Cogí un libro y empecé algo sobre el general Washington y las guerras. Cuando llevaba medio minuto leyendo, agarró el libro con la mano y lo lanzó de un golpe al otro extremo de la habitación. Y me dijo:
—Pues sí, sabes hacerlo. Tenía mis dudas cuando me lo dijiste. Y ahora, atiende, deja de darte aires. No voy a consentirlo. Estaré pendiente de ti, listillo, y como te pille en ese colegio, te daré una buena paliza. En cuanto me descuide, estarás metido también en la religión. Nunca he visto un hijo igual.
Cogió un dibujo pequeño azul y amarillo de un chico con unas vacas, y me preguntó:
—¿Qué es esto?
—Es una cosa que me dan por aprenderme bien las lecciones.
Lo rajó y me dijo:
—Yo te daré algo mejor, te daré unos buenos latigazos.
Se quedó allí sentado mascullando y gruñendo durante un minuto y después dijo:
—Menudo dandi perfumado que estás hecho. Una cama, ropa de cama, y un espejo, y una alfombra en el suelo, y tu propio padre durmiendo con los cerdos en la curtiduría. En mi vida he visto un hijo igual. Seguro que te habré quitado esos aires antes de que haya acabado contigo. ¡Vaya! Tus aires no tienen fin; dicen que eres rico, ¿eh? ¿Y eso cómo es?
—Mienten. Así es.
—Ten cuidado con cómo me hablas; ya estoy aguantando casi todo lo que soy capaz de aguantar, así que nada de impertinencias conmigo. Llevo dos días en el pueblo y no he oído hablar más que de que eres rico. Y también lo oí río abajo. Por eso he venido. Consígueme ese dinero para mañana; lo quiero.
—No tengo ningún dinero.
—Es mentira. Lo tiene el juez Thatcher. Ve a por él. Lo quiero.
—No tengo ningún dinero, ya te lo he dicho. Pregúntale al juez Thatcher y él te dirá lo mismo.
—De acuerdo. Le preguntaré, y también le haré pagar o tendrá que darme explicaciones. Dime, ¿cuánto tienes en el bolsillo? Lo quiero.
—Sólo tengo un dólar y lo quiero para…
—Me da igual para qué lo quieras. Simplemente suelta el dinero.
Lo cogió y lo mordió para ver si era bueno, y entonces me dijo que se iría al pueblo a comprar whisky; me dijo que no había bebido nada en todo el día. Cuando ya había salido y estaba sobre el cobertizo, volvió a meter la cabeza y me maldijo por darme aires y por intentar ser mejor que él; y cuando creía que ya se había ido, volvió y metió la cabeza dentro otra vez, y me dijo que tuviera cuidado con lo del colegio, porque me iba a estar vigilando y me daría una paliza si no lo dejaba.
Al día siguiente estaba borracho y fue a ver al juez Thatcher y lo intimidó e intentó que le diera el dinero, pero no pudo, y después juró que haría que la justicia lo obligara.
El juez y la viuda acudieron a la justicia para que el tribunal me apartara de él y para que permitiera que alguno de ellos se convirtiera en mi tutor. Pero había un juez nuevo que acababa de llegar y que no conocía al viejo, así que dijo que los tribunales no deben interferir con las familias ni separarlas a menos que no puedan remediarlo; dijo que él prefería no quitarle un hijo a su padre. Así que el juez Thatcher y la viuda tuvieron que dejar ese asunto.
Eso agradó tanto al viejo que ya no podía quedarse tranquilo. Dijo que me azotaría hasta dejarme amoratado si no conseguía dinero para él. Le pedí prestados al juez Thatcher tres dólares y papá los cogió y se emborrachó y fue por ahí despilfarrando y lanzando juramentos y dando gritos de alegría y armando escándalo. Y siguió por todo el pueblo con una cacerola de hojalata hasta casi la medianoche; entonces lo metieron en la cárcel y al día siguiente lo llevaron ante el tribunal, y lo volvieron a encarcelar durante una semana. Pero él dijo que se sentía satisfecho, porque mandaba en su hijo y que él se encargaría bien de él.
Cuando salió, el juez nuevo dijo que iba a convertirlo en un hombre, así que se lo llevó a su casa, lo vistió de limpio y lo invitó a desayunar, a comer y a cenar con la familia, y fue todo dulzura con él, por decirlo de algún modo. Y después de la cena, le habló de la abstinencia y de cosas así hasta que el viejo lloró y dijo que había sido un insensato y que había desperdiciado su vida, pero que ahora iba a pasar página y se iba a convertir en un hombre del que nadie se avergonzaría, y que esperaba que el juez no lo despreciara y que lo ayudara. El juez le dijo que le daban ganas de abrazarlo por esas palabras, así que lloró, y su mujer lloró otra vez; papá dijo que había sido un hombre al que nadie había entendido antes y el juez dijo que lo creía. El viejo dijo que cuando un hombre está deprimido lo que necesita es compasión y el juez dijo que así era, así que lloraron otra vez. Y cuando llegó la hora de acostarse, el viejo se levantó, extendió la mano y dijo:
—Mírenla todos, caballeros y damas, cójanla, estréchenla. Aquí tienen una mano que fue la mano de una persona inmunda pero que ya no lo es. Es la mano de un hombre que ha empezado una nueva vida y que morirá antes de volver a ser lo que fue. Presten atención a estas palabras y no olviden que las pronuncié. Ahora esta mano está limpia; estréchenla, no tengan miedo.
Así que se la estrecharon, uno tras otro, todos ellos, y lloraron. La mujer del juez se la besó. Y después el viejo firmó un compromiso, hizo su marca. El juez dijo que era el momento más sagrado de la historia, o algo así. Después acomodaron al viejo en una bonita habitación, que era la habitación de invitados, y en algún momento de la noche, le entró muchísima sed, salió al tejado del porche y desde allí se deslizó por un poste, y cambió su chaqueta nueva por una garrafa de whisky barato, y volvió a subir y se lo pasó muy bien. Y al alba, volvió a escurrirse al exterior, borracho como una cuba, rodó por el porche, se cayó y se rompió el brazo izquierdo por dos sitios y estaba casi muerto de frío cuando alguien lo encontró después del amanecer. Y cuando fueron a mirar a la habitación de invitados, tuvieron que hacer sondeos antes de poder navegar por ella.
El juez se sintió dolido o algo así. Dijo que creía que al viejo se le podría reformar quizá con una escopeta, porque él no sabía de ninguna otra manera.
Capítulo 6
Al poco tiempo el viejo se recuperó y entonces fue a por el juez Thatcher en los tribunales para obligarle a que renunciara al dinero, y fue a por mí también, por no dejar el colegio. Me pilló un par de veces y me pegó, pero yo iba al colegio igual, y la mayoría de las veces lo esquivaba o lo dejaba atrás corriendo. Antes, no me gustaba especialmente ir al colegio, pero llegué a la conclusión de que iría para fastidiar a papá. El asunto del juicio era lento; parecía que no iban a empezarlo nunca, así que, de vez en cuando, durante todo el invierno, el viejo me cogía y yo le pedía dos o tres dólares prestados al juez para él para evitar que me diera una paliza. Cada vez que conseguía dinero, se emborrachaba, y cada vez que se emborrachaba liaba la de Dios en el pueblo; y cada vez que liaba la de Dios, lo metían en la cárcel. A él le iba bien; este tipo de cosas estaban justo en su línea.
Se acostumbró a merodear demasiado por la casa de la viuda, hasta que finalmente ella se lo dijo; le dijo que si no dejaba de andar por allí, le causaría problemas. ¡No veas cómo se enfadó! Dijo que iba a demostrar quién mandaba en Huck Finn. Así que un día de primavera me acechó, me cogió y me llevó unas tres millas río arriba en una balsa, y cruzó conmigo a la orilla del lado de Illinois, a una zona boscosa donde no había casas, aparte de una vieja cabaña de troncos que se encontraba en un lugar donde los árboles eran tan espesos que nadie podría encontrarla a menos que supiera que estaba allí.
Me tenía con él todo el tiempo y no tuve ni una oportunidad de escaparme.