi mente confusa era un paso significativo y traumático. Utilizaron medicamentos para tranquilizarme y valió completamente la pena, porque desde la nueva cama alcanzaba a ver toda la habitación, estar a la altura de los ojos de cualquiera que entrara a verme y, por fin, ver la televisión.

      Las noches eran horribles. Después de que las enfermeras me hubieran aseado y lavado los dientes, después de que mi padre me diera las buenas noches, ya que se quedaba hasta tarde todos los días, me daban un montón de pastillas para dormir a través de la sonda de alimentación, pero como mi mente trabajaba a toda velocidad, contrarrestaba su efecto. En el poco rato que podía dormir tenía todo tipo de pensamientos y sueños raros y, a lo largo de la noche fragmentada, intentaba centrarme en el día siguiente, cuando tendría a alguien a mi lado y me sentiría lo bastante tranquilo para dormir la siesta. Mi madre llegaba temprano cada mañana y el resto de la familia se le unía más tarde, repartían las visitas para que siempre hubiera alguien a mi lado: Dom venía después del colegio y, a veces, hacía los deberes mientras yo dormía; mi padre venía después de trabajar; Will, después de entrenar; y los fines de semana, Tom llegaba desde Bournemouth y estábamos todos juntos. Me encantaba ese momento. También me encantaba que la vida siguiera en el exterior para mis hermanos, y nunca me cansaba de que me hablaran sobre el instituto, la universidad, el Saracens, las salidas nocturnas, las novias y los cotilleos. Nunca censuraban lo que me contaban y yo lo agradecía: nunca hemos sido de los que van con cuidado y no era el momento de empezar a hacerlo. Veíamos mucho la televisión: un episodio tras otro de Ven a cenar conmigo y Los Simpson.

      No había comido o bebido nada desde el accidente y seguían alimentándome e hidratándome a través de una sonda. No había tenido mucha hambre, así que no comer no me preocupaba demasiado, pero no poder beber agua me estaba volviendo loco. Como no me funcionaban los músculos del cuello, a los médicos les preocupaba que pudiera ahogarme y no podíamos correr ese riesgo. Pero yo no hacía más que decir que tenía sed hasta que una tarde nos dieron una esponja atada a un palo para mojar en un vaso de agua y ponérmela en los labios para que pudiera sorberla. Sentí un alivio enorme. Me di cuenta de que nunca había estado sediento de verdad —siempre había tenido agua al alcance de la mano, limpia y segura— y en ese momento de alivio sentí aprecio infinito por todo aquello que siempre había infravalorado. Probar la primera gota de agua fue tan magnífico que me hizo reflexionar, aunque solo brevemente, sobre la belleza de la vida en sí. Fue una experiencia nueva que añadir a todas las demás. Aprender algo que no había sabido antes significaba que nunca podía dejar de saberlo y, de algún modo, esto me marcó mientras saciaba mi sed intensa con un par más de deliciosas gotas de agua.

      Un domingo, mientras seguía en la UCI, dejaron que mis primos entraran a verme. Fue muy importante, ya que, además de una visita muy emotiva de mis abuelos, no habían permitido que me visitara nadie más. Pero esa mañana todas mis enfermedades e infecciones se reavivaron al mismo tiempo. No podría haber sido más oportuno. Sabía que no estaba bien porque me empezaron a castañetear los dientes y, al contrario del frío que sentía, se me disparó la fiebre hasta los cuarenta y un grados, el valor más alto que había tenido nunca. Cuando me había subido la temperatura anteriormente, no había habido motivos para alarmarse, ya que la fiebre puede ser de utilidad a la hora de proteger al cuerpo contra las infecciones, pero llegar a los cuarenta y un grados era peligroso por el riesgo que corrían mis órganos y células; la fiebre puede poner en riesgo la vida o, a veces, hasta inducirte un coma. Con mi lesión no podía controlar la temperatura corporal, y hoy en día tampoco puedo, así que cada vez que tenía fiebre, la única manera de enfriar el cuerpo era que me colocaran bolsas de hielo alrededor. Aquella vez me sentía muy mal, no solo por las infecciones, sino porque mis primos tuvieron que irse tras haber estado solo unos segundos conmigo. Lo último que quería era apartar a las personas que habían venido a apoyarme y tenía la mente tan febril y hecha polvo que fue un duro golpe para mí.

      Normalmente, si mis primos hubieran venido a visitarme, me habría asegurado de pasar tiempo con ellos. Siempre he valorado y disfrutado de los parientes lejanos y esa sensación de haberlos decepcionado cuando habían venido desde tan lejos, de no haber hecho todo lo posible para tenerlos a mi lado, fue difícil para mí. Me sentía culpable y, aunque ahora sé que fue por la fiebre y por haber comprendido, por primera vez y probablemente de manera subconsciente, que perdería parte del control y de las decisiones que siempre había tenido en mi mano, fue un momento muy duro para mí. En el fondo, también sabía que, además de para verme, habían acudido para apoyar a mis padres y, aunque yo estuviera mal, podían seguir haciendo eso, pero no estaba acostumbrado a decepcionar a los demás; mis pensamientos en ese momento se volvieron tristes y turbulentos mientras sucumbía a la fiebre.

      Cuando el antibiótico empezó a hacer efecto me bajó la temperatura, pero si no era una cosa, era otra, y el día que me cambiaron el ventilador fue brutal. Me había acostumbrado al que respiraba por mí, un objeto grande e inmóvil que silbaba y hacía ruido en el rincón, pero en caso de que tuvieran que cambiarme de habitación, tenían que ponerme uno más pequeño que pudiera moverse conmigo. Para empezar, no podía sincronizar mi respiración con él y estaba convencido de que trabajaba en mi contra, por lo que volví a entrar en pánico. Era como si algo me obstruyera la garganta, casi como si me estuviera ahogando en el mar otra vez. Fue horrible y tardé un tiempo en acostumbrarme, pero cuando lo conseguí, fue como si reviviera. No solo podía hablar casi con normalidad, sino que también estaba un paso más cerca de que me trasladaran al ala contigua.

      Fue entonces cuando me dejaron ver a los amigos que habían estado de vacaciones conmigo en el momento del accidente. Marcus entró primero y fue una visita cargada de lágrimas. Mi madre lo había recogido en la estación y había intentado prepararlo para lo que estaba a punto