Y papá seguía y seguía sin darse cuenta de adónde lo llevaban sus viejas y ágiles piernas, hasta que cayó de cabeza al tropezar con la tina del cerdo salado y se desolló las dos espinillas, y el resto de su discurso fue de un lenguaje del peor tono lanzado sobre todo contra el negro y el gobierno, aunque también de paso una parte fue dirigida a la tina, y a esto y a lo otro. Fue dando saltitos por la cabaña un buen rato, primero con una pierna y después con la otra, cogiéndose primero una espinilla y después la otra, y al final, de repente, le soltó una patada con el pie izquierdo a la tina que la dejó temblando. Pero no fue muy buena idea, porque fue con la bota de la que se le salían un par de dedos por la punta; así que ahora lanzó un aullido que podría ponerle los pelos de punta a cualquiera y se cayó al suelo de tierra, retorciéndose y agarrándose los dedos, y los juramentos que lanzó en aquel momento superaron a cualquiera de los que hubiera lanzado antes. Él mismito lo dijo después. Él dijo que había oído al viejo Sowberry Hagan en sus mejores tiempos, y que lo suyo también lo superaba; pero creo que quizá eso era un poco exagerado.
Después de la cena, papá cogió la garrafa y dijo que tenía bastante whisky para cogerse dos borracheras y para un delírium trémens. Ésa era siempre su palabra. Deduje que estaría ciego de borracho en una hora más o menos, y entonces yo o le robaría la llave o me serraría una salida, una cosa o la otra. Bebió y bebió, y al rato se cayó sobre las mantas; pero la suerte no estaba de mi lado; no se durmió profundamente, sino que estaba inquieto. Gruñó y gimió y se agitó de un lado para otro durante un buen rato. Al final a mí me dio tanto sueño que no podía mantener los ojos abiertos, que era lo único que podía hacer, así que antes de que pudiera darme cuenta, estaba dormido como un tronco y con la vela encendida.
No sé cuánto tiempo estuve dormido, pero de repente hubo un grito terrible y yo estaba levantado. Ahí estaba papá con cara de loco, dando saltitos para todos lados y chillando algo sobre serpientes. Dijo que le estaban subiendo por las piernas, y que después de que diera un salto y gritara y lo dijera, una le había mordido en la mejilla; pero yo no veía ninguna serpiente. Empezó a correr dando vueltas y más vueltas por la cabaña, chillando: «¡Quítamela de encima! ¡Quítamela de encima! ¡Me está mordiendo en el cuello!». Nunca he visto a un hombre con esos ojos de loco. Al momento ya estaba desfallecido y cayó al suelo jadeando; luego rodó hacia un lado y hacia otro con una velocidad asombrosa, soltando patadas por todas partes, y dando golpes al aire con las manos y como queriendo coger algo, y gritando y diciendo que unos demonios lo habían agarrado. Al poco se agotó y se quedó quieto un rato gimiendo. Después se quedó más quieto todavía y no hacía ni un ruido. Yo oía los búhos y los lobos del bosque, y todo parecía estar terriblemente en silencio. Él estaba tumbado en la esquina, y al rato se medio incorporó y escuchó con la cabeza ladeada, y dijo muy bajo:
—Pasos, pasos, pasos. Son los muertos. Pasos, pasos, pasos. Vienen a por mí; pero no me iré. ¡Ay, están aquí! ¡No me toquéis! ¡Que no! Quitad las manos; las tenéis frías; soltadme. ¡Oh, dejad en paz a un pobre desgraciado!
Después se puso a cuatro patas y gateó rogándoles que lo dejaran en paz, y se enrolló en la manta y se revolcó debajo de la vieja mesa de pino, todavía suplicando; y después se puso a llorar. Yo lo oía a través de la manta.
Después se salió de allí rodando y se puso en pie de un salto con cara de loco, y me vio y se vino a por mí. Me persiguió con una navaja dando vueltas por todas partes y llamándome ángel de la muerte, y diciendo que iba a matarme, y después que yo, el ángel, ya no podía ir más a por él. Le rogué y le dije que sólo era yo, Huck, pero él se rio con una risa estridente, y rugió y lanzó juramentos, y siguió persiguiéndome. Una vez hice un giro brusco y lo esquivé metiéndome por debajo de su brazo, y él sacó la mano e intentó agarrarme cogiéndome de la chaqueta por entre los hombros, y pensé que estaba perdido; pero me quité la chaqueta rápido como un rayo y me salvé. Al momento él ya estaba todo cansado y se dejó caer con la espalda contra la puerta, y dijo que iba a descansar un minuto y que después me mataría. Se metió el cuchillo debajo y dijo que iba a dormir para recuperar fuerzas y que después me iba a enterar de quién era quién.
Al momento estaba ya quedándose dormido, y después yo cogí la silla que tenía el asiento partido y me subí con todo el cuidado que pude para no hacer ningún ruido y bajé la escopeta. Metí la baqueta para asegurarme de que estaba cargada y después la dejé sobre el barril de los nabos apuntando a papá, y me senté tras ella a esperar a que se moviera. ¡Y qué lento y silencioso se me hizo ese tiempo!
Capítulo 7
—¡Levántate! ¿Qué estás tramando?
Abrí los ojos y miré a mi alrededor intentando averiguar dónde estaba. Ya había salido el sol y yo me había quedado dormido como un tronco. Papá estaba de pie sobre mí con la cara avinagrada y también con aspecto de estar enfermo. Me dijo:
—¿Qué estás haciendo con esta pistola?
Supuse entonces que no sabía nada de lo que había estado haciendo, así que le dije:
—Alguien intentó entrar, así que me quedé al acecho.
—¿Por qué no me despertaste?
—Lo intenté, pero no pude; no había forma de moverte.
—Vale, de acuerdo. No te quedes ahí parloteando todo el día. Sal y mira a ver si hay algún pez en los sedales para el desayuno. Vuelvo dentro de un minuto.
Abrió la puerta y yo salí pitando orilla arriba. Vi trozos de ramas y otras cosas flotando río abajo, y trozos desperdigados de corteza, así que supe que el río había empezado a subir. Pensé que ahora me lo estaría pasando bomba si estuviera en el pueblo. La crecida de junio siempre me traía buena suerte porque en cuanto empieza esa crecida, bajan flotando trozos pequeños de madera y pedazos de madera de las balsas, a veces hasta una docena de troncos juntos; así que lo único que tienes que hacer es cogerlos y venderlos en la maderería o en el aserradero.
Seguí orilla arriba con un ojo puesto en papá y otro en el río, pendiente de lo que la marea pudiera traer. Bueno, y de repente, viene una canoa; y además muy bonita, de unos trece o catorce pies de largo, navegando como un pato. Me tiré de cabeza desde la orilla a toda prisa como las ranas, con la ropa puesta y todo, y me lancé a por la canoa. Pensé que igual habría alguien tumbado en ella, porque había quien le había hecho eso antes a otras personas, que cuando ya llevaban un rato tirando de la barca, se levantaba y se reía de ellos. Pero esta vez no era así. Estaba claro que era una canoa que iba a la deriva, y me subí y remé hasta la orilla. Y pensé, el viejo se pondrá contento cuando vea esto; vale diez dólares. Pero cuando llegué a la orilla, papá no andaba por allí todavía, y mientras la llevaba hacia el interior de un riachuelo que hacía una hondonada cubierta de enredaderas y sauces, se me ocurrió otra idea: pensé que la escondería bien y entonces, cuando me escapara, podría bajar unas cincuenta millas por el río y acampar definitivamente en algún lugar, en vez de irme por el bosque, y así no lo pasaría tan mal andando de un lado para otro a pie.
Estaba muy cerca de la casucha y yo creía oír al viejo llegar todo el rato. Pero conseguí esconderla, y después salí y miré tras unos sauces, y allí estaba el viejo, un trecho más abajo por el sendero, apuntándole a un pájaro con el arma. Así que no había visto nada.
Cuando volvió, yo estaba esforzándome por sacar una línea de pesca del río. Me insultó por ser tan lento, pero yo le dije que me había caído al río y que por eso había tardado tanto. Sabía que él se daría cuenta de que estaba mojado, y que se pondría a hacer preguntas. Cogimos cinco bagres de los sedales y nos fuimos a la casa.
Mientras descansábamos después del desayuno para echar un sueñecito porque los dos estábamos deslomados, empecé a pensar que si pudiera apañármelas de algún modo para evitar que papá o la viuda intentaran seguirme, sería mucho más seguro que confiar en la suerte para llegar lo más lejos posible antes de que me echaran de menos; porque, ya ves, podrían pasar todo tipo de cosas. Bueno, pues durante un rato no se me ocurría ninguna manera, pero, al rato, papá se levantó un momento para beber otro montón de agua, y me dijo: