¡Ay! ¡Era demasiado tarde para ese deseo! Siguió creciendo y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas; un minuto después no había espacio ni para eso, y probó a tumbarse con un codo contra la puerta, y el otro brazo enroscado alrededor de la cabeza. Pero seguía creciendo; así que, como último recurso, sacó un brazo por la ventana, metió un pie por la chimenea, y se dijo: «Ahora, pase lo que pase, ya no puedo crecer más. ¿Qué va a ser de mí?».
Afortunadamente para Alicia, el mágico frasquito había hecho todo el efecto que tenía que hacer, y no siguió creciendo. No obstante, estaba incomodísima, y como no parecía haber posibilidad de salir de la habitación, no es extraño que se sintiera desventurada.
«Estaba mucho mejor en casa», pensó la pobre Alicia; «allí no andaba creciendo y menguando constantemente, ni me daban órdenes los ratones y los conejos. Casi hubiera preferido no haber bajado a esta madriguera... sin embargo... sin embargo... ¡qué curiosa, esta clase de vida! ¡No sé qué puede haberme ocurrido! ¡Cuando leía cuentos de hadas, imaginaba que esas cosas no ocurrían nunca, y ahora estoy aquí, metida en una de ellas! ¡Debería escribirse un libro sobre mí, desde luego! Cuando me haga mayor, lo escribiré yo... Aunque ahora ya soy mayor» –añadió en tono afligido–. «Al menos, no queda espacio para crecer más, aquí».
«Pero entonces», pensó Alicia, «¿no me haré más mayor de lo que soy ahora? Será un consuelo, en cierto modo... no llegar a hacerme vieja... pero entonces... ¡tendré que estudiar constantemente las lecciones! ¡Ah, eso sí que no me gustaría!».
–¡Pero mira que eres tonta, Alicia! –se contestó–. ¿Cómo vas a estudiar lecciones aquí? ¡Si apenas hay sitio para ti, y no caben tus libros de estudio!
Y así siguió, adoptando primero un punto de vista, luego el otro, y desarrollando toda una conversación; pero al cabo de unos minutos oyó una voz en el exterior, y se puso a escuchar.
–¡Mary Ann! ¡Mary Ann! –dijo la voz–. ¡Tráeme los guantes ahora mismo! –a continuación oyó acercarse un leve golpeteo de pies en la escalera. Alicia comprendió que era el Conejo que subía a buscarla, y tembló hasta el punto de hacer estremecerse la casa, olvidando completamente que ahora era unas mil veces mayor que el Conejo, y que no había motivo para tener miedo.
Poco después, llegó el Conejo a la puerta, y trató de abrirla; pero la puerta se abría hacia adentro, y el codo de Alicia presionaba contra ella, de modo que fracasó en su intento. Alicia oyó que se decía a sí mismo: «Tendré que dar la vuelta y entrar por la ventana».
«No podrás», pensó Alicia, y tras esperar hasta que le pareció oír al Conejo justo debajo de la ventana, extendió súbitamente la mano, y dio un manotazo en el aire. No cogió nada, pero oyó un gritito, una caída, y un estrépito de cristales rotos, de lo que infirió que se había caído en una cajonera de calabazas o algo parecido.
A continuación sonó una voz irritada –la del Conejo–: «¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás?». Y luego otra voz que Alicia no había oído anteriormente: «¡Pues aquí! ¡Entrecavando los manzanos, señoría!».
–¡Conque entrecavando los manzanos!, ¿eh? –dijo el Conejo irritado–. ¡Anda, ayúdame a salir de aquí ! (sonaron más cristales rotos).
–Ahora dime, Pat, ¿qué es eso de la ventana?
–¡Pues un brazo, señoría! (pronunció «brazu»).
–¿Un brazo, memo? ¿Quién ha visto un brazo de ese tamaño? ¡Si ocupa toda la ventana!
–Desde luego que así es, señoría; pero a pesar de todo, es un brazo.
–Bueno, en cualquier caso, no tiene por qué estar ahí; ¡ve y quítalo!
Hubo un largo silencio después de esto, y Alicia sólo pudo oír susurros de vez en cuando; algo así como: «Desde luego, no me hace ninguna gracia, señoría; ninguna gracia». «¡Haz lo que te digo, cobarde!»; finalmente, Alicia extendió la mano otra vez y dio otro manotazo en el aire. Ahora sonaron dos grititos, y nuevos ruidos de cristales rotos. «¡Cuántas cajoneras debe de haber!», pensó Alicia. «¡Me pregunto qué van a hacer ahora! ¡En cuanto a quitarme de la ventana, ojalá lo consiguieran! ¡Desde luego, no me apetece seguir aquí más tiempo!»
Aguardó un rato sin oír nada más; por último le llegó un ruidito de ruedas de carro, y muchas voces que hablaban a la vez; distinguió las palabras: «¿Dónde está la otra escala?... Cómo, yo no tenía que traer más que una. La otra la tiene Bill; ¡Bill! ¡Tráela aquí, muchacho!; vamos, ponedlas en esta esquina. No, atadlas primero; no llegan a la mitad de la altura todavía. ¡Bah!, aguantarán de sobra; no seas tan escrupuloso; ¡Aquí, Bill! Sujeta esta cuerda; ¿resistirá el tejado? ¡Cuidado con esa teja suelta! ¡Ah, se va a caer! ¡Cuidado con las cabezas! (un sonoro estrépito). ¡Vaya!, ¿quién ha sido? Ha sido Bill, creo. ¿Quién va a bajar por la chimenea? ¡Yo no, ni hablar! ¡Baja tú! ¡No quiero! El que tiene que bajar es Bill... ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes que bajar por la chimenea!».
–¡Ah!, conque es Bill quien tiene que bajar por la chimenea, ¿eh? –se dijo Alicia–. ¡Parece que se lo encargan todo a Bill! No quisiera estar en la piel de Bill durante un buen rato; esta chimenea es estrecha, desde luego; ¡creo que voy a poder dar un puntapié!
Bajó el pie lo más que pudo en el hogar de la chimenea, y esperó hasta que oyó a un animalito (no tenía ni idea de qué clase de bicho era) arañar y gatear por el interior, muy cerca de ella; entonces se dijo a sí misma: «Éste es Bill»; largó un fuerte puntapié, y esperó a ver qué ocurría a continuación.
Lo primero que oyó fue un coro general que exclamó: «¡Allá va Bill!»; luego, la voz del Conejo: «¡Los del seto, cogedle!». Después silencio; y a continuación, otro tumulto de voces: «¡Levantadle la cabeza... Un poco de coñac... No le atragantéis... ¿Cómo estás, muchacho? ¿Qué te ha pasado? ¡Cuéntanoslo todo!».
Por último, se oyó una voz desfallecida y chillona («Ése es Bill», pensó Alicia): «Bueno, pues no lo sé... Más no, gracias; ya estoy mejor... pero me encuentro demasiado nervioso para hablar... todo lo que sé es que me ha golpeado una especie de matasuegras, ¡y que he salido disparado como un cohete!».
–¡Así has salido, muchacho! –dijeron los demás.
–¡Hay que quemar la casa! –dijo la voz del Conejo; y Alicia gritó lo más fuerte que pudo:
–¡Como la queméis os azuzaré a Dinah!
Instantáneamente se hizo un silencio mortal; y Alicia pensó para sus adentros: «¡Veremos qué hacen ahora! Si tuvieran sentido común, quitarían el tejado». Un minuto o dos después, empezaron a andar otra vez de aquí para allá, y Alicia oyó al Conejo que decía: «Con una carretilla llena habrá suficiente para empezar».
«¿Una carretilla llena de qué ?», pensó Alicia. Pero la duda no le duró mucho tiempo, ya que, un momento después, repiqueteó una rociada de guijarros en la ventana, y algunos de ellos le dieron en la cara. «Voy a acabar con todo esto», se dijo; y gritó:
–¡Será mejor que no lo volváis a hacer! –lo cual provocó un nuevo silencio.
Alicia observó con cierta sorpresa que, una vez en el suelo, los guijarros se transformaban en pastelitos; y le vino una idea luminosa a la cabeza. «Si me como uno de esos pasteles», pensó, «seguro que me vendrá algún cambio de tamaño; y como sin duda no me puedo hacer más grande, a lo mejor me hago más pequeña».
Así que se tragó uno de los pasteles, y descubrió encantada que empezaba a disminuir enseguida. Tan pronto como fue lo bastante