Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ). Allegra Álos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Allegra Álos
Издательство: Bookwire
Серия: HQÑ
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788413485027
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de viaje ni siquiera había tenido claro adónde iba. Me limité a cerrar la puerta sin mirar atrás y sin echar la llave, como si huyera de una guerra en ciernes. No recordaba sino imágenes aisladas de todo el proceso: yo llamando al ascensor, alquilando un coche pequeño en una agencia cercana a casa, conduciendo en mitad de un temporal, parando en un bar de carretera para tomar un café hirviendo. Y sin embargo me parecía que habían pasado siglos y que yo acababa de despertar en un castillo encantado en el que el hechizo había fallado dejándome despierta en un mundo dormido.

      Cerré los ojos para contener las lágrimas: si no lo piensas, me repetía como un mantra, no ha pasado; si no lo dices, no ha pasado; si no lo sientes, no ha pasado. Pero había pasado. Cuando salí del despacho de Solí, Jon parecía el único superviviente de una batalla que fuera a comunicar la derrota a su señor. Tenía la cara desencajada y cerraba y abría los puños compulsivamente, como si necesitara pegar a alguien. Me miró de frente, movió la cabeza de un lado a otro y supe que Jairo había muerto. Hubiera deseado taparme los ojos y los oídos, esconderme para siempre bajo aquella misma mesa y no querer saberlo, que todo volviera a ser igual, pero el conocimiento nunca tiene marcha atrás y el dolor que me traspasó fue tan agudo, tan crudo, como si me clavaran agujas en el corazón.

      Jon me abrazó torpemente mientras yo me dejaba hacer, boqueando como un pez fuera del agua. No podía llorar, no sentía ni los brazos de Jon. Mi alma parecía haber huido de mi cuerpo.

      –Lo siento mucho, Lucía –dijo Jon–. Sé que estuvisteis muy unidos. Él siempre hablaba de ti.

      Apenas escuchaba sus palabras, el relato entrecortado de sus últimas horas. Lo más sorprendente, pensaba, era no haberlo sabido, ni siquiera intuido. Siempre pensé que el vínculo con Jairo me haría presentir su muerte como un vacío en el corazón entre dos pulsaciones arrítmicas, un estremecimiento en mis recuerdos, un silencio en mi cabeza como la retirada del mar antes de un tsunami; siempre pensé que de alguna manera Dios me dejaría patente que no había aceptado el trato. Pero nada de eso había pasado.

      Cuando Jon se fue, cediendo a una pulsión indescifrable y a la necesidad de un momento de soledad, me refugié en el despacho de Navea aprovechando que Marta había salido. No quería que nadie viniera a ofrecerme condolencias, ni a mostrar un interés que no sería sino curiosidad morbosa. Se había retirado piadosamente el cartel de la puerta con el nombre de Emma, pero dentro estaban todas sus cosas y todavía flotaba, insidioso y cruel, mucho después de que su cuerpo ya ni siquiera existiera, el persistente y dulce aroma de su perfume afrutado. Allí habían encontrado los cuerpos de Emma y Sonia, tras la puerta cerrada que no me había atrevido a franquear aquel día, como si un sexto sentido me hubiera avisado de que ya nada podría hacer tras aquella puerta. Al contrario que Jairo, la autopsia confirmó que Emma y Sonia habían muerto en el acto de sendos disparos en la cabeza, como en una ejecución. Una vez que las balas salieron de la pistola, nadie hubiera podido hacer nada para salvar sus vidas.

      Me quedé apoyada contra la puerta un buen rato, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada.

      –Lo siento de verás, Emma –musité–. Siento mucho que Sonia y tú murierais.

      Cuando salí de aquel despacho sabía que tenía que hacer caso a Solí y marcharme, pero antes de irme cometí un error imperdonable: cogí algo que no me pertenecería nunca y algo que todavía no me pertenecía.

      He vuelto al pueblo, pensé perpleja. He vuelto para llorar su muerte al sitio que Jairo más detestaba en el mundo. Qué irónico. Pero yo sabía, sentía, que no podía hacerlo en ningún otro sitio y tampoco habría sido apropiado acudir al tanatorio o a su incineración. Era como si su muerte me desconectara del mundo igual que sus padres le habían desconectado a él de la vida en la Unidad de Cuidados Intensivos cuando los médicos les dijeron que no había nada qué hacer. ¿Qué padres no habrían esperado más para alimentar su esperanza y la mía? Los padres de Jairo, claro. Empecé a reír mientras las lágrimas me rodaban por la cara. Me las sacudí de un manotazo.

      La fortaleza que me había creado alrededor para frenar el ataque de los recuerdos insidiosos empezó a desmoronarse por flancos hasta entonces seguros y descubrí que estaba muy enfadada con el universo: ¿para esto había yo sacrificado mi carrera? ¿Para esto había disparado a un tipo a bocajarro? ¿Para que luego los padres de Jairo decidieran que había llegado el momento de desenchufar a su hijo porque sus posibilidades de sobrevivir eran inexistentes? Era una frivolidad, una injusticia, y yo no podía hacer nada, ni retroceder en el tiempo para evitar toda aquella sarta de despropósitos, ni tomar otras decisiones que nos condujeran a Jairo y a mí a un futuro diferente, uno en el que no tuviera que disparar a nadie o en el que aquel gesto desesperado hubiera servido para algo. Lo único que había podido hacer, y todavía no tenía claro por qué, era huir a aquel puñetero pueblo que llevaba sin pisar años, y de pronto hasta eso me pareció una estupidez. ¿Qué hacía yo allí? Lo más sensato, me dije, sería volver por donde había venido, regresar a casa, digerir lo ocurrido y reconducir mi vida, que falta me hacía. Para ello Solí me había abierto una puerta y sería inútil no cruzarla para quedarme mirando atrás. Fui a coger las llaves del coche y el abrigo para volver a casa.

      –Quédate donde estás o te descerrajo un tiro.

      El corazón se me paralizó antes de empezar a latir con tanta fuerza que pensé que me iba a dar un ataque. Subí las manos lentamente, alejándome un paso de la ventana a través de la cual un momento antes había estado contemplando los recuerdos de mi infancia. Comprendí que, vestida de oscuro, en la habitación apenas iluminada por la fría luz invernal y el gorro de lana negra con el que había dormido, era fácil confundirme con un ladrón.

      –Voy a volverme –dije con lentitud–. Por favor, Mali, no dispares.

      Cuando me di la vuelta miré fijamente a quien había sido mi mejor amiga de la infancia, plantada en mitad de la sala del comedor con la escopeta de caza Franchi de su padre firmemente asida y apoyada en su hombro. Cuando vi que aflojaba la tensión sobre la culata, me quité el gorro con esmerada morosidad y dejé que el pelo me cayera sobre los hombros mientras mantenía la mirada de sus ojos negros amarrada a los míos. Amalia no había cambiado desde la adolescencia, y deseé que a sus ojos el tiempo hubiera sido tan misericordioso conmigo. Llevaba años sin verla.

      Comprobé con alivio que finalmente Amalia bajaba la escopeta y la dejaba sobre la chimenea con movimientos lentos y comedidos. Llevaba una parca de cazador verde oscuro, grande para su menuda figura, y un gorro también verde del que pendían dos coletas de rizado pelo rubio. Se había calzado unas botas de agua que le llegaban casi hasta las rodillas, y que se veían brillantes a la luz de la linterna que portaba, con trozos de nieve aún viva derritiéndose sobre el plástico y dejando charcos en el suelo. No hizo ningún ademán de acercarse a mí. Por el contrario, mi amiga imprescindible de otro tiempo se alejó con ostentosa hostilidad y se metió las manos cruzadas sobre el pecho bajo las axilas. Estaba claro que no pensaba ni ofrecerme la mano. Ni hablar de intentar dos besos.

      –Vaya –dijo únicamente–. La hija pródiga. Pensé que eras un ladrón. Ha habido algunos allanamientos por la zona, ¿sabes? Y ya te digo que no es buena idea que vayas colándote por las casas, aunque sea la tuya. Ni que pasees por el pueblo, ya puestos.

      –Lo siento. Debería haber llamado… –La voz se me estranguló en la garganta.

      El padre de Amalia había muerto hacía dos años y yo ni siquiera había ido personalmente a expresar mis condolencias. Me había limitado a llamar una vez por teléfono, una conversación breve que se ahogó en silencios incómodos. Podía recordar a Miguel enseñándonos a coger moras sin pincharnos y a distinguir las setas buenas de las malas. Lamenté mucho su muerte, pero ni siquiera por esas había ido a ver a Amalia, convencida de que el tiempo había echado sobre nuestra amistad una capa de tierra inamovible que la había fosilizado para siempre, como un mosquito atrapado en una gota de ámbar.

      –Sí, deberías haber llamado –dijo Amalia, aunque su expresión no dejó traslucir si aquellas palabras tenían el hiriente trasfondo que yo en mi culpabilidad las atribuía–. ¿Qué haces aquí? La casa está helada. Ni siquiera has encendido la estufa y afuera estamos en mitad