Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Марк Твен
Издательство: Bookwire
Серия: Básica de Bolsillo
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788446036609
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a sentirme inquieto. Así que una noche bajé silenciosamente hasta la puerta bastante tarde, y la puerta no estaba cerrada del todo, y oí a la vieja señorita decirle a la viuda que iba a venderme para que me llevaran a Orleans, pero que, aunque ella no quería, podrían darle ochocientos dólares por mí, y era un montón de dinero tan grande que no se podía resistir. La viuda intentó hacer que dijera que no lo haría, pero no me quedé para oír el resto. Salí disparado de allí rápidamente, como te lo digo.

      »Me largué corriendo colina abajo, esperando robar una barca en algún lugar de la orilla por la parte de arriba del pueblo, pero todavía había gente para acá y para allá, así que me escondí en la vieja tonelería derruida que hay en la orilla a esperar que todo el mundo se marchara. Bueno, estuve allí toda la noche. Siempre andaba alguien por allí. Mucho tiempo después, sobre las seis de la mañana, empezaron a pasar los botes, y sobre las ocho y las nueve en todos los botes que pasaban iban hablando de que tu papá había venido al pueblo diciendo que te habían matado. Estos últimos botes iban llenos de damas y caballeros que querían ver el sitio. A veces paraban en la orilla para tomarse un descanso antes de cruzar el río, así que por las conversaciones conseguí enterarme de todo lo del asesinato. Sentí muchísimo que te hubieran matado, Huck, pero ahora ya no.

      »Me quedé allí tumbado todo el día bajo las virutas. Tenía hambre, pero no tenía miedo, porque yo sabía que la vieja señorita y la viuda iban a salir para la reunión religiosa justo después del desayuno y estarían fuera todo el día, y ellas saben que yo me voy con el ganado al amanecer, así que ellas no esperarían verme por allí y no me echarían de menos hasta por la tarde después de que oscureciera. Los otros criados tampoco me echarían de menos porque ellos saldrían pitando para tomarse el día de vacaciones en cuanto que las viejas se hubieran quitado de en medio.

      »Bueno, pues cuando oscureció, tomé la carretera del río hacia arriba y caminé unas dos millas o más hasta donde no había casas. Había decidido lo que iba a hacer. Es que si seguía alejándome a pie, los perros me seguirían la pista; si robaba un bote para cruzar al otro lado, echarían de menos el bote, ¿sabes?, y sabrían dónde había de­sem­barcado yo al otro lado, y desde dónde seguirme la pista. Así que me dije, una balsa, eso es lo que necesito; no deja pistas.

      »Al rato, vi que se acercaba una luz, así que me metí en el agua empujando un tronco por delante de mí y nadé hasta más allá de la mitad del río, y me quedé entre los maderos que arrastraba la corriente con la cabeza pegada al agua nadando contra corriente hasta que apareció una balsa. Después nadé hasta la popa y me hice con ella. Se nubló y se volvió muy oscuro durante un rato, así que me subí y me tumbé sobre los tablones. Los hombres estaban allí en medio bien lejos, donde se veía el farol. El río estaba creciendo y la corriente era buena, así que calculé que para las cuatro de la mañana o así yo estaría a veinticinco millas de distancia río abajo, y que entonces simplemente me bajaría de la balsa justo antes del amanecer, nadaría hasta la orilla del lado de Illinois y me internaría en el bosque.

      »Pero no tuve suerte, porque cuando estaba llegando casi a la cabeza de la isla, uno de los hombres empezó a seguirme con el farol, y vi que no me serviría de nada esperar, así que me deslicé hasta bajar de la balsa y me dirigí a la isla. Bueno, pues yo creía que podría subir a tierra prácticamente por cualquier sitio, pero no pude porque la orilla era demasiado escarpada. Había llegado casi al pie de la isla antes de encontrar un buen sitio. Me metí en el bosque y decidí que ya no podía ir jugándomela con las balsas mientras anduvieran paseando el farol así de un lado para otro. Tenía en la gorra mi pipa, una pastilla de tabaco de mascar doblada y cerillas, y no se habían mojado, así que yo estaba bien.

      —Entonces, ¿no has comido ni pan ni carne en todo este tiempo? ¿Y por qué no cogiste tortugas del fango?

      —¿Y cómo iba a cogerlas? No puedes acercarte y agarrarlas; ¿y cómo les iba a dar con una piedra? ¿Cómo iba a hacerlo de noche? Y yo no iba a exponerme en la orilla durante el día.

      —Bueno, eso es verdad. Has tenido que quedarte en el bosque todo el tiempo, por supuesto. ¿Oíste los disparos del cañón?

      —Sí. Sabía que andaban buscándote. Los vi pasar por aquí y los estuve observando desde detrás de los arbustos.

      Se acercaron algunos polluelos que volaban una yarda o dos y volvían a posarse. Jim dijo que aquello era señal de que iba a llover. Dijo que se consideraba una señal cuando los pollos volaban así, y que suponía que sería lo mismo cuando lo hacían los polluelos de otras aves. Yo iba a coger algunos, pero Jim no me dejó. Dijo que era la muerte. Dijo que su padre estaba una vez muy enfermo y alguno de ellos cogió un pájaro, y que su vieja abuela dijo que su padre se moriría, y que se murió.

      Y Jim dijo que no se deben contar las cosas que se van a preparar para la cena porque eso podría atraer a la mala suerte. Y lo mismo si sacudías el mantel después de que se pusiera el sol. Y dijo que si un hombre tenía una colmena y ese hombre se moría, había que decírselo a las abejas antes de que saliera el sol a la mañana siguiente porque, si no, todas las abejas se debilitaban, dejaban de trabajar y se morían. Jim decía que las abejas no les picaban a los idiotas; pero yo eso no me lo creía, porque había probado muchas veces y a mí nunca me picaban.

      Ya había oído algunas de estas cosas antes, pero no todas. Jim conocía los signos de todo tipo. Decía que lo sabía casi todo. Yo le dije que parecía que todos los signos eran de mala suerte, así que le pregunté si no había ninguno de buena suerte, y me dijo:

      —Muy pocos, y no le sirven a nadie para nada. ¿Para qué quieres saber cuándo te va a llegar la buena suerte? ¿Para qué, para alejarla? –Y dijo–: Si tienes el pecho y los brazos peludos, eso es una señal de que te vas a hacer rico. Bueno, esa señal sirve para algo, por si falta mucho tiempo. A lo mejor tienes que ser pobre durante mucho tiempo antes, ¿sabes?, y podrías llegar a desanimarte y matarte si no supieras por la señal que al final ibas a ser rico.

      —Jim, ¿tú tienes los brazos y el pecho peludos?

      —¿A qué viene hacerme esa pregunta? ¿No ves que sí?

      —Bueno, ¿y tú eres rico?

      —No, pero fui rico una vez y voy a volver a ser rico otra vez. Una vez tuve catorce dólares, pero me dio por especular y me arruiné.

      —¿Y en qué especulaste, Jim?

      —Bueno, primero invertí en bienes.

      —¿En qué clase de bienes?

      —Pues en ganado. Invertí diez dólares en una vaca, porque ya no iba a arriesgar más dinero en bienes, y va la vaca y se me muere en las manos.

      —Entonces perdiste los diez dólares.

      —No, no los perdí enteros. Sólo perdí unos nueve; vendí la piel y el sebo por un dólar y diez centavos.

      —Te quedaban cinco dólares y diez centavos. ¿Seguiste especulando?

      —Sí. ¿Conoces al negro que sólo tiene una pierna y que pertenece al viejo señor Bradish? Bueno, pues él buscó un banco y dijo que cualquiera que metiera allí un dólar tendría cuatro dólares más al final del año. Pues fueron todos los negros, pero no tenían mucho. Yo era el único que tenía mucho. Así que yo porfíe por más de cuatro dólares y les dije que, si no me los daban, montaría mi propio banco. Y por supuesto, el negro ese no me quería en el negocio porque decía que no había dinero suficiente para dos bancos, así que le dije que yo podía poner mis cinco dólares y que él me pagara treinta y cinco al final del año.

      »Y lo hice. Y después pensé que invertiría los treinta y cinco dólares enseguida para que la cosa siguiera moviéndose. Había un negro que se llamaba Bob que había cogido una chalana y su amo no lo sabía; así que se la compré y le dije que se quedara con los treinta y cinco dólares cuando llegara el final de año, pero alguien me robó la balsa aquella noche y, al día siguiente el negro cojo dijo que el banco había quebrado. Así que ninguno de nosotros cogió ningún dinero.

      —¿Qué hiciste con los diez centavos, Jim?

      —Bueno,