El principio del mal. Nadia Noor. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nadia Noor
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417516499
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con la boca abierta al escuchar aquellas palabras envenenadas. ¿Que él pasaba un bache profesional? ¿Desde cuándo? Si era uno de los abogados más eficientes y temidos por sus oponentes en los tribunales. Una bola de furia comenzó a deslizarse en su interior mientras se mordía la lengua para no dar muestra de la indignación que sentía en ese instante.

      «Calma, Max, no alimentes la furia del dragón, que será peor. Mantén la boca cerrada un par de segundos más y todo habrá acabado».

      Sin embargo, no fue así. Su silencio animó a Hans, que encontró en esa pequeña confrontación un alivio a su amargura y siguió cargando en su contra con maldad.

      —Al fin y al cabo, ella no sabe que usted es un incompetente que ha perdido dos juicios este mes. ¡Dos! No uno, ¡dos!

      Max escupió una cadena de palabrotas en su mente y agarró, con rabia, el móvil de las manos de su jefe como punto final. Pulsó enfadado la tecla para rechazar la llamada de su esposa y se levantó de su silla con brusquedad. La furia se había desatado de forma irremediable en su interior y la necesidad de liberarla se hizo apremiante. Había sido comedido y paciente, pero su orgullo y su ego masculino no podían permitir ni un segundo más de humillación.

      «¡Al demonio con todo! Si mis siete años de duro trabajo en este despacho están a punto de finalizar, pues que así sea», se dijo así mismo, al tiempo que recogía su maletín con gesto tenso.

      —Señor Hecht, está usted en lo cierto. Se trata de una emergencia y debo irme. Sin embargo, antes de hacerlo, necesito aclararle algunas cosas. No sé si se ha dado cuenta, pero son las nueve y cuarto de la noche. Nuestra jornada laboral finaliza a las seis. Si hacemos un cálculo matemático, rápido y sencillo, nos sale que hace más de tres horas que nuestras familias deberían de haber sabido algo de nosotros. —Se aflojó el apretado nudo de su corbata e inspiró profundamente—. Somos un equipo de gente responsable. No es necesario que nos martirice y humille. Sabemos que no podemos permitirnos perder juicios, pero… ¡Demonios! somos seres humanos, no máquinas. Hacemos todo lo posible para cumplir los objetivos y dejar a este bufete en buen lugar. Y creo que, hasta ahora, lo hemos logrado, aun cuando usted no encuentra nunca necesario comentarlo, ni mucho menos felicitarnos. Nos ganamos el pan y soportamos sus sermones, porque nos paga bien y nuestras hipotecas son desmesuradas, pero por mi parte, esto se acabó.

      »No puedo seguir trabajando para alguien que pisotea mi dignidad y me humilla en público cada vez que tiene ocasión. —Dejó el maletín caer sobre la superficie negra de la mesa con gesto enfadado—. Me rindo. Recogeré mis cosas y me iré a mi casa, donde mi esposa me espera ansiosa para celebrar nuestro primer aniversario de casados. Para usted, tal vez carezca de valor, pero para mí significa mantener una promesa. Esta mañana, al salir de casa, le prometí que llegaría a una hora decente. No me mire como si me hubiesen salido cinco cabezas, sé perfectamente lo que digo. A partir de mañana, buscaré otro empleo y me aseguraré de que valoren mi trabajo y a mí como persona. Jamás permitiré a nadie que me vuelva a tratar de la forma en la que lo ha hecho usted.

      La cara de Hans sufrió una completa metamorfosis y su expresión engreída, de segundos atrás, se tornó roja y contraída. Sus ojos chispeaban y su respiración afanada indicaba lo alterado que estaba.

      El genio de Max se sintió liberado después de años y años de encorsetamiento y contención. Recorrió con la vista a sus quince compañeros que lo observaban con miradas asombradas.

      —Estoy seguro de que algunos de mis colegas se están aguantando las ganas de mear y no se atreven a pedir permiso para ir al baño. Puede que esa pequeña observación final le haga reflexionar, o puede que no.

      Se dio la vuelta con intención de marcharse cuando, de repente, notó la mano firme de su jefe sujetando su antebrazo.

      —¿Señor Trent, se encuentra usted bajo los efectos de alguna sustancia? —le preguntó Hecht con la cara crispada y enrojecida.

      Max mostró una sonrisa desprovista de humor. Relajó la expresión tensa de su rostro y se encaminó con paso decidido hacia la puerta.

      —No, de hecho, me encuentro mucho mejor de lo que debería. Adiós, señor, considere mi renuncia como definitiva. —Una expresión de triunfo se dibujó en su semblante, y su mirada almendrada observó por primera vez a su jefe de frente—. Compañeros, un placer, nos veremos por ahí.

      —No tan rápido —le pidió Hans en un tono peligrosamente calmado al tiempo que se agachaba y sacaba un folio de un cajón. Se lo puso delante y le apremió con la mirada—. Para mí una renuncia definitiva siempre va acompañada de una firma. Ya sabe, gajes de oficio. Si quiere que la considere definitiva, fírmela.

      El entusiasmo de Max disminuyó un poco al recordar la cantidad de veces que había visto empleados engañados por firmas rápidas y poco aconsejadas. El sepulcral silencio pedía a gritos un movimiento por su parte. Se sintió arrinconado porque, aun cuando su intención era marcharse, le hubiera gustado finalizar su relación laboral con el bufete de otra manera. La mirada complacida de Hans le hizo reaccionar. No, no le daría el gusto de verlo derrotado. Para bien o para mal, los dados estaban lanzados. Cogió el boli y estampó su firma con mucho ímpetu.

      —Aquí la tiene. No sufra. —Se la tendió con gesto relajado. —Es usted un auténtico cabrón.

      Max no esperó ver la reacción que produjeron sus últimas palabras y salió de la sala de juntas poseído de una creciente euforia. Sentía su cuerpo liberado, como si acabase de quitarse de encima varias cadenas. Tras dar un par de zancadas, se paró en medio del pasillo y la realidad de lo que acababa de hacer se hizo evidente. Su reciente hazaña se podía resumir en dos partes: se había enfrentado al jefe del prestigioso bufete Bo&Nex y, como consecuencia, se había quedado sin trabajo. Se apoyó en una pared para serenar una enorme ola de arrepentimiento.

      «Dios, no tenía que haber hecho esto».

      Se palpó la cara para cerciorarse de que no estaba soñando y el sudor frío de su frente confirmó su temor, en efecto. No lo estaba. Un carraspeo le sobresaltó y se topó con la mirada sorprendida de Sara, la secretaria de Hans.

      —Señor Trent, ¿se encuentra usted bien? Tiene mala cara. —Se acercó a él y le tocó el hombro en actitud compasiva.

      Max asintió levemente con la cabeza y comenzó a dar pequeños pasos en dirección a la salida. Mientras intentaba alcanzar el ascensor, la astronómica cifra de su hipoteca comenzó a pasearse por delante de su mirada perdida. ¡Joder! ¿Qué es lo que acababa de hacer? Bianca era enfermera, su sueldo apenas llegaba a mil ochocientas libras al mes y unas cuatrocientas se iban para la letra de su coche. ¿Cómo pagarían todos los gastos a partir de ahora?

      «Max Trent, eres un buen abogado, no, que digo bueno, eres uno de los mejores de la ciudad. En dos días estarás instalado en un nuevo despacho, donde te darán un buen trato y serás feliz».

      Con los ánimos renovados, pulsó el botón del ascensor y esperó impaciente a que llegase. Escuchó la puerta de la sala de juntas abrirse y un zumbido de voces llegó hasta a él. No quería volver a cruzarse con su exjefe ni con sus compañeros. Le harían preguntas, y con seguridad, pensarían que su reciente locura se debía al hecho de que ya tenía una oferta de trabajo sobre la mesa. Nadie en su sano juicio dejaría, en plena crisis económica, un prestigioso despacho para quedarse en el aire.

      Giró sobre sus talones y se encaminó hacia las escaleras, puesto que el ascensor tardaba en llegar. A sus espaldas, escuchó a Hans Hecht gritar:

      —¡Señor Trent, búsquese otro oficio! ¡En esta ciudad, nadie le dará trabajo de abogado! —Unas carcajadas forzadas acompañaron su desplante—. No lo tome como una amenaza, tómeselo como un hecho.

      Max aceleró el ritmo de sus pasos y no paró hasta entrar en el garaje. Su potente BMW de color blanco le esperaba silencioso, ajeno a su drama personal. Acarició el relieve de su moderna carrocería al tiempo que se preguntaba si podría seguir pagando las letras cada mes. Sonrió con amargura y se acomodó en su confortable asiento de cuero beige. A pesar del hervidero de su cerebro, no pudo no sentirse