Probé el café, y el aroma exótico y dulce se deslizó por mi lengua y por mi olfato simultáneamente, arrancándome un reflejo de placer en el paladar.
–Canela –dijo Larraz como si me leyera el pensamiento y anticipándose a la pregunta que ni siquiera había formulado–. Siempre pongo canela en el café, aunque me ha costado encontrarla en su cocina.
–Es delicioso –reconocí, agradecida por la taza de café y por el calor que imperaba en la cocina gracias a la estufa del salón.
La casa había mantenido la estructura original de la zona, una gran sala central presidida por una chimenea de piedra negra donde se encontraba encastrada la estufa y que era el corazón de la casa. El salón estaba separado de la cocina por una barra americana que hacía las veces de mesa, una concesión a la modernidad que permitía disfrutar de un espacio diáfano y acogedor. Había tres habitaciones, dos de ellas daban al salón, la tercera, en la que yo dormía, estaba al otro lado de la chimenea, junto al baño y frente a la puerta principal, una concesión a la independencia que me vino muy bien en las largas noches de juerga en las que no me interesaba que nadie se enterara de la hora de regreso. Con aquella estructura abierta todas las estancias podían caldearse al mismo tiempo e incluso con una climatología como la que teníamos encima y con la casa largamente deshabitada, yo confiaba en que pudiéramos sobrevivir a la tempestad aunque tuviéramos que quemar todos los trastos viejos del garaje.
–Te agradezco una vez más que me dejes quedarme en tu casa dadas las circunstancias.
–Dadas las circunstancias, creo que tenía pocas opciones. –Sonreí para restar a mis palabras cualquier poso de incomodidad que pudieran traslucir, pero era evidente que su presencia resultaba un trastorno, al igual que aquel inesperado derrumbe que nos había dejado incomunicados y aquella tormenta de nieve inmisericorde–. Además, no hay forma humana de enfrentarse a Amalia. Lo sé por experiencia.
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