–¡Debería darte vergüenza –dijo Alicia–, una niña tan mayor –desde luego, bien podía decirse esto–, y llorando de esa manera! ¡Basta ya! ¡Te lo ordeno! –pero siguió derramando litros y litros de lágrimas, hasta que se formó un gran charco a su alrededor, de unas cuatro pulgadas de hondo, que cubría la mitad de la sala.
Un rato después oyó un leve golpeteo de pies a lo lejos, y se apresuró a secarse los ojos para ver quién venía. Era el Conejo Blanco que volvía, espléndidamente vestido, con un par de guantes blancos de cabritilla en una mano, y un gran abanico en la otra: venía trotando de prisa, murmurando para sí mientras avanzaba: «¡Oh! ¡La duquesa, la duquesa! ¡Oh! ¡Qué furiosa se pondrá si la he hecho esperar!». Alicia se sentía tan desesperada que estaba dispuesta a pedirle ayuda a quien fuese; así que cuando el Conejo estuvo cerca, empezó en voz baja y tímida: «Por favor, señor...». El Conejo se sobresaltó terriblemente, se le cayeron los guantes blancos de cabritilla y el abanico, y se escabulló en la oscuridad lo más deprisa que pudo.
Alicia recogió el abanico y los guantes, y como hacía mucho calor en el vestíbulo, se puso a abanicarse mientras hablaba: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué raro es todo lo que me está pasando hoy! Ayer, en cambio, las cosas eran la mar de normales. ¿Habré cambiado yo por la noche? Vamos a ver: ¿era la misma al levantarme esta mañana? Casi me parece recordar que me sentía un poco distinta. Pero si no soy la misma, la siguiente pregunta es: ¿Quién caracoles soy? ¡Ah, ése es el gran enigma!». Y empezó a pensar en todas las niñas que conocía de su misma edad, para ver si se había transformado en alguna de ellas.
–Desde luego, no soy Ada –dijo–, porque ella lleva largos tirabuzones, y yo no tengo ningún tirabuzón; ¡y desde luego, no puedo ser Mabel, porque yo sé toda clase de cosas y ella, en cambio, sabe poquísimo! Además, ella es ella, y yo soy yo, y... ¡ay, Dios, qué lioso es todo esto! Probaré a ver si sé todas las cosas que solía saber. Vamos a ver: cuatro por cinco son doce; cuatro por seis, trece; cuatro por siete... ¡Dios mío, de esta manera no llegaré nunca a veinte! De todos modos, la Tabla de Multiplicar no tiene importancia; probemos con la Geografía. Londres es la capital de París, París la capital de Roma, Roma... no, ¡está todo mal, seguro! ¡Debo de haberme convertido en Mabel! Probaré a recitar Cómo la pequeña... –y cruzó las manos sobre su regazo, como si estuviese diciendo la lección, y empezó a recitar; pero su voz sonaba ronca y extraña, y no le salían las palabras tal como debían:
¡Cómo el pequeño cocodrilo
repule su brillante cola,
se vierte las aguas del Nilo
y así sus escamas dora!
¡Cuán alegre se sonríe,
qué bien extiende sus garras,
y al pececillo recibe,
entre sus fauces saladas!
–Estoy segura de que no son ésas las palabras correctas –dijo la pobre Alicia, y se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez, mientras proseguía–: Debo de ser Mabel, y me va a tocar vivir en esa casucha, sin casi juguetes para jugar, y, ¡ay!, ¡con un montón de lecciones que aprender! No, sobre eso estoy decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí abajo! ¡De nada les va a valer que asomen la cabeza y digan: «Sube ya, cariño»! Me limitaré a mirarles, y les diré: «A ver, ¿quién soy? Decídmelo primero; entonces, si me gusta lo que decís, subiré; pero si no, me quedaré aquí hasta que sea otra...» pero, ¡Dios mío! –exclamó Alicia, con una súbita explosión de lágrimas–. ¡Ojalá asomen la cabeza! ¡Estoy cansadísima de estar aquí sola!
Al decir esto, se miró las manos, y se quedó sorprendida al ver que se había puesto uno de los pequeños guantes de cabritilla del Conejo mientras hablaba. «¿Cómo he podido hacerlo?», pensó. «He debido de estar haciéndome pequeña otra vez.» Se levantó y fue a la mesa a medirse con ella, y descubrió que, por lo que podía calcular, tenía ahora como unos dos pies de altura, y que seguía disminuyendo a toda prisa: no tardó en comprobar que la causa de esto era el abanico que tenía en la mano, así que lo soltó apresuradamente, a tiempo de evitar su completa desaparición.
–¡Me he librado por los pelos! –dijo Alicia, bastante asustada ante el súbito cambio, pero muy contenta de verse todavía con vida–. Y ahora, ¡al jardín! –y echó a correr a toda prisa hacia la puertecita; pero, ¡ay!, la puertecita estaba cerrada otra vez, y la llavecita de oro estaba sobre la mesa de cristal como antes, «y la situación ahora ha empeorado», pensó la pobre niña, «ya que antes no era tan pequeña, ¡ni mucho menos! ¡Lo cual es una rabia, desde luego!».
Mientras decía estas palabras le resbaló el pie, y un instante después, ¡plash!, estaba en agua salada hasta la barbilla. Lo primero que pensó fue que, de alguna forma, se había caído al mar; «en cuyo caso puedo regresar en tren», se dijo (Alicia había ido a la playa una vez en su vida, y había llegado a la conclusión general de que, a cualquiera de las costas inglesas que una fuese, encontraría en el agua un montón de máquinas de bañarse, niños cavando en la arena con palitas de madera, luego una fila de hoteles, y detrás una estación de ferrocarril). Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que estaba en el charco de lágrimas que ella misma había derramado cuando medía nueve pies.
–¡Ojalá no hubiera llorado tanto! –dijo Alicia al tiempo que nadaba, tratando de salir–. ¡Ahora, en castigo me ahogaré en mis propias lágrimas! ¡Será una cosa muy rara, desde luego! Pero hoy todo resulta raro.
En ese preciso momento oyó un chapoteo en el charco, a cierta distancia, y se dirigió hacia allí nadando para ver qué era: al principio pensó que sería una morsa o un hipopótamo; pero a continuación recordó lo pequeña que era ahora, y no tardó en descubrir que sólo se trataba de un ratón que se había resbalado como ella.
«Vamos a ver, ¿servirá de algo –pensó Alicia– dirigirle la palabra a este ratón? Es todo tan extraordinario aquí abajo, que no me extrañaría que hablase; en todo caso, nada se pierde con intentarlo.» Así que empezó: «¡Oh, Ratón!, ¿sabes la forma de salir de este charco? Estoy muy cansada de nadar, ¡oh Ratón!» (Alicia pensó que ésta debía de ser la manera más correcta de dirigirse a un ratón; nunca lo había hecho, pero recordaba haber leído en la Gramática Latina de su hermano: «un ratón –de un ratón– para un ratón –a un ratón– ¡oh ratón!»). El Ratón la miró inquisitivamente, y pareció guiñarle uno de sus ojillos; pero no dijo nada.
«Tal vez no entiende el inglés», pensó Alicia. «A lo mejor es un ratón francés que ha llegado con Guillermo el Conquistador» (pues, pese a sus conocimientos de historia, Alicia no tenía una idea muy clara de cuándo había sucedido nada). De modo que empezó otra vez: «¿Ou est ma chatte?», que era la primera frase de su libro de francés. El Ratón saltó de repente del agua y se puso a temblar todo él, de miedo. «¡Oh, te ruego que me perdones! –se apresuró a decir Alicia, temiendo haber herido los sentimientos del pobre bicho–. ¡Se me había olvidado por completo que no te gustan los gatos!»
–¡Gustarme los gatos! –exclamó el Ratón con voz chillona y furiosa–. ¿Te gustarían los gatos a ti si estuvieses en mi lugar?
–Bueno, tal vez no –dijo Alicia en tono conciliador–. No te enfades por eso. De todos modos, me gustaría poder presentarte a nuestra gata Dinah. Creo que acabarían gustándote los gatos, si la vieses. Es un ser delicioso y pacífico –prosiguió Alicia, medio para sí, mientras nadaba perezosamente por el charco–; y ronronea que es una maravilla, sentada junto al fuego, lamiéndose las zarpas y lavándose la cara; y es tan suave que da gusto acariciarla; y es estupenda cazando ratones... ¡Oh, perdóname, por favor! –exclamó Alicia otra vez, porque ahora el Ratón se había puesto todo erizado, y tuvo la certeza de que le había ofendido de veras–. No hablaremos más de ella, si no te gusta.
–¡Por