Este esquema, según el cual Almanzor no profana el sepulcro por un rayo divino, no fue seguido por la mayoría de historias generales de España. Mariana, por ejemplo, dice que no se sabe la razón de que Almanzor no lo mancillase. Juan de Ferreras cree la versión de las crónicas: «Queriendo pasar á profanar el sepulcro de el Santo Apostol, salió de él un desusado resplandor que le llenó de horror y miedo»[21]. En el texto de Modesto Lafuente observamos que el lugar del rayo enviado por Dios lo ocupa ahora un eclesiástico que se encontraba rezando al lado de la tumba del apóstol y al que Almanzor respeta:
El 10 de agosto se hallaba el formidable caudillo del Profeta sobre la Jerusalen de los españoles. Desierta encontró la ciudad. Sus murallas y edificios fueron arruinados, el soberbio santuario derruido, saqueadas las riquezas de la suntuosa basílica; solo se detuvo el guerrero musulman ante el sepulcro del santo y venerado Apóstol; sentado sobre él halló un venerable monje que le guardaba: el religioso permaneció inalterable, y Almanzor, como por un misterioso y secreto impulso, se contuvo ante la actitud del monje y respetó el depósito sagrado[22].
El nuevo modelo es copiado literalmente por Miguel Morayta, aunque hay autores en este cambio de siglo, como Rafael Altamira, que guardan absoluto silencio con respecto a esta cuestión. Añade Morayta una supuesta conversación que habría mantenido el caudillo musulmán con el religioso cristiano que se encontraba rindiendo culto al apóstol, e incluso llega a decir que Almanzor dio órdenes de que se protegiese el propio sepulcro con el fin de evitar su violación:
Penetrando más allá que en sus pasadas expediciones, llegó á Santiago, la ciudad sagrada de la cristiandad española (…) Poco apercibida para una defensa, sus habitantes la habían abandonado, en tal modo, que cuando al día siguiente los musulmanes se desparramaron por las calles de aquella ciudad, sólo hallaron un monge junto al sepulcro del Apóstol. «¿Qué, haces ahí? –le preguntó Almanzor–. Rezo á Santiago, contestó. Reza cuanto quieras», repúsole el ministro, y prohibió que le hicieran daño, ordenando además que se custodiara la tumba del Apóstol, á fin de que no fuese profanada. Toda la ciudad fué destruida, murallas, casas é iglesias (…) Santiago había llegado á ser á manera de como lo fue Jerusalem para los cristianos de Oriente, el santuario á donde se dirigían en peregrinación los cristianos de Occidente[23].
Algunas fuentes narrativas indican, además, que Almanzor contó con el apoyo de una serie de traidores que facilitaron su entrada[24]; traición recogida brevemente por las historias generales. Así, Lafuente expresa que era cierto que tras partir Almanzor de Córdoba y «encaminándose por Coria y Ciudad Rodrigo, incorporáronsele, dicen, los condes gallegos en los campos de Argañin, y juntos marcharon sobre Santiago»[25]. Altamira es, si cabe, más escueto, y admite que Almanzor «penetró en Galicia ayudado por los condes sometidos y por la escuadra enviada á Oporto»[26]. Sería Morayta quien más elocuentemente lo pondría de manifiesto. Según él, la historia del califato andaluz contenía demasiados episodios que debían avergonzar a la cristiandad por haber estado empañados por la traición. Destaca que estos traidores fueron los responsables de que la tarea emprendida en 711 de recobrar España se alargase tanto:
La historia del califato andaluz contiene muchas páginas de verdadera vergüenza para la cristiandad. De ellas resulta, con cuánta facilidad los cristianos independientes se ponían á los piés de los muslimes. Sancho el Gordo y el conde Sancho Garcés llegan á ser soberanos merced á la intervención armada de los muslimes; los condes gallegos ayudan á la destrucción de Santiago; condes castellanos son los que marchan en la vanguardia del ejército de Almanzor en algunas de sus correrías por Castilla; y cristianos leoneses, navarros y castellanos son los que constituyen el nervio de las fuerzas, que permiten al hajib cordobés llegar triunfante á los más lejanos confines. La Reconquista, aunque obra nacional, se retardó á causa de intermitencias censurables, producidas por los mismos á quienes cumplía realizarla[27].
Regresando a la leyenda del abad tenemos noticia de que, después de abandonar el templo compostelano, se produjo un cerco prolongado del que merecerían recordarse dos episodios por encarnar a la perfección, a pesar de encontrarnos en Portugal, el ser nacional español. Uno de ellos es la entrevista que el abad mantiene desde una almena con el traidor y el otro es la salida que los sitiados eligen tras más de dos años de penurias. En cuanto al primero, Zulema intenta persuadir al abad para que se convierta al islam y le advierte que ese mismo día entrará en su castillo, matando a todos los hombres y mujeres que encontrase. El abad don Juan, por supuesto, se niega y realiza una acerba defensa del cristianismo: «Sabe que ni por miedo del rey Almançor ni por el tuyo se me da nada, porque yo fio en la merced de Dios e del apóstol sant Matheo e del apóstol Santiago, que lo hará mejor comigo que tu dizes, e que me vengará de ti, así como de malo traidor, desconocido a Dios e a mí, porque andas en figura de diablo e no de hombre. E vete, traidor, quítateme delante»[28].
Es entonces cuando se llega al momento culminante del asedio. El abad, consciente de que su número es muy inferior al de sus enemigos, decide, reunidos todos en el castillo, matar a los hombres viejos, las mujeres y los niños, es decir, aquellos que no servían para pelear, y quemar las cosas del castillo: «Digo vos que yo he pensado una cosa, como quier que sea peligroso de los cuerpos, será muy gran provecho de las ánimas»[29]. La resolución del sitio consistió en una opción que no aparecía por primera vez en la historia de España: el suicidio colectivo. La primera en morir fue Urraca, hermana del abad, y sus hijos. El resto, al ver el ejemplo que daba Don Juan, comenzaron a matarse: «E sabed que acaesció uno degollar a su padre e a su madre e a su muger e a sus hijos, e cada uno a sus parientes, hasta que no dexaron ninguno en todo el castillo»[30]. El suicidio equivaldría al asesinato de uno mismo, lo que en principio contravendría uno de los mandamientos. Los Evangelios narran varios suicidios pero no los castigan explícitamente. Podemos razonar, sin embargo, que cometerían pecado porque se trata de la asunción de un poder reservado en exclusiva a Dios, que es quien decide cuándo y cómo debe morir una persona. A pesar de ello, prefieren morir antes que vivir bajo el yugo de la media luna.
Recuerda este desenlace a las viejas glorias que encarnaban las resistencias de los saguntinos contra los cartagineses o de los numantinos y los cántabros contra las legiones romanas. Allí también se