–Hace tres años estuvimos incomunicados por culpa de la nieve –repuso Amalia encogiéndose de hombros–. Ni siquiera el tío Rómulo recordaba haber visto nada igual, y eso que tiene ya noventa años. No podíamos entrar ni salir del pueblo y tuvieron que abastecernos por helicóptero con víveres y medicinas, así que más vale que sobre.
–Lo del helicóptero debió de encantarles.
–No sabes cuánto. Era un helicóptero militar lleno de hombretones. Creo que fue el momento cumbre de algunas de nuestras amadas vecinas, aunque se dejaran el dedo santiguándose.
De vuelta a casa Amalia me ayudó a entrar un par de bolsas de la compra, las menos pesadas, y luego se dedicó a guardar la comida en los armarios de la cocina y en la nevera mientras yo metía el resto. Pero no quiso quedarse a tomar un café.
–Tal vez luego me pase. Alberto vendrá a comer y tengo millones de cosas que hacer y un montón de gestiones que despachar. Ser alcaldesa de un pueblo de cincuenta y dos almas y ahora cincuenta y tres da mucho trabajo.
–¿Solo hay cincuenta y dos vecinos? –pregunté estupefacta. Aún recordaba los tiempos de gloria, con el frontón a rebosar de gente bailando con una orquesta encima de un remolque.
–En invierno hay menos gente; tienen miedo de quedarse incomunicados con sus achaques y prefieren irse con los hijos estos meses de frío. Y por cierto –añadió bajando la ventanilla del coche ya arrancado–, no te olvides de ir a por leña para la chimenea antes de acostarte. No querrás levantarte con el pompis helado.
Me preparé algo de comer y pasé el resto de la tarde mirando el crepitar del fuego a través de la ventana de la estufa de hierro forjado, pensando en la última vez que había hablado con Emma. Fue una semana antes de su muerte. Iba hacia su despacho cargada de carpetas y al pasar junto a mi cubículo dudó, bordeó la mampara y se sentó frente a mi mesa. Yo dejé de teclear las conclusiones de un informe sobre una investigación en la que había estado trabajando y pregunté si necesitaba algo. Recordaba su traje de color crema y la camisa burdeos que llevaba aquel día. Me pareció entonces que Emma estaba preocupada y predispuesta a hablar conmigo de sus preocupaciones, pero al final hablamos de aquel informe de rutina que no era gran cosa. Cuando se levantó para irse, Emma dudó otra vez mientras sus dedos largos y ribeteados con una manicura perfecta jugueteaban con el colgante en forma de trébol que siempre llevaba al cuello. Pero tampoco se decidió a hablar.
Me estiré en el sofá y me cubrí con la manta que había tejido mi abuela con restos de lana de todos los colores. Era horrible, pero me resultaba entrañable. ¿Y si la muerte de Emma tenía algo que ver con lo que la preocupaba? ¿Habría cambiado algo el hecho de que hubiera compartido conmigo sus preocupaciones? Los días siguientes me pareció que seguía mirándome subrepticiamente cada vez que pasaba junto a mi mesa, como si estuviera valorando alguna cuestión que no era capaz de clarificar por sí misma, pero sin atreverse a dar el paso definitivo. A lo mejor solo me estaba evaluando para proponerme como su sustituta, como había dicho Solí, pero cuanto más lo pensaba más convencida estaba de que algo estaba carcomiendo a Emma. La única opción válida era que al final hubiera acabado contándoselo a Jairo.
La tarde se había diluido muy deprisa y recordé la recomendación de Amalia sobre la leña. Aún quedaban un par de buenos troncos en el cesto, pero era preferible no arriesgarse. Y aunque no me entusiasmaba la idea de salir y mucho menos la de entrar en el garaje, tampoco quería tener que ir a por leña entre tinieblas. Había empezado a nevar otra vez y, lejos de amainar, la tormenta era ahora un torbellino de furiosos copos blancos suspendidos en una claridad hiriente.
Me puse el anorak y crucé apresuradamente el patio para llegar al garaje que hacía las veces de leñera. El olor enrarecido a trastos viejos y a polvo en eterna suspensión, y el silencio que reinaba en la oscuridad de los rincones me provocaban escalofríos desde niña. Los descendientes de los ratones de aquel tiempo, sin gatos que los acecharan, seguirían campando entre los muebles Cogí deprisa tres troncos de tamaño medio y cuando iba a salir me detuve en seco. En el patio había alguien. Estaba junto a la casa, contemplando inmóvil las ramas desnudas de un viejo lilo que mi padre había plantado para mi madre. Apenas distinguía su figura encapuchada. Recordé que Amalia había sacado su coche del patio tras descargar la compra y que yo había cerrado los portones tras su marcha, pero no había echado el cerrojo de la puerta lateral para las personas. Estúpida.
Amalia me había comentado que durante el otoño, cuando muchas casas estaban ya vacías tras las vacaciones, había habido algunos allanamientos en los pueblos que conformaban la mancomunidad. La guardia civil había recibido varios avisos sobre luces que se encendían intempestivamente en casas vacías, intentos de forzar ventanas y puertas y, en ocasiones, la desaparición de algunos objetos de dudoso valor y el desvalijamiento del mueble bar, básicamente. Pero los abuelos estaban inquietos y la centralita de la comandancia ardía cada vez que un coche desconocido se adentraba en el pueblo y circulaba entre las casas cerradas a cal y canto, con ojos espiando entre las cortinas y llamadas telefónicas de aviso que recorrían el pueblo de cabo a rabo como la mecha de un cartucho de dinamita.
Dejé en el suelo los troncos más gruesos y me quedé con el más manejable. No sé en qué estaría pensando, ¿después de matar a un tío a tiros me iba a poner a sacudir a otro con un leño? Es que no había por dónde cogerme, pero en aquel momento lo único que quería era sacar al encapuchado de mi casa y echar el puñetero cerrojo. No iba a servir de mucho que gritara porque no tenía vecinos en ninguna de las casas colindantes y tampoco había cogido el móvil al salir. Me reprendí por tantos despistes seguidos, pero ya no había remedio. El tipo seguía allí plantado contemplando un lilo pelado y sin hacer amago de desvalijar la casa, anochecía con rapidez y yo me estaba quedando entumecida. No veía la forma de regresar a la casa sin que me viera, pero tal vez pudiera llegar hasta el portón y escabullirme por la misma puerta que él había usado para entrar. Lo que estaba claro es que no podía quedarme mucho tiempo allí.
Abrí la puerta lo justo y me deslicé afuera con la esperanza de alcanzar mi objetivo antes de que el hombre se volviera y me interceptara. No había dado ni tres pasos cuando el tipo se revolvió raudo como un latigazo y antes de que me diera cuenta estaba otra vez encañonada. Aquello empezaba a ser una costumbre desagradable.
–Suéltelo –dijo el hombre señalando el tronco.
Obedecí mientras me agachaba lentamente para dejar el madero en el suelo, sin perder el contacto visual, al tiempo que el hombre separaba las manos en gesto conciliador, hasta que la pistola dejó de apuntarme. Aun así no la guardó. Un chico precavido.
–Es usted difícil de encontrar, señorita Íscar.
–Depende de quién me esté buscando.
Mi voz sonó más seca de lo que pretendía, pero todavía tenía el susto en el cuerpo y estaba muy cabreada.
–Soy Martín Larraz. El inspector Martín Larraz. De Régimen Disciplinario.
Estuve a punto de decir que ya sabía quién era. Como para olvidarlo. Pero una prudencia atávica de supervivencia hizo que me mordiera la lengua a tiempo. Larraz sacó al vuelo una identificación de piel de su enorme abrigo y la hizo oscilar ante mí, aunque apenas presté atención. La nieve seguía cayendo, cada vez más virulenta, sus pestañas estaban salpicadas de diminutos puntos blancos y la visión del reflejo dorado de la placa fue como un puñetazo doloroso en mi memoria. Aparté la vista como un ciervo deslumbrado por un faro.
–¿En qué puedo ayudarle? - pregunté, distante.
La voz me salió tan helada como la nieve que seguía cuajando entre nosotros, pero sentía el corazón golpeando mi caja torácica con un repiqueteo atronador. Larraz me miraba como un lobo a un conejo, con el mismo escrutinio desapasionado de los que siempre tienen la fuerza de su lado.
–Lamento presentarme así. He llamado a la puerta principal