–Yo tampoco lo hubiera imaginado. Tampoco lo vi, que es lo peor. Al final él estaba siempre por ahí, con sus historias y sus guarrerías, y yo en casa sola. Fue curioso: la gente que me quería mucho no se atrevía a decirme nada por miedo a herirme y a la que no le importaba un pepino tampoco me lo decía porque así era más divertido. Total, que todos callaban y yo me mentía a mí misma mientras me pasaba la vida en el ginecólogo, que también se callaba y se limitaba a atiborrarme a antibióticos. Pero tía, una vez que lo admití no tenía sentido. Conocí a Alberto ocho meses después de que Marcos se fuera y vive aquí desde el mismo momento en que firmé los papeles del divorcio. No quiso venir antes por no dar qué hablar, pero a mí ya me daba igual lo que hablaran los que antes habían callado. Nos va bien.
Cerré los ojos adormecida y Amalia se sumergió también en sus pensamientos. Dos náufragas en un sofá frente a una chimenea. Con una perra adoptada llamada Megan, mucho que contar y más que callar.
–Y ahora creo que ya puedes contarme qué te pasó a ti. O a Jairo si lo prefieres –dijo al cabo de un rato–. ¿Cómo murió? ¿Estabais juntos de nuevo?
–No. Nada de eso. Fue todo un cúmulo de casualidades que volviéramos a encontrarnos y que yo estuviera allí cuando…
La voz se me quebró en la garganta y tragué saliva para desatar el nudo que parecía vivir en mis amígdalas. Pero Amalia, sin instarme a seguir, tampoco me instó a parar. Sentí que en cierto modo se lo debía, aunque decidí que era mejor guardarme algunas cosas. No había necesidad de contar que, según se mirara o se desarrollaran los acontecimientos, yo podría ser una asesina o una heroína. Cuando pensaba en ello la diminuta cicatriz de mi mano volvía a escocer como en el momento en el que el metal hendió la carne.
–Atracaron la oficina y hubo dos muertos, mi jefa de departamento y una compañera. Jairo intentó detener el ataque y también le dispararon, aunque no murió en el acto. Estuvo en coma inducido bastante tiempo, pero su cerebro se llenó de sangre y al final murió.
Amalia abrió los ojos, horrorizada.
–Santo Dios, ¿esa era tu oficina? Alberto me contó que lo había leído en el periódico. No podía imaginar… Era una empresa de seguros, se especuló con un robo que salió mal.
–Si fue por eso no imagino qué podían buscar. Allí no había mucho que robar y tampoco somos tan interesantes…
Callé pensativa. El grueso de nuestras investigaciones era por fraude en accidentes de tráfico. Económicamente no eran muy cuantiosos, pero sí los más abundantes, casi el 80% de todos los intentos de estafa. Como el conocido “cuponazo cervical”, que constituía hasta el 40% de los casos, según me había contado Emma en una ocasión. A Emma le encantaban las cifras y su conversación siempre estaba perlada de números y estadísticas extravagantes. Una vez me contó que había expertos en localizar a potenciales víctimas necesitadas de dinero para simular los accidentes y fingir más pupa de la que habían sufrido a la hora de cobrar el seguro. Madres solteras, parados al límite, jóvenes con ganas de sacar dinero fácil, una masa gestionada por gente poco recomendable, pero ¿un asalto a una compañía de seguros a primera hora de la mañana? ¿Dos mujeres muertas? Era un gesto desesperado o estúpido, muy alejado de aquellas estafas de medio pelo por mucho que supusieran un quebradero de cabeza para las aseguradoras.
–¿Entonces qué? ¿Se equivocaron de planta o algo así? –preguntó Amalia–. Aunque como robo ya fue una chapuza total.
No era la primera vez que reflexionaba también sobre aquel extremo. El edificio donde se ubicaba Swiss&Co tenía diez plantas y nosotros ocupábamos las tres últimas. Muchas de las empresas que se anunciaban en el panel de entrada ni siquiera sabía a qué se dedicaban; siempre había supuesto que eran financieras o agencias de bolsa, gente que trabajaba con más dinero virtual que real. Había una agencia de publicidad con un llamativo logotipo verde y azul, un despacho legal con el que habíamos realizado alguna colaboración, aunque estaba especializado en casos penales más bien controvertidos y muy mediáticos, y también una escuela de gemología. Dado que yo pertenecía al comité de seguridad del edificio para casos de emergencia y evacuación, había asistido a varias reuniones con otros tantos representantes de aquellas empresas, pero con algunos no había cruzado ni dos palabras aparte de lo imprescindible, que por su parte no incluía ni dar los buenos días. Lástima que no hubiéramos tenido un incendio en lugar de un ataque armado. No estábamos preparados para asaltos.
–La verdad es que no tengo claro lo que pasó, pero me cuesta creer la versión del robo. Tampoco me cuadra un ataque personal en algo tan… improvisado. Sí, esa es la palabra. Improvisado. Supongo que la policía seguirá investigando. –Por alguna razón el destello fugaz de una figura solitaria en mitad del caos cruzó por mi mente como un rayo provocándome un escalofrío–. No hay mucho más que contar. Cuando Jairo murió me vine aquí.
–¿Por qué? –preguntó a bocajarro–. Llevabas años sin venir.
–Estás muy preguntona –objeté, a sabiendas de que estaba en su derecho.
Amalia se encogió de hombros.
–Creía que estábamos de confidencias. Yo te he contado mi gonorrea.
Me reí. Sin duda era una buena pregunta. La muerte de Jairo no había sido sino el detonante de una situación que se venía fraguando largamente, el punto de inflexión de una caída en picado. Todo estaba cambiando muy rápidamente y su muerte me dejaba en una situación delicada ahora que yo era el único testigo vivo. Había huido porque tenía miedo. No podía ir al entierro de Jairo, no quería estar en casa y me habían sacado del trabajo literalmente. No tenía adónde ir.
–Mi jefe me dio vacaciones –contesté al fin, como mal menor–. Me ofreció el puesto de mi jefa y pensó que me vendrían bien unos días para pensarlo. Me dijo que no tenía que sentirme culpable por su muerte.
Amalia suspiró.
–¿Por qué deberías sentirte culpable? No fue culpa tuya. Y alguien ocupará ese puesto más tarde o más temprano. Mejor tú que otro, ¿no?
Amalia era capaz de sintetizar el mundo en frases comprensibles. No era culpa mía, no hubiera podido salvarlas y si yo rechazaba el puesto por tener demasiados escrúpulos sabía que ni Molina ni Noelia, ni cualquier otra persona, los tendrían. Aun así me dolía. Todas las muertes parecían pesar sobre mis espaldas.
–Es una buena oportunidad –concluyó Amalia desperezándose en el sofá–. No hay mucho que pensar, ¿no crees? Hace años ni te hubieras planteado rechazarlo.
–Hace años fue hace mucho tiempo.
–No has contestado a mi pregunta.
Megan se estiró también a la par que su dueña y se deslizó hacia el suelo. Se tiró un pedo horrible y luego se alejó con la dignidad de la emperatriz Victoria Eugenia. Amalia y yo nos reímos hasta que se nos saltaron las lágrimas. Sentí que volvía a tener a tener veinte años y fue liberador. Nunca un pedo dio tanto de sí.
–Fui feliz aquí. Creo que no quería estar en otro sitio.
–Puedes quedarte el tiempo que quieras, Lucía –dijo al fin.
Y nos quedamos adormecidas viendo a Richard Gere enamorándose de una pizpireta prostituta y convirtiendo su vida en un cuento de hadas sin gonorrea. Qué idiotez.
Aunque Amalia me había ofrecido su cuarto de invitados por tiempo indefinido, me apetecía quedarme en la casa de mi abuela. Había mucho que hacer allí y así tendría la mente y las manos ocupadas en algo productivo. Alberto y Amalia me ayudaron con el tiro de la chimenea hasta conseguir el alegre parpadeo de un fuego en la estufa de pellet. Retiramos las sábanas de los muebles, limpiamos con energía y dejamos preparada la nevera para hacer compra en la primera tregua de la tormenta. El supermercado estaba en el pueblo de al lado, a unos veinte kilómetros por la nueva autovía. Fuimos en el todoterreno de Amalia y cuando me quejé de la ingente cantidad de comida que pasaba por la cinta transportadora