–Jairo ha muerto.
Y fue verbalizar un hecho tan simple con unas palabras tan simples que sentí que las piernas se me aflojaban y que el corazón se me expandía y el cuerpo se me sacudía en espasmos temblorosos.
Amalia se acercó hasta mí y me obligó a sentarme junto a ella en el sofá. Apoyé la cabeza sobre su hombro y me dejé arrastrar hacia aquel territorio conocido y acogedor, delimitado por las fronteras de los recuerdos compartidos, las fiestas del pueblo, los primeros cigarrillos a escondidas, las melopeas con cerveza Mahou en la plaza mientras nuestros padres nos hacían jugando a la comba, y las botellas de licores fuertes que escondíamos entre los escombros de una obra para hacer combinados exóticos que nos tomábamos calentorros porque no teníamos hielo y no nos atrevíamos a comprar en la gasolinera. Todo aquello volvió de pronto y me reconfortó como nada podía hacerlo ya.
–Lo siento mucho, cariño –susurró–. No sabía que seguías viéndole.
El cuerpo de Amalia me devolvió la memoria de una juventud que había pasado demasiado rápido y había terminado el día en que Jairo se convirtió en la piedra angular de mi existencia. Durante las vacaciones no dejaba de hablar de él mientras paseábamos por los montes devorando bolsas ingentes de pipas que nos dejaban la boca áspera y blanquecina y una sed que saciábamos en manantiales que nunca nos enfermaban. Fue Amalia la primera que supo cómo nos habíamos besado la noche en la que yo celebraba mi cumpleaños y el eje del mundo pareció deslizarse de su órbita para volcarme en sus brazos en el momento en que nos despedíamos en el portal de mi casa, al filo de la madrugada. Estuve castigada dos semanas sin salir, pero mereció la pena dejar que Jairo me rondara toda la noche para acabar enrollándonos, porque desde entonces nada fue igual.
Amalia me acunó en sus escuálidos brazos hasta que dejé de llorar. Desde que Jairo y yo nos separamos había estado tan ocupada lamiendo mis heridas que ni siquiera había pensado en Amalia, y ahora me sentía avergonzada por su generosidad. Me separé de ella torpemente mientras me enjugaba las lágrimas; sentía los ojos irritados y el rostro abotagado, y apenas distinguía las lágrimas de los mocos. Acepté agradecida un pañuelo de papel que Amalia me tendió y la vi dirigirse a la chimenea, meter la cabeza entre el hueco de la estufa y examinar con ojo experto su estado, dándome tiempo para recomponerme.
–Creo que el tiro estará un poco atascado, Lucía. Vendré luego y lo arreglaré, buscaremos leña y acondicionaremos esto para que estés cómoda. También habrá que hacer compra. –Por algún motivo Amalia había decidido que yo necesitaba un buen tiempo en aquella casa y, sin yo habérmelo ni siquiera propuesto de forma consciente, mi amiga acababa de hacer planes para una temporada de reposo y reflexión que incluiría, como poco, las dos semanas de vacaciones graciosamente concedidas por Solí. Y descubrí que no tenía fuerzas para oponerme–. Pero de momento te vienes conmigo a casa, a desayunar bien y a tomarnos un café bien cargado tranquilamente. Vamos.
Amalia se levantó y se echó la escopeta al hombro con un golpe seco y preciso que la devolvió en mis recuerdos a los quince años, cuando ambas habíamos aprendido a dispararla, y me precedió mientras salíamos de la casa al aire frío de una mañana de invierno en la que los campos aparecían cubiertos de una gruesa capa de nieve.
–No ha habido muchos cambios por aquí. Camina rápido y pegada a la pared, cariño. O el viento te arrastrará como una pluma.
–¿Cómo está Marcos? –pregunté mientras me abrochaba el abrigo. Debíamos de estar a varios grados bajo cero, pero con el viento la sensación térmica era más baja.
–Marcos ya no está –dijo simplemente mientras cerraba la puerta y comenzaba a caminar dando por sentado que la seguiría–. Igual sí que ha habido algunos cambios.
–Dios mío, ¿no habrá…?
Me pregunté hasta qué punto había estado desconectada si no sabía que mi amiga había enviudado, o por qué mis padres no se habían molestado en comentarlo en una de nuestras interminables y silenciosas comidas familiares. “Oye, cariño, ¿te acuerdas de Marcos, el marido de tu amiga Amalia? Pues la ha palmado en un accidente de tráfico o le han pegado un tiro en una cacería de jabalíes”.
–Oh, no, sigue vivito y coleando, seguramente pasándole la clamidia a otra imbécil. Un poco más de rapidez cariño, que está empezando a animarse otra vez.
Nuestro hálito helado dibujó espirales de escarcha en el aire mientras caminábamos en silencio, resollando por el frío, Amalia unos pasos por delante, yo siguiéndola como una perro rescatado en una gasolinera, perdida hasta que alguien me puso un collar al cuello y me obligó a seguir sus pasos. Era cierto que los copos de nieve caían ahora más rápidamente, creando una cortina blanca delante de mis ojos y enredándose en mis pestañas.
–Me gusta tu nuevo corte de pelo –dijo al fin Amalia cuando cruzamos la cancela de su casa, dejando atrás la hostilidad de una calle desierta donde las furias parecían haberse puesto de acuerdo para desatar una tormenta épica–. Pareces más joven. Por cierto, ahora está Alberto. Creo que te gustará más.
Capítulo IV
Intruso
Aquel día lo pasé en casa de Amalia. Tras el desayuno vino la comida y, por primera vez en mucho tiempo, fue en una mesa bien puesta, con cubiertos en condiciones y hasta mantel. Después de devorar el primer plato, el segundo, el postre y dos tazas de café, igual que un vikingo en una incursión por la costa y casi con los mismos modales, dormité frente al televisor junto a Amalia mientras Alberto volvía al trabajo. Fue como un bálsamo antiguo sobre heridas tiernas, una sensación de pertenencia a un lugar y a un tiempo, como si volviera a conectar los cables de mi cabeza que habían dejado de funcionar.
–¿Qué pasó? –pregunté al fin mientras la perra mestiza que había aparecido un día en su puerta para quedarse se acurrucaba en el sofá entre nosotras. Amalia era así, incapaz de dejar a ningún ser vivo abandonado a su suerte.
Alberto me había gustado. Era como John Wayne en El hombre tranquilo, no como el fanfarrón de Marcos. La casa también había cambiado. Se habían acabado las ñoñerías de porcelana, los muebles rococó y los tapizados de flores que yo había conocido. Flotaba en el ambiente una madurez sobria y contenida pero acogedora. Acaricié la cabeza caliente de la perra y me arrebujé un poco más en la manta que compartíamos frente a la chimenea de hierro forjado que ocupaba la pared frontal. El fuego chisporroteaba alegremente haciendo chasquidos y el olor a madera quemada, a casa de pueblo, me sentaba igual de bien que la comida caliente.
Amalia tardó tanto tiempo en contestar que pensé que yo había perdido el derecho a preguntar. Pero al final sonrió con un amplio suspiro y su sonrisa dibujó dos hoyuelos coquetos en su cara redonda, tersa y sonrosada como cuando tenía quince años. Tenía los ojos de un cálido chocolate en contraste con los rizos rubios y revoltosos que flotaban alrededor de su cabeza como la aureola de una virgen renacentista. Siempre fue la más guapa del grupo.
–Bueno –dijo al fin–, digamos que una sabe reconocer un error antes de que el error la devore. Nada personal, cariño –añadió como si se disculpara por sus palabras, aunque yo no me había dado por aludida–. Pero Marcos y yo nos conocimos jóvenes y no evolucionamos en la misma dirección. Digamos que él evolucionó hacia los bares de carretera y yo quería tener hijos. Tras la segunda venérea me planté y le eché de casa.
–Nunca lo hubiera imaginado –dije sin poder dar crédito.
Marcos no había sido santo de mi devoción. Era chulo y temerario, le gustaba correr en la carretera, estar de fiesta hasta la madrugada y trabajar lo justo. Siempre estaba dispuesto a una buena comida, era el alma de las fiestas del pueblo, bebía como si no hubiera un mañana y yo creía que quería a Amalia por encima de todo. Siempre intuí que a los padres de Amalia no les había