Las pequeñas grandes cosas. Henry Fraser. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Henry Fraser
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788416788576
Скачать книгу
viviente de que la aceptación y la aspiración no son mutuamente excluyentes. ¿Cuántos de nosotros podemos decir que aceptamos la realidad de nuestras vidas y seguimos viviéndolas al máximo? Es comprensible que nos enfurezcamos con las limitaciones, pero a veces las convertimos en una excusa para no actuar, para no hacer todo lo que está en nuestras manos: por nosotros, por otros, por el mundo.

      Henry sigue siendo inteligente, talentoso y guapo, pero ahora es mucho más que eso, es excepcional: alguien verdaderamente inspirador. Es extraordinario, no por lo que le ocurrió, sino por lo que consigue hacer. Este libro es su logro más reciente, y nadie que lo conozca duda de que conseguirá muchos más. Estoy orgullosa de considerarlo un amigo.

      J. K. Rowling

      1. Un instante

      Tenía una buena vida. El primer año de bachillerato en mi nuevo colegio había sido magnífico: el rugby, la vida social, la sensación interminable de aventura, las posibilidades de vivir en Londres… Así que cuando mis nuevos amigos me propusieron ir de vacaciones después de los exámenes de verano, no dudé en aceptar. Éramos un grupo muy unido y no solo nos juntábamos en el colegio, también lo hacíamos en el campo de rugby y fuera de él, por lo que pasar una semana bajo el sol en una casa de vacaciones en Praia de Luz nos pareció una forma excelente de acabar el curso.

      Casi no llegué a tiempo. En la puerta de embarque, después de haber facturado el equipaje y pasado el control de seguridad, el empleado que comprobaba las tarjetas de embarque me dijo que no podía subir al avión porque el pasaporte estaba caducado. Descargaron la maleta y tuve que darme la vuelta, salir de la zona de embarque, con la humillación que eso suponía, y coger un tren de vuelta a Hertfordshire; pensaba que ya no iría a Portugal. En mi familia no habíamos viajado mucho al extranjero, así que a ninguno se nos había ocurrido comprobar la vigencia del pasaporte antes de que me fuera. Cuando llegué a casa, cansado y decepcionado, le dije a mi madre que lo mejor era que no fuera, porque sería un engorro conseguir que llegara a tiempo. Pero sabían lo mucho que esas vacaciones significaban para mí e hicieron lo que hace todo buen progenitor. Mi padre se tomó el día libre en el trabajo para que pudiéramos ir a Liverpool, el lugar más cercano —a más de 300 kilómetros de mi casa— para conseguir un pasaporte nuevo por la vía rápida, mientras que mi madre consiguió un billete nuevo para ir a Portugal y, sin más complicaciones, me uní a mis amigos para cenar a la noche siguiente.

      Parecía que estaba destinado a estar allí. Aunque era tímido por naturaleza y muchas veces estaba más a gusto solo, me había adaptado bien a mi nuevo instituto. Siguiendo los pasos de mi hermano Will, después de los exámenes me habían aceptado en la escuela privada Dulwich College con una beca de deporte y había jugado un año en la selección como ala y centro. La mayoría de mis amigos estaban en el equipo y significaba mucho para mí que me hubieran aceptado como parte de él, tanto dentro como fuera del campo.

      Llegar a Portugal un día más tarde no supuso mucha diferencia —aunque tuve que quedarme con un colchón que bien podría haber estado hecho de hormigón— y pronto me hice un hueco y me adapté al ritmo de las vacaciones: dormíamos hasta tarde, desayunábamos, bajábamos a la playa a lanzarnos la pelota de rugby, tomábamos el sol, nadábamos, nos relajábamos y después volvíamos a casa para cocinar juntos. Mis amigos Marcus y Hugo habían visitado ese lugar del Algarve durante años y se llevaban bien con los residentes y los visitantes asiduos que tenían nuestra edad, más o menos. Por las noches quedábamos con algunos de sus amigos para salir por Lagos y llegábamos a casa muy tarde, incluso un par de veces al amanecer. Fueron mis primeras vacaciones en el extranjero sin adultos y estaba decidido a vivir cada segundo, día y noche.

      El quinto día, igual que los anteriores, estábamos en la playa jugando un poco a fútbol y rugby. Era media tarde y la playa estaba repleta de familias; de niños que jugaban y entraban y salían corriendo en el mar. El sol era intenso y abrasador y, cuando el calor se hizo insoportable, Rory y Marcus corrieron hacia el mar para refrescarse. Yo había nadado antes y sabía lo fresca que estaba el agua. Al ver que se iban, de repente sentí la necesidad de volver a vivir ese momento en el que metía la cabeza debajo del agua y mi cuerpo se recuperaba del calor. Fui tras ellos y esquivé a los niños que construían castillos de arena en la parte húmeda y llana de la playa.

      Corrí hacia el agua hasta que me cubrió hasta la cintura y después, tal y como había hecho cientos de veces esa misma semana, me tiré de cabeza. Sin embargo, en esta ocasión, al bajar, mi cabeza chocó con el fondo del mar. Al abrir los ojos, me encontré flotando bajo la superficie del agua, boca abajo, con los brazos colgando inertes delante de mí, incapaz de mover nada por debajo del cuello. El silencio del mar taladrándome los oídos es el sonido más aterrador que he oído nunca. No podía moverme y no podía respirar y, aunque solo fue cuestión de segundos, parecía que había pasado una eternidad. Estaba asustado e indefenso. Maldije una y otra vez, desesperado por encontrar la forma de permanecer con vida y respirar. Pensé que me había llegado la hora.

      Oí que Marcus me preguntaba si estaba bien. Oí que Hugo gritaba: «Fraser, deja de hacer el tonto. Cógela» y una pelota cayó al agua. Necesitaba decirles que no estaba haciendo el tonto, así que conseguí mover la cabeza ligeramente hacia un lado —un movimiento mínimo que me salvó la vida y la cambió irreparablemente— y sacar la mitad de la boca del agua para decirles: «Ayudadme». Oí que Hugo le gritaba a Marcus y, juntos, me arrastraron por el agua hasta la orilla y me tumbaron de espaldas. Para entonces, todos mis amigos estaban junto a mí y eran incapaces de ocultar el pánico en el rostro. «Lo siento, tíos» conseguí decir, «es probable que haya arruinado las vacaciones». Antes de que dijeran nada, noté que alguien me sujetaba la cabeza y me pedía que no me moviera. Dos chicos ingleses, casualmente dos ex-entrenadores de rugby, habían visto como me arrastraban fuera del agua y se habían acercado a ayudar. Me levantaron, me colocaron con mucho cuidado sobre una tabla de bodyboard y me taparon con toallas para que dejara de temblar por el frío. Stuart, que se presentó mientras me sujetaba la cabeza, me dijo con voz tranquila y firme que no me dejara llevar por el pánico, que probablemente se trataba solo de un nervio comprimido y que la ambulancia estaba de camino. Me preguntó si podía mover la mano derecha y comprobé que podía. Más adelante me dijeron que había sido un movimiento totalmente involuntario, causado por los espasmos del cuerpo.

      Lo raro fue que al principio no me entró el pánico y sentí como si todo ocurriera a cámara lenta. Todavía oía el mar, oía que los niños chapoteaban y reían, seguía sintiendo el sol en la cara. Pero a medida que pasaban los minutos y seguía sin sentir nada o sin poder mover ni un músculo, me venció el pánico. Tuve una visión paralela de mí mismo en que me levantaba y seguía con mi vida, mientras que al mismo tiempo me quedaba paralizado al comprender que ocurría algo muy, muy malo.

      Entonces todo empezó a moverse rápidamente. Llegaron los paramédicos, me inmovilizaron el cuello, me subieron a una camilla y me llevaron a otra zona de la playa en la que esperaba un helicóptero para llevarme al hospital. Mis amigos corrieron junto a mí y pregunté si Marcus podía acompañarme, pero los paramédicos dijeron que no. En ese momento, empecé a ponerme histérico y grité, todavía no me sentía paralizado por el trauma, y si no hubiera sido por la paramédica que me dio la mano y me habló en todo momento —en un inglés chapurreado suave y amable— el viaje habría sido muchísimo peor. Me dijo que lo estaba haciendo muy bien, que respiraba con normalidad y que me llevaban al mejor hospital de Lisboa en el que me visitarían los mejores doctores y que, pasara lo que pasara, todo iba a ir bien. Aprendí que la bondad de los desconocidos es algo maravilloso.

      Tal y como se ve en las series de hospitales que se emiten en televisión, me empujaron en una camilla por las puertas de urgencias, donde me esperaba el personal médico. La paramédica se despidió de mí y me deseó suerte y, cuando se fue, tuve la aplastante sensación de que nadie sabía dónde estaba. Necesitaba a mis padres más que nunca. Había muchas conversaciones a mi alrededor que era incapaz de comprender y pregunté si podía utilizar el teléfono para llamar a mis padres. Pero no había tiempo. Tenían que hacerme una radiografía inmediatamente. Fue cuestión de minutos y creo que desconecté mentalmente un momento, porque lo siguiente