Fue en ese proceso que —aunque la opinión de algunos de los miembros del movimiento Hora Zero insistan, incluso en la actualidad, en su ubicación antiinstitucional o al margen de la oficialidad literaria— ellos pasaron a formar la parte central del campo literario, como se demuestra por la atención brindada en los medios de prensa, en primer lugar a sus declaraciones y rápidamente a sus primeras entregas poéticas, y por lo revelador de la inclusión de varios de sus miembros en el volumen Estos 13 (publicado en 1973 por José Miguel Oviedo, uno de los críticos más reconocidos del momento) y, en ese mismo año, en el tomo II de la citada Antología de la poesía peruana de Alberto Escobar, que apareció en la Biblioteca Peruana de Peisa, colección de voluminoso tiraje auspiciada por el gobierno de Velasco. A estos hechos se les puede sumar la evidencia de que la propuesta poética de Hora Zero, que en líneas generales se puede ampliar a varios otros de los integrantes de la llamada Generación del 70 (sin desconocer la realidad de que las obras de todos ellos presentan a la vez importantes elementos que las distinguen entre sí, incluso desde sus primeros momentos) pasaron a configurar lo central del metatexto48 del que bebió la mayor parte de los jóvenes poetas que aparecieron a lo largo de toda esa década, y siguió siendo pieza fundamental en la formación de los poetas de las promociones posteriores.
Durante los años ochenta puede reconocerse aún con claridad la preeminencia del registro conversacional. En esta década, resultado del proceso iniciado, consolidado y radicalizado en las anteriores, se observan tres líneas, como ya se señaló en el apartado dedicado a las antologías.49 Una de ellas se aleja de las agudizaciones del coloquialismo setentero, regresando a una poesía más cuidada, claramente culturalista antes que vitalista y de muy marcada y explícita vocación intertextual. Otra corresponde con la presencia inédita en nuestra tradición de un importante contingente de poetas mujeres que aparecidas simultáneamente en la escena literaria, con obras que, en general dentro del marco conversacional, colocaban acentos particulares vinculados con la reivindicación del sujeto femenino como hablante de los textos, y a la vez portando una mirada que otorgaba protagonismo a lo corporal, erótico o tanático. La tercera es la vía representada fundamentalmente por el movimiento Kloaka, que extrema la apuesta vanguardista y callejera de Hora Zero, pero, al beber intensamente del clima de caos, desestructuración y violencia de esos años, se aleja del exteriorismo más característico de estos para sumergirse en un discurso que incorpora la fractura del mundo que se experimenta; el lenguaje, entonces, se disloca y fragmenta hasta el punto de constituir un registro aún conversacional, pero estallado y hasta colindante con el hermetismo.50
Aunque pueden registrarse diferencias valorativas en la evaluación de estas tres vertientes, que tendía, en general, por esos años, a un aval mayor por parte de la institucionalidad literaria a las dos primeras, se puede afirmar que las tres, a pesar de las discrepancias, descalificaciones y polémicas, pasaron igualmente a configurar inevitablemente el sentido común de las posibilidades de la poesía peruana y a ser reconocidas como voces y caminos infaltables en cualquier panorama medianamente serio de nuestra poesía. Debe señalarse también que en el panorama desarrollado en las líneas anteriores, que ha tratado de presentar someramente la fuerza de lo conversacional en nuestra tradición a partir de los años sesenta, hasta el punto de poder considerar esta línea como hegemónica, no debería perderse de vista que entre los dos momentos reseñados (inicios de los setenta e inicios de los ochenta, respectivamente), varios otros poetas y procesos resultan fundamentales. Nos referimos, por ejemplo, a los ocurridos en 1977: la formación del colectivo La Sagrada Familia, la rearticulación de Hora Zero o las actividades iniciales de la movida arequipeño-limeña Ómnibus/Macho Cabrío. Asimismo, al trabajo individual de poetas como Mario Montalbetti, cuyo primer libro, Perro negro (1978), es un hito importante para entender la mayor pluralidad de desarrollos dentro del registro conversacional a partir de 1980.
Al llegar la década de 1990, los años iniciales presentan semejanzas frente a lo visto en los ochenta; es decir, es posible reconocer aún la hegemonía conversacional en el desarrollo de varias de sus dimensiones: la culturalista, la callejera, la que representa el discurso malditista e incluso, aunque en menor medida, la que corresponde a las coordenadas propuestas por el llamado boom de la poesía escrita por mujeres. Incluso aparecen colectivos como Neón o Noble Katerba, de signos semejantes a los de los ochenta. Este proceso de consolidación y auge de lo conversacional hizo difícil que otras vetas que se desarrollaron paralelamente pudieran ser visibilizadas con la misma nitidez o valoradas sin sesgos que las tacharan frecuentemente de “pasatistas” o cuando menos las relegaran al casillero, de cierto prestigio pero de poco impacto, de lo insular. Entre otros ejemplos que pueden citarse está el de los libros iniciales de José Morales Saravia, hoy reconocidos como textos precursores del neobarroco local; el de Vladimir Herrera, sobre todo de su obra posterior a Mate de cedrón, o los de Alfonso Cisneros Cox, Carlos López Degregori y Magdalena Chocano. Todos ellos debieron esperar a que, entre mediados y finales de los años noventa, al lado de un proceso de mayor dispersión discursiva en los actores más jóvenes de la escena literaria —que va muy de la mano del discurso posmodernista de la caída de los grandes relatos y del desconcierto ante la violencia agudizada en los primeros años de la década y el surgimiento de un nuevo gobierno dictatorial, paradójicamente apoyado mayoritariamente—, se mirara de otro modo no solo la pluralidad de posibilidades recorridas en esos años por ellos mismos, sino también la algo ocultada complejidad de la poesía de las décadas anteriores. Incluso, con estas nuevas revisiones cobra mayor importancia la propia diversidad dentro del registro conversacional, que se percibe entonces incluso más variado y abierto.51 Casi todos estos poetas han sido reconocidos por esta consulta.
El panorama esbozado en las páginas anteriores estuvo atravesado por dos aspectos que volvieron aún más complejas su configuración y su dinámica. Uno es la correspondencia con momentos muy agitados de transformaciones sociales y de luchas políticas e ideológicas, cuando menos durante las décadas de 1970 y 1980. En ese contexto, las batallas por la legitimidad y representatividad poética —el “capital simbólico” de los involucrados— no correspondían únicamente a las conocidas batallas entre viejos consagrados y nuevos poetas en busca de reconocimiento, sino que estas se entremezclaron con agudas discusiones y conflictos vinculados con la procedencia social de los actores en las luchas literarias, su posición ideológica y las consideraciones sobre el papel que debe cumplir o no la poesía en la sociedad. Ejemplos evidentes de esto se pueden observar en prácticamente todos los manifiestos de los grupos mencionados en las páginas precedentes. En los años noventa, y no solo en los poetas que comenzaron a publicar en este periodo, se puede reconocer una disminución de los acentos políticos en las discusiones literarias.
El otro aspecto por mencionar corresponde a la disminución progresiva de espacios dedicados a la poesía en los medios de difusión masiva. Si bien, incluso durante las primeras décadas del periodo abordado por esta muestra, la poesía peruana gozaba de una destacada presencia en los medios de prensa diaria y suplementos o revistas culturales de amplia difusión, al llegar los años noventa,