«Lo primero que tengo que hacer», se dijo Alicia, mientras vagaba por el bosque, «es recobrar mi tamaño normal; y lo segundo, encontrar el modo de llegar a mi maravilloso jardín. Creo que ése es el mejor plan».
Parecía un buen plan, en efecto; y muy cuidadosa y sencillamente trazado: la única dificultad estaba en que no tenía la menor idea de cómo ponerlo en práctica; y mientras miraba inquieta entre los árboles, un pequeño ladrido justo encima de su cabeza le hizo alzar los ojos hacia arriba con viveza.
Un enorme cachorrillo la observaba con sus ojazos redondos, y alargaba débilmente una zarpa, tratando de tocarla. «¡Pobrecillo!», dijo Alicia en tono mimoso, y trató de silbarle con fuerza; pero le asustaba terriblemente la idea de que pudiese tener hambre, en cuyo caso lo más probable es que se la zampase a pesar de sus palabras halagadoras.
Sin saber apenas lo que hacía, cogió un palito, y se lo mostró al cachorrillo; a lo cual, el perrito dio un brinco en el aire con las cuatro patas a la vez, dando un ladrido de alegría, y se abalanzó hacia el palo, como acosándolo; entonces Alicia se escondió detrás de un gran cardo, a fin de evitar que la atropellase; en el momento en que se asomó por el otro lado, el perrito volvió a abalanzarse hacia el palo, cayéndose patas arriba en su apresuramiento por cogerlo: Alicia, considerando que era como jugar con un caballo percherón, y temiendo a cada momento que la pisase con sus patas, corrió al cardo otra vez; y el cachorrillo inició una serie de breves cometidas al palo, dando carreritas hacia delante y largas cabalgadas hacia atrás, y ladrando roncamente sin parar, hasta que finalmente se sentó a bastante distancia, jadeando, con la lengua colgándole de la boca, y sus ojazos medio cerrados.
Ésta le pareció a Alicia una buena ocasión para escapar: así que echó a correr, y siguió corriendo hasta que se sintió completamente agotada y sin aliento, y los ladridos del perrito sonaron muy débiles a lo lejos.
–¡Pero qué perrito más precioso era! –se dijo Alicia, mientras se apoyaba en un ranúnculo a descansar, y se abanicaba con una de sus hojas –Me habría gustado enseñarle a hacer monerías... ¡si hubiese tenido yo el tamaño normal! ¡Ay, Dios mío! ¡Casi se me había olvidado que tengo que crecer otra vez! Veamos, ¿cómo se hace? Supongo que debo comer o beber algo; pero el gran enigma es: ¿qué?
El gran enigma era, desde luego, «¿qué?». Alicia miró en torno suyo, observó las flores y las hojas de yerba; pero no conseguía ver nada con pinta de comerse o de beberse en esta situación. Había un seta enorme cerca de ella, casi de su misma altura; y después de mirar debajo, a uno y otro lado, y detrás, se le ocurrió que también podía mirar encima, a ver si había algo.
Se estiró de puntillas, y atisbó por el borde de la seta: y sus ojos se encontraron instantáneamente con los de una oruga azul que estaba sentada en lo alto, con los brazos cruzados, fumando tranquilamente un narguile, y sin hacer el menor caso de ella ni de nada.
Capítulo V
El Consejo de una Oruga
La Oruga y Alicia se miraron durante un rato en silencio: por último, la Oruga se quitó el narguile de la boca, y le habló con voz lánguida y soñolienta.
–¿Quién eres tú ? –dijo la Oruga.
No era ésta una forma alentadora de iniciar una conversación. Alicia replicó con cierta timidez: «Pues... pues creo que en este momento no lo sé, señora... sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; pero he debido de cambiar varias veces desde entonces».
–¿Qué quieres decir? –dijo la Oruga con severidad–. ¡Explícate!
–Me temo que no me puedo explicar, señora –dijo Alicia–; porque, como ve, no soy yo misma.
–Pues no lo veo –dijo la Oruga.
–Me temo que no se lo puedo explicar con más claridad –replicó Alicia muy cortésmente–; porque para empezar, yo misma no consigo entenderlo; y el cambiar de tamaño tantas veces en un día es muy desconcertante.
–No lo es –dijo la Oruga.
–Bueno, quizá no lo encuentre usted desconcertante –dijo Alicia–; pero cuando se convierta en crisálida, como le ocurrirá algún día, y después en mariposa, creo que le parecerá un poquito raro, ¿no?
–De ninguna manera –dijo la Oruga.
–Bueno, tal vez sus sensaciones sean diferentes –dijo Alicia–; lo que sí puedo decirle es que yo me sentiría muy rara.
–¡Tú! –dijo la Oruga con desprecio–. ¿Quién eres tú ?
Lo que les devolvió al principio de la conversación. Alicia se sintió un poco irritada ante los comentarios tan secos de la Oruga; así que se acercó y dijo muy seria:
–Creo que debería decirme quién es usted, primero.
–¿Por qué? –dijo la Oruga.
Ésta era otra pregunta desconcertante; y como a Alicia no se le ocurrió una buena razón, y la Oruga parecía estar de muy mal talante, dio media vuelta.
–¡Vuelve aquí! –llamó la Oruga–. ¡Tengo algo importante que decir!
Esto parecía prometedor, desde luego. Alicia dio media vuelta y regresó.
–Domina tu mal genio –dijo la Oruga.
–¿Eso es todo? –dijo Alicia, tragándose su enfado lo mejor que podía.
–No –dijo la Oruga.
Alicia decidió esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer; a lo mejor le decía algo que valiese la pena escuchar. Durante unos minutos, la Oruga estuvo soltando bocanadas de humo sin hablar; finalmente, desplegó los brazos, volvió a quitarse el narguile de la boca y dijo: «Conque crees que has cambiado, ¿eh?».
–Me temo que sí, señora –dijo Alicia–. No recuerdo las cosas como solía... ¡y no conservo el mismo tamaño diez minutos seguidos!
–¿No puedes recordar el qué ? –dijo la Oruga.
–Pues, he intentado recitar Cómo la hacendosa abejita, ¡pero me salía todo distinto!
–Recítame Sois viejo, padre William –dijo la Oruga.
Alicia entrelazó las manos, y empezó:
«Sois viejo, padre William», dijo el joven, «el cabello se os ha vuelto blanco;
sin embargo, siempre andáis de cabeza: ¿os parece sensato, a vuestra edad?».
«En mi juventud», replicó el padre William al hijo, «temía lastimarme el cerebro;
hoy, en cambio, sé seguro que no tengo, y ando así a cada momento».
«Sois viejo», dijo el joven, «como digo, y habéis engordado por demás;
pero habéis dado una voltereta al entrar: ¿Me podéis decir por qué?».
«En mi juventud», dijo sacudiendo el pelo gris, «conservé muy ágiles mis miembros
con este ungüento, de un chelín la caja. ¿Queréis comprarme un par?».
«Sois viejo, tenéis flojas las quijadas para lo que es más duro que la grasa;
sin