Alicia no se había hecho ni pizca de daño, y al instante se puso en pie de un salto, miró hacia arriba, pero estaba totalmente oscuro; ante sí vio otro largo pasadizo, y aún tenía a la vista al Conejo Blanco que se alejaba presuroso por él. No había un instante que perder; allá fue Alicia, veloz como el viento, y llegó justo a tiempo de oírle decir: «¡Ah, por mis orejas y mis bigotes, qué tarde se me está haciendo!». Estaba muy cerca de él, pero al torcer en un recodo no vio ya al Conejo; se encontró en una sala larga y baja, iluminada por una fila de lámparas que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de toda la sala, pero estaban todas cerradas; y cuando Alicia hubo recorrido todo un lado y todo el otro, probando a abrir cada una de ellas, se dirigió decepcionada al centro, pensando cómo conseguiría salir.
De repente, descubrió una mesita de tres patas, toda hecha de cristal macizo: no tenía encima más que una minúscula llavecita de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que quizá perteneciese a una de las puertas de la sala; pero ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llavecita demasiado pequeña; el caso es que no abría ninguna. Sin embargo, al recorrerlas por segunda vez, descubrió una cortina baja en la que no había reparado antes, y detrás encontró una puertecita de quince pulgadas de alto: probó la llavecita de oro en su cerradura, y (para su alegría) ¡entró!
Alicia abrió la puerta y vio que comunicaba con un pasadizo diminuto, no mucho más amplio que una ratonera; se arrodilló, miró por este pasadizo y descubrió el jardín más hermoso que hayáis visto jamás. ¡Cómo deseó salir de la oscura sala y deambular por entre aquellos arriates de flores brillantes y aquellas frescas fuentes!; pero no podía ni meter la cabeza por el vano de la puerta; «y aunque me cupiera la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de poco me valdría sin los hombros. ¡Ah, cómo me gustaría plegarme como un catalejo! Creo que podría, si supiese empezar». Pues, como veis, le habían sucedido tantas cosas extraordinarias últimamente, que empezaba a pensar que había poquísimas que fueran realmente imposibles.
Parecía inútil seguir esperando junto a la puertecita, así que regresó a la mesa, casi con la esperanza de encontrar otra llave encima, o en todo caso un libro de instrucciones sobre cómo plegarse como un catalejo. Esta vez encontró un frasquito («que desde luego no estaba aquí antes», se dijo Alicia); y atada al cuello del frasquito había una etiqueta con la palabra «BÉBEME» primorosamente escrita con letras grandes.
Eso de «bébeme» estaba muy bien; pero la prudente Alicita no se iba a beber aquello sin más ni más. «No; primero», se dijo, «miraré a ver si pone “veneno” por alguna parte o no»; porque había leído varios cuentos muy bonitos sobre niños que se habían abrasado o habían sido devorados por fieras salvajes y demás cosas desagradables, sólo por no haber tenido en cuenta los sencillos consejos que sus amigos les habían enseñado; tales como que un atizador al rojo te quemará si lo tienes cogido demasiado tiempo, o que si te haces un corte muy profundo con un cuchillo, lo normal es que sangres; y ella nunca olvidaba que si bebes demasiado de una botella donde pone «veneno», lo más seguro es que te pase algo, tarde o temprano.
Sin embargo, en este frasco no ponía «veneno», así que Alicia decidió probarlo; y, al encontrarlo delicioso (de hecho, su sabor era una mezcla de tarta de cerezas, flan, piña, pavo asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo terminó todo en un santiamén.
* * * *
–¡Qué sensación más rara! –dijo Alicia–, ¡me debo de estar encogiendo como un catalejo!
Y en efecto: ahora sólo medía diez pulgadas; y se le iluminó la cara ante la idea de que ahora tenía la estatura adecuada para cruzar aquella puertecita que daba al hermoso jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos para ver si se seguía encogiendo: se sentía un poco preocupada por este motivo: «porque», se dijo Alicia, «podría terminar desapareciendo del todo, como una vela. ¿Cómo sería entonces?». Y trató de imaginar cómo es la llama de una vela cuando se la apaga de un soplo, ya que no recordaba haber visto nunca una cosa así.
Al cabo de un rato, viendo que no ocurría nada más, decidió entrar en seguida en el jardín; pero, ¡ay, pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, descubrió que había olvidado la llavecita de oro, y al volver a la mesa para recogerla, se encontró con que no alcanzaba: podía verla con toda claridad a través del cristal, y trató de trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza; y cuando se hartó de intentarlo, la pobre se sentó y se echó a llorar.
–¡Vamos, no sirve de nada llorar de esta manera! –se dijo Alicia a sí misma con cierta severidad–. ¡Te recomiendo que dejes de hacerlo ahora mismo! –por lo general, solía darse a sí misma muy buenos consejos (aunque muy raramente los seguía); y a veces se regañaba con tanto rigor que le asomaban las lágrimas a los ojos; aún se acordaba de haber intentado una vez darse una bofetada por hacerse trampas jugando al croquet consigo misma, ya que esta niña singular era muy aficionada a hacer como que era dos personas distintas. «¡Pero esta vez», pensó Alicia, «es inútil hacer de dos personas! ¡Apenas queda de mí lo bastante como para hacer de una sola!».
Su mirada no tardó en descubrir una cajita de cristal debajo de la mesa; la abrió, y encontró una tarta minúscula sobre la que estaba preciosamente escrita con grosellas la palabra «CÓMEME». «Bueno, me la comeré», dijo Alicia: «si me hace aumentar de tamaño, podré coger la llave; y si me hace disminuir, podré deslizarme por debajo de la puerta: ¡De modo que, suceda lo que suceda, podré entrar en el jardín!».
Comió un poquitín de la tarta, y se dijo ansiosamente: «¿Qué pasará? ¿Qué pasará?», sosteniendo la mano a la altura de la cabeza para comprobar si menguaba o crecía; y se quedó sorprendida al ver que seguía teniendo el mismo tamaño. Naturalmente, esto es lo que suele ocurrir cuando comemos tarta; pero Alicia estaba tan acostumbrada a esperar que no le pasaran más que cosas raras, que le pareció de lo más soso y estúpido que la vida siguiera siendo normal.
Así que se puso manos a la obra, y en un periquete se acabó la tarta.
Capítulo II
El Charco de las Lágrimas
–¡Curiosismo y curiosismo! –exclamó Alicia (estaba tan sorprendida, que de momento se le olvidó por completo hablar bien)–. ¡Ahora me estoy estirando como el catalejo más grande del mundo! ¡Adiós, pies! –pues al mirarse los pies, le pareció que casi se perdían de vista, de tanto como se iban alejando–. ¡Ay, mis pobres piececitos, quién os pondrá ahora los zapatos y los calcetines! ¡Desde luego, yo no voy a poder! Estaré lejísimos para ocuparme de vosotros; os las tendréis que arreglar lo mejor que podáis... «pero debo ser amable con ellos», pensó Alicia, «¡o puede que se nieguen a andar hacia donde yo quiero ir! Vamos a ver. Les regalaré unas botas nuevas todas las Navidades».
Y siguió haciendo planes consigo misma sobre cómo lo haría. «Se las enviaré por el recadero», pensó; «¡qué divertido va a ser, enviar regalos una a sus propios pies! ¡Y qué raras serán las señas!».
Sr. D. Pie Derecho de Alicia
Alfombra de la Chimenea
Junto a la Pantalla.
(Con cariño, de Alicia.)
–¡Dios mío, qué tonterías estoy diciendo!
En ese preciso momento su cabeza