Cuando llegué al campamento, no me sentía yo muy valiente; no me quedaba mucho valor; pero me dije que éste no era momento para andarse con tonterías. Así que metí todas las trampas en la canoa otra vez para quitarlas de la vista, apagué el fuego, esparcí las cenizas para que pareciera que se trataba de una hoguera antigua de algún campamento del año anterior, y después me subí a un árbol.
Calculo que pasé dos horas subido al árbol, pero ni vi nada ni oí nada; sólo creí haber visto y oído unas mil cosas. Bueno, pues no podía quedarme allí arriba para siempre, así que al final me bajé, pero me quedé en la espesura del bosque al acecho todo el tiempo. Todo lo que pude comer fueron algunas bayas y lo que había quedado del desayuno.
Para cuando anocheció, yo tenía mucha hambre. Así que, cuando ya estuvo lo bastante oscuro, me escabullí desde la playa antes de que saliera la luna y remé hasta la ribera de Illinois, que estaba a un cuarto de milla más o menos. Me adentré en el bosque y preparé la cena, y prácticamente había ya decidido quedarme allí toda la noche cuando oí un «¡plaf!, ¡plaf!, ¡plaf!, ¡plaf!». Y me dije, vienen caballos; y después oí voces de hombres. Lo metí todo en la canoa lo más rápido que pude, y después me arrastré por el bosque para ver qué podía averiguar. No había llegado muy lejos cuando oí decir a un hombre:
—Será mejor que acampemos aquí si encontramos algún sitio bueno; los caballos están prácticamente agotados. Echemos un vistazo a los alrededores.
No esperé, sino que eché el bote afuera y me alejé remando rápidamente. Amarré en el sitio anterior y decidí que dormiría en la canoa.
No dormí mucho. No podía, vaya, lo único que hacía era pensar. Y cada vez que me despertaba, creía que alguien me tenía cogido por el cuello. Así que el sueño no me hizo ningún bien. Al final, me dije a mí mismo que yo no podía vivir así, y que iba a averiguar quiénes eran los que estaban aquí en la isla conmigo. Si no averiguo, reviento. Bueno, pues ya me sentía mejor.
Así que cogí la pala, me deslicé a un par de pasos de la orilla y después dejé que la canoa fuera bajando sola por entre las sombras. La luna brillaba y fuera de las sombras había casi tanta luz como si fuera de día. Seguí avanzando por lo menos una hora y todo estaba inmóvil como las piedras y profundamente dormido. Bueno, para entonces yo ya estaba prácticamente al pie de la isla. Empezó a soplar una brisa fresca y rumorosa y eso era tanto como decir que la noche estaba a punto de terminar. La giré con la pala y enfilé la proa hacia la orilla; después cogí la pistola, salí deslizándome y fui hasta el borde del bosque. Me senté allí sobre un tronco y miré por entre las hojas. Vi cómo la Luna dejaba de hacer guardia y cómo la oscuridad empezada a posarse sobre el río como una manta. Pero al poco rato vi una pálida veta por encima de las copas de los árboles, y supe que se acercaba el día. Así que cogí mi pistola y me deslicé hacia donde me había tropezado con aquella hoguera, parándome cada par de minutos a escuchar. Pero no tuve suerte y parecía como que no podría encontrar el sitio. Pero finalmente, en efecto, en la distancia vi un fuego a través de los árboles. Fui hacia él, lentamente y con cuidado. Al final, estuve tan cerca como para echar un vistazo, y allí había un hombre tumbado en la tierra. Casi me da un ataque. Tenía la cabeza cubierta con una manta y casi la tenía metida en el fuego. Me senté allí tras un grupo de arbustos a unos seis pies de él, y me quedé con los ojos fijos en él. La luz del día se estaba volviendo gris ahora. Pronto, bostezó y se estiró, y se quitó la manta de encima, y ¡era el negro de la señorita Watson! No veas lo que me alegré de verlo. Le dije:
—¡Hola, Jim! –Y salté.
Él se puso en pie de un salto y me miró con la cara desencajada. Después cayó de rodillas, unió las manos y dijo:
—¡No me hagas daño, no! Nunca le he hecho daño a ningún fantasma. Siempre me han gustado los muertos, y siempre he hecho por ellos lo que he podido. Ve a meterte en el río otra vez, que es donde debes estar, y no le hagas nada al viejo Jim, que yo siempre fui tu amigo.
No tardé mucho en hacerle comprender que yo no estaba muerto. Nunca me había alegrado tanto de ver a Jim. Ya no me sentía solo. Le dije que yo no le tenía miedo a que él le dijera a la gente donde estaba yo. Seguí hablando, pero lo único que él hizo fue quedarse allí sentado mirándome, sin decir nada. Después le dije:
—Ya es bien de día. Vamos a preparar el desayuno. Enciende tú un buen fuego.
—¿Qué sentido tiene encender una hoguera para cocinar fresas y cosas así? Pero tú tienes una pistola, ¿verdad? Entonces podemos conseguir algo mejor que esas fresas.
—Fresas y verduras –dije yo–. ¿De eso es de lo que te alimentas?
—No pude conseguir ninguna otra cosa –me dijo.
—Vaya, ¿cuánto tiempo llevas en la isla, Jim?
—Vine aquí la noche después de que te murieras tú.
—¿Qué? ¿Todo ese tiempo?
—Sip, ese tiempo.
—¿Y no has comido nada aparte de esa basura y cosas por el estilo?
—No, señor; ninguna otra cosa.
—Bueno, pues debes estar casi muerto de hambre, ¿no?
—Podría comerme un caballo. Creo que sí, que podría. ¿Cuánto tiempo llevas tú en la isla?
—Desde la noche que me mataron.
—¡No! ¿Cómo? ¿De qué te has alimentado? Pero tú tienes una pistola; sí, tú tienes una pistola. Eso está bien. Ahora tú cazas algo y yo preparo el fuego.
Así que fuimos hasta la canoa y mientras que él hacía el fuego en un claro cubierto de hierba entre los árboles, yo cogí harina de maíz y beicon y café, y la cafetera y la sartén, y el azúcar y las tazas de hojalata, y el negro se quedó muy asombrado porque pensó que todo era cosa de brujería. También cogí un buen bagre grande y Jim lo limpió con su cuchillo y lo frio.
Cuando el desayuno estuvo preparado, nos recostamos en la hierba y nos lo comimos mientras estaba aún caliente y humeante. Jim se lo tragó con todas sus ganas porque estaba prácticamente muerto de hambre. Después, cuando ya nos habíamos hinchado, nos tumbamos y nos quedamos allí haciendo el vago.
Después Jim dijo:
—Pero entonces, Huck, ¿a quién mataron en la cabaña si no fue a ti?
Entonces se lo conté todo y él dijo que era inteligente. Dijo que ni Tom Sawyer podría haber preparado un plan mejor que el mío. Después le dije:
—¿Y cómo es que tú estás aquí, Jim? ¿Y cómo llegaste aquí?
Parecía bastante inquieto y no me dijo nada durante un minuto. Después dijo:
—Quizá sea mejor que no te lo cuente.
—¿Por qué, Jim?
—Bueno, hay razones. Pero tú no me delatarías si te lo contara, ¿verdad, Huck?
—Que me maten si lo hago, Jim.
—Bien, te creo, Huck. Yo, yo me escapé.
—¡Jim!
—Pero recuerda que dijiste que no me delatarías; sabes que dijiste que no lo contarías, Huck.
—Bueno, sí. Dije que no lo haría y lo mantengo. De verdad que sí. La gente me llamaría vil abolicionista y me despreciarían por quedarme callado, pero a mí eso me da igual. No voy a decirlo, ni tampoco voy a volver allí de todos modos. Así que cuéntamelo todo ahora.
—Bueno,