–¡No lo volveré a pronunciar, de verdad! –dijo Alicia, apresurándose a cambiar de conversación–. ¿Te... te gustan... los... perros? –El Ratón no contestó, de modo que Alicia prosiguió, ansiosa–: Hay una preciosidad de perrito cerca de nuestra casa; ¡me encantaría enseñártelo! ¡Es un pequeño terrier de ojos relucientes, y con un pelo largo y rizado, de color marrón! Trae las cosas cuando se las lanzas, se incorpora para pedir su comida, y hace toda clase de monerías –se me han olvidado la mitad–; pertenece a un granjero que dice que es muy útil y que vale ¡cien libras! Dice que mata todas las ratas y que... ¡Oh, Dios mío! –exclamó Alicia con voz apenada–. ¡Me temo que le he ofendido otra vez! –porque el Ratón se alejaba de su lado nadando a toda prisa, y armando un verdadero alboroto en el charco al avanzar.
Así que le llamó suavemente: «¡Querido Ratón! ¡Vuelve; no hablaremos más de gatos ni de perros, si no te gustan!». Cuando el Ratón oyó esto, dio media vuelta y nadó despacio hacia ella: tenía la cara completamente pálida (de enfado, pensó Alicia), y dijo con voz baja y temblorosa: «Vamos a la orilla; te contaré mi historia, y comprenderás por qué odio a los gatos y a los perros».
Era hora ya de que lo hicieran, porque el charco se estaba llenando de aves y animales que se habían caído en él: había un Pato y un Dodo, un Lori y un Aguilucho, y varios otros bichos extraños. Alicia abrió la marcha, y el grupo entero nadó hacia la orilla.
Capítulo III
Una Carrera de Comité y un Cuento con Cola
Desde luego fue un grupo raro el que se congregó en la orilla: las aves con sus plumas embarradas, los animales con el pelo pegado a la piel, y todos chorreando, enfadados e incómodos.
Lo primero de todo, naturalmente, era cómo secarse: celebraron una consulta al respecto, y poco minutos después a Alicia le parecía lo más natural encontrarse hablando con ellos con toda familiaridad, como si los conociese de toda la vida. Incluso sostuvo una larga discusión con el Lori, quien al final se picó, y se limitó a comentar: «Soy mayor que tú, y por lo tanto sé más». Pero Alicia no estaba dispuesta a reconocerlo, a menos que le dijera cuántos años tenía; y como el Lori se negó en redondo a confesar su edad, no hubo más que decir.
Por último el Ratón, que parecía ser una persona con cierta autoridad entre ellos, dijo en voz alta: «¡Sentaos todos, y escuchadme! ¡Yo haré que os sequéis de sobra!». Se sentaron todos al punto, formando un gran corro con el Ratón en medio. Alicia tenía la mirada ansiosamente fija en él, ya que estaba convencida de que iba a coger un buen resfriado si no se secaba enseguida.
–¡Ejem! –dijo el Ratón con aire de importancia–. ¿Estáis preparados? Pues esto es lo más seco que conozco. ¡Silencio todos, por favor!: «Guillermo el Conquistador, cuya causa contaba con el favor del papa, fue pronto acatado por los ingleses, que estaban necesitados de un dirigente, y últimamente muy acostumbrados a la usurpación y a la conquista. Eduino y Morcaro, condes de Mercia y de Northumbria...».
–¡Uf! –dijo el Lori con un escalofrío.
–¡Perdón! –dijo el Ratón–. ¿Decías algo?
–¡No, no! –se apresuró a decir el Lori.
–Pues me lo había parecido –dijo el Ratón. Y continuó–: «Eduino y Morcaro, condes de Mercia y Northumbria, se declararon en favor suyo; y hasta Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró aconsejable...».
–Encontró ¿el qué ? –dijo el Pato.
–El «lo» –replicó el Ratón bastante molesto–; naturalmente, sabes qué significa «lo».
–Sé de sobra qué significa «lo» cuando encuentro una cosa –dijo el Pato–; por lo general, se trata de una rana o de una lombriz. La cuestión aquí es: ¿Qué encontró el arzobispo?
El Ratón no se dio por enterado de la cuestión, sino que prosiguió apresuradamente: «... Lo encontró aconsejable, decidiendo ir con Edgar Atheling al encuentro con Guillermo y ofrecerle la corona. La conducta de Guillermo, al principio, fue moderada. Pero la insolencia de sus normandos... ¿Cómo te sientes ahora, preciosa?» –añadió, volviéndose hacia Alicia mientras hablaba.
–Tan mojada como antes –dijo Alicia en tono melancólico–; no parece que eso me seque lo más mínimo.
–En ese caso –dijo el Dodo con solemnidad, poniéndose en pie–, propongo que se suspenda la sesión, y se adopten inmediatamente remedios más enérgicos...
–¡Habla en cristiano! –dijo el Aguilucho–. No entiendo lo que quieren decir la mitad de esas palabras largas; ¡y lo que es más, me parece que tú tampoco! –y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunas otras aves soltaron una audible risita.
–Lo que iba a decir –dijo el Dodo en tono ofendido–, es que lo mejor para secarnos es organizar una Carrera de Comité.
–¿Qué es una Carrera de Comité? –dijo Alicia; no es que tuviera muchas ganas de saberlo, pero el Dodo se había callado como si pensase que debía hablar alguien, y nadie parecía deseoso de decir nada.
–Pues –dijo el Dodo– la mejor manera de explicarlo es organizarla. (Y como a lo mejor os gusta organizarla a vosotros también cualquier día de invierno, os explicaré cómo lo arregló todo el Dodo.)
Primero marcó una pista para la carrera, en una especie de círculo («no importa la forma», dijo); luego el grupo se colocó aquí y allá, por toda la pista. No hubo «a la una, a las dos ¡y a las tres!», sino que empezaban a correr cuando querían, y paraban cuando se les antojaba, de forma que no era fácil averiguar cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando ya llevaban corriendo una media hora o así, y estaban completamente secos otra vez, el Dodo dijo de repente en voz alta: «¡La carrera ha terminado!», y se agruparon todos a su alrededor, jadeando y preguntando: «Pero ¿quién ha ganado?».
El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin antes meditarlo mucho, y permaneció largo rato con un dedo apretado en la frente (en la postura en que normalmente veis a Shakespeare en los retratos), mientras el resto esperaba en silencio. Por último dijo el Dodo: «Todo el mundo ha ganado, y todos deben recibir premio».
–Pero ¿a quién le toca dar los premios? –preguntó todo un coro de voces.
–¡Toma, pues a ella –dijo el Dodo, señalando a Alicia con un dedo; y el grupo entero se apelotonó a su alrededor, gritando en confusión:
–¡Premios! ¡Premios!
Alicia no sabía qué hacer; desesperada, se metió la mano en el bolsillo, y sacó una caja de confites (afortunadamente, no le había entrado el agua salada), y los distribuyó a modo de premios. Había exactamente uno para cada uno.
–Pero ella debe recibir un premio, también –dijo el Ratón.
–Por supuesto –replicó el Dodo muy serio–. ¿Qué más tienes en el bolsillo? –prosiguió, volviéndose a Alicia.
–Sólo un dedal –dijo Alicia con tristeza.
–A ver, tráelo –dijo el Dodo.
A continuación se apiñaron todos otra vez a su alrededor, mientras el Dodo le entregaba solemnemente el dedal, diciendo: «Te rogamos que aceptes este elegante dedal»; y al terminar su breve discurso, aplaudieron todos.
A Alicia le pareció absurdo todo esto, pero estaban tan serios que no se atrevió a reírse; y como no se le ocurría nada que decir, se inclinó simplemente, y cogió el dedal con el gesto más solemne que pudo.
Seguidamente procedieron a comerse los confites: esto produjo cierto alboroto y confusión, ya que las aves grandes