Las pequeñas grandes cosas. Henry Fraser. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Henry Fraser
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788416788576
Скачать книгу
encima de la cabeza, sujetado a un sistema de poleas con pesas conectadas. Al estirarme el cuello, los médicos esperaban que mi cuarta vértebra, que estaba completamente desalineada, volviera a su sitio. El tiempo lo diría.

      Deseaba que mis padres estuvieran allí. Ignoraba si alguien en todo el mundo sabía dónde estaba. Esa mañana, había frito huevos para desayunar y la única preocupación que tenía en mente era cómo me habrían ido los exámenes, y ahora estaba ahí, inmóvil, cubierto de arena, en una cama extraña y con veinte kilos colgándome del cuello. Mientras contaba cómo transcurrían los segundos en el reloj, tuve una pesadilla tras otra a pesar de que la enfermera que me habían asignado me cogía de la mano.

      ***

      Aunque yo no lo sabía, durante mi sueño irregular mis padres acudían a mi encuentro. Tras asumir que me habían llevado de la playa al hospital local de Portimão, como les había dicho uno de los médicos, mis amigos habían pasado el resto del día buscándome desesperadamente y, mucho más tarde, gracias a que se encontraron por casualidad con una de los paramédicos que me habían atendido en la playa, ella ató cabos y les dijo que estaba a trescientos kilómetros de distancia, en Lisboa. En la capital portuguesa hay cuatro hospitales, así que, con la ayuda de los amigos de Marcus y Hugo que hablaban portugués, finalmente consiguieron localizarme en São José. Entonces habían llamado al padre de Marcus, que es médico, y él había dado la noticia a mis padres.

      Cuando mis padres llegaron al hospital, pidieron verme inmediatamente, pero les dijeron que no era posible y los llevaron con el cirujano que, sin vacilar, les contó que me había partido la médula espinal y que nunca más volvería a caminar o a usar los brazos; que iba a ser tetrapléjico durante el resto de mi vida. Ni siquiera ahora puedo imaginarme la conmoción que sintieron mis padres. La última vez que me habían visto salía felizmente por la puerta de casa, con el pasaporte nuevo en la mano, emocionado por irme de viaje. Soy el tercero de cuatro hermanos y en nuestras vidas prevalece el deporte y la actividad. Siempre estábamos en movimiento, saliendo o volviendo de correr, de nadar o del entrenamiento de rugby; los cuatro, también mi madre y mi padre, llenos de energía y movilidad. Lo nuestro era la actividad física.

      Más tarde, mucho más tarde, mi madre me contó que, mientras que la reacción de mi padre había sido un miedo abismal que lo había dejado sin habla, ella había empezado a gritar. Y que, después de haber gritado durante unos segundos, el cirujano tuvo la entereza, además de años de experiencias desalentadoras, de decirles a mis padres que en ese momento yo los necesitaría más que nunca. Que desde el momento en que los viera, tendrían que reunir toda la fuerza que tuvieran y ser lo más fuertes y positivos que pudieran. No fingir estar animados o ser demasiado positivos, sino estar tranquilos y no alterarse y, lo que es más importante, ser fuertes por mí. El doctor miró fijamente a mi madre y le dijo: «Señora Fraser, su hijo la necesita más que nunca. No tiene otra opción. Ahora tiene que ser fuerte por él».

      Esas palabras hicieron que mi madre retrocediera unos años y recordó estar en urgencias con su propia madre y su hermana, que entonces tenía trece años, y que se había desmayado por el dolor de un absceso en el cerebro. La enfermera había cogido a mi abuela por los hombros y le había dicho: «Señora Wallace, contrólese. Tiene que ser fuerte». Mi abuela acató la orden y, al recordar ese momento, mi madre supo que solo tenía una opción. Pidió que la llevaran a verme inmediatamente.

      Mis padres no necesitaban que les dijeran que estuvieran ahí para mí, siempre me han demostrado su amor incondicional y constante, pero sí necesitaban oír que su fuerza y su reacción positiva hacia mí y mi situación, desde el primer segundo en que me vieran, serían uno de los elementos clave que me ayudarían a adaptarme y a aceptar lo que me había pasado, a dar forma y estructurar los próximos días, meses y años.

      Eso no impidió que lloraran al llegar junto a mi cama.

      —Lo siento mucho, mamá y papá —les dije, intentando ser fuerte por ellos—. He hecho algo muy estúpido.

      Mi madre respondió sin vacilar:

      —No, Henry. Ocurra lo que ocurra, lo superaremos juntos.

      Al oír esas palabras, supe que no estaba solo y que, pasara lo que pasara en los próximos días, mis padres estarían a mi lado. Es difícil explicar lo mucho que significó para mí que me dijeran aquello; comprender que no me adentraba solo en lo desconocido. Por encima de todo lo demás, que te apoyen en un momento de crisis es, sin duda, lo que te hace sentir que puedes hacer frente a cada minuto de tu futuro. Ese instante en que los oí dar voz a lo que siempre había estado ahí, pero que, en ese momento, necesitaba más que nunca, fue uno de los más importantes de mi vida.

      Hasta entonces me había sentido relativamente bien. Estaba aterrado, pero me encontraba bien físicamente. Solo había sentido dolor cuando me habían puesto el dispositivo de tracción en la cabeza, pero aunque resulte irónico en una lesión tan seria, nada más. Mi temperatura y presión arterial habían permanecido estables y, aunque seguía con las pesas sujetas a la cabeza, podía hablar. Tal vez era porque la adrenalina me había permitido seguir funcionando, pero poco después de que llegaran mis padres, mi frecuencia cardíaca y mis niveles de oxígeno descendieron rápidamente. Me hicieron otra radiografía para valorar el impacto de la tracción. Desgraciadamente, como estaba en tan buena forma gracias al rugby, tenía demasiados músculos en el cuello y, al haberme dado un golpe tan fuerte en la cabeza, se habían contraído por el golpe y el cuello no se me había movido ni un milímetro. Debido a esto y a que el latido de mi corazón se debilitaba cada vez más, me llevaron al quirófano y el cirujano me abrió la parte de delante del cuello para intentar alinear las vértebras en una operación que duró siete horas. Este procedimiento también fue infructuoso.

      Y entonces todo empeoró aún más. Cuando recobré la consciencia, enseguida supe que mi vida había cambiado de manera irreversible. Mi estado era completamente distinto al del día anterior. Tenía dos tubos grandes en la boca y la garganta. Un ventilador respiraba por mí. Me habían introducido una sonda por la nariz que me llegaba al estómago y a través del cual me daban un suplemento líquido especial, ya que durante un tiempo no podría comer o beber; además, me habían administrado antibióticos por vía intravenosa. No lo supe en ese momento, pero había contraído una infección por SARM1 y neumonía.

      Si pensaba que ya me había asustado cuando me había dado el golpe en la cabeza, estaba equivocado. Empezó a entrarme el pánico en el verdadero sentido de la palabra. El miedo y la oscuridad me consumieron. Estaba enfadado y desesperado por levantarme y marcharme. No podía mover los brazos, no podía mover las manos, y con la boca y la garganta llenas de tubos, no podía hacerme entender. Y esa frenética inquietud interna tuvo un efecto físico grave. Empecé a tener ataques de ansiedad y de pánico. Mi ritmo cardíaco descendió tan drásticamente que las pantallas no mostraban nada y marcaban cero. A lo largo de la semana, esto ocurrió siete veces, momentos en los que perdí la consciencia, las pantallas pitaron y las enfermeras acudieron a mi habitación a toda prisa. Una vez, una enfermera tuvo que actuar rápidamente y devolverme a la vida dándome un puñetazo en la garganta.

      Mi corazón se debilitaba rápidamente. Fui vagamente consciente de que me conectaban un marcapasos al corazón para regular los latidos. Me pusieron la caja cerca de la cabeza y el tictac hacía mucho ruido. Deliraba por la fiebre. Estaba enfadado y frustrado, y quería salir de mi cuerpo inútil y dejarlo en la cama.

      Los siguientes días fueron como vivir una pesadilla. Estaba muy enfermo y pospusieron todas las opciones para volver a alinearme las vértebras y evitar que el cuello me quedara dañado permanentemente, porque el riesgo de someterse a otra operación era enorme. De no ser por mis padres, me habría ido a dormir de buena gana y no me habría despertado. Pero ellos me ayudaron a resistir, se sentaron conmigo durante horas, me leyeron, me pidieron ayuda para resolver crucigramas y hablaron y hablaron, me contaron historias y me leyeron los mensajes de mis hermanos, mi familia, mis amigos y sus familias, y cualquiera que supiera lo que me había ocurrido. Establecimos un sistema para (intentar) hacerme entender: recitaban el abecedario y cuando llegaban a la letra correcta, yo hacía un ruidito. Entonces empezaban otra vez