EJECUTANTE, INTÉRPRETE, IMPROVISADOR
Hemos visto cómo y hasta qué punto se diferencian la improvisación y la composición. ¿Existe la misma distancia entre la improvisación y la interpretación? En realidad, no. Nos será más fácil y más justo plantear esta cuestión como una tabla de formas interpretativas; con el ejecutante en un polo y el libre improvisador en el otro.
En este sentido, el ejecutante sería un caso extremo y particular de intérprete, y empleo el término para llamar la atención sobre los distintos grados de libertad que puede tener un intérprete según la situación musical en la que se encuentra. Simplificando, podemos decir que interpretar es entender una idea y luego dar a conocer ese entendimiento. Así, ante un preludio de Bach, un clavecinista toca mucho más que las notas. Se le presupone la capacidad de captar las ideas que el compositor ha plasmado en la partitura y de manifestar con sonidos su forma de entenderlas. Se le presupone también un conocimiento de la forma de hacer música de la época del compositor, tanto en cuanto técnica como en cuanto estética, para que su interpretación no quede excesivamente distorsionada por el hecho de vivir en una época distinta a la de Bach. Hemos elegido como ejemplo una obra para solista, pero algo muy similar pasa en un cuarteto de cuerdas, un trío o cualquier otro grupo de música de cámara. Éste es, pues, el trabajo del intérprete, y un buen intérprete es una bendición, una persona cuya capacidad musical y cuyos conocimientos le permiten brindar a sus oyentes una experiencia de la música que no podrían tener de ninguna otra manera.
Ocurre, sin embargo, que determinadas situaciones musicales no le permiten al intérprete esa libertad. Se trata de entornos en los que la interpretación la realiza alguien jerárquicamente superior, al que ha de obedecer para ejecutar la interpretación que aporta esta figura. Anteriormente mencioné, como ejemplo, el decimoquinto violín de una orquesta sinfónica. Algo de creatividad aportará a su ejecución, pero, a diferencia de un solista orquestal, cuya libertad interpretativa se asemeja mucho más a la del músico de cámara, la situación de nuestro violinista ni le pide, ni le permite, la libertad de expresión que se le presupondría ante un preludio de Bach u otra obra de cámara. No es, obviamente, un autómata. Tendrá cierta libertad de movimiento; pero la ejercerá sobre todo para ajustarse al sonido de sus colegas y a las exigencias de su director, en el necesario esfuerzo por disolver su individualidad, creando el sonido unificado que necesita la orquesta para acomodarse a la interpretación de su director. Conseguir ese sonido requiere una gran capacidad musical y una no menor capacidad para trabajar en equipo, pero sería ilusorio equipararlo a la libertad de expresión individual que ejerce un intérprete solista.
Pongamos, pues, en un extremo de la tabla al ejecutante, el que ejecuta la música según se le mande y sin poder aportar su propia interpretación. Luego vendrá el intérprete, que sí puede interpretar con más o menos libertad las ideas del compositor. Y aquí hemos de entender que interpretar supone, en realidad, aportar ideas propias a la música. Entender las ideas del compositor y hacerlas inteligibles a los oyentes requiere haber reflexionado acerca de ellas, y la reflexión que hace posible la interpretación no es otra cosa que ideación. Así pues, el intérprete nos brinda su idea de las ideas del compositor.
Aún más allá en la tabla se encontraría el improvisador de cualquiera de las muchas tradiciones improvisatorias. Como veremos en el capítulo II, este tipo de improvisador trabaja con modelos sonoros. De hecho, son estos modelos los cimientos de su tradición. Así, el músico de flamenco puede tocar una soleá, que es uno de los palos o formas tradicionales del flamenco. Y aquí viene la pregunta: si está tocando una forma tradicional, con las armonías, los ritmos, la métrica, los giros melódicos y verbales asociados a esa forma, ¿hasta qué punto está improvisando, y hasta qué punto está interpretando algo preexistente?
Dentro de esta perspectiva tradicionalista, el etnomusicólogo John Baily, experto en la improvisación rubâb de Afganistán, distingue entre la improvisación de rutina y la inspirada. Según su colega francés Jean Düring:
La primera consiste en el tratamiento de un texto según reglas y figuras fijadas de antemano; hay elección instantánea entre diferentes posibilidades [ya] conocidas. La segunda consiste en crear nuevos elementos, que pueden ser retenidos posteriormente para enriquecer la colección de figuras, patrones, etcétera.15
Así, la improvisación de rutina sería, ante todo, un acto de interpretación, cuando el improvisador recurre directamente a elementos del modelo tradicional, interpretándolos con mayor o menor libertad. En cambio, la improvisación inspirada sería principalmente un acto de creación, en el que el improvisador crea nuevos materiales, algunos de los cuales podrían entrar a formar parte de la tradición. No debemos, pues, pensar que la existencia de una tradición improvisatoria esté reñida con la capacidad de innovar, o que los improvisadores pertenecientes a estas tradiciones sean menos creativos que los otros. Los grandes creadores son pocos, pero están muy bien repartidos.
Hacia el extremo de la tabla, casi en el polo opuesto al del ejecutante, encontraríamos al libre improvisador. Hemos visto cómo, en las tradiciones improvisatorias, el improvisador puede tener más o menos de intérprete según si se limita a interpretar un modelo o si inventa material nuevo. Pero el libre improvisador no tiene ese tipo de modelo. No existen formas como el blues o la soleá en la libre improvisación. Entonces, ¿qué podría interpretar? Aquí hemos de reconocer que, si bien no existe el mismo tipo de modelo consensuado en la libre improvisación, sí hay, inevitablemente, improvisaciones más y menos creativas, más y menos arriesgadas, etcétera. Es más, como veremos más adelante, cada improvisador tiene su propio lenguaje, su propia memoria, sus propios gustos. En este sentido, en una libre improvisación de rutina (y las hay), el improvisador no estaría interpretando un modelo consensuado como un blues o una soleá; estaría utilizando sus propios recursos, interpretando elementos de su propio lenguaje en vez de utilizar esos mismos elementos para inventar. Aquí el término recurso no es inocente: se refiere a algo al que recurre el improvisador.
Así, en esta oscilación entre improvisación de rutina o inspirada, cada uno decide hasta qué punto quiere asumir el riesgo de crear lo máximo posible, o sea, de depender lo menos posible de lo que ya sabe, y explorar el momento, tocando cosas que no sabe si funcionarán o no. Es el rechazo de un modelo consensuado, y de la excesiva dependencia del lenguaje personal, lo que a mi entender llevó a Lê Quan Ninh a decir: “No quiero hacer música improvisada. Quiero improvisar”. En todo caso, los dos polos de esta tabla son puras entelequias. No existe el ejecutante absoluto, ni tampoco el improvisador capaz de crear música completamente ex nihilo.
Por otra parte, es muy importante que un improvisador reconozca esta gama de posibilidades. Si bien interpretar e improvisar forman parte de un continuum, las responsabilidades asociadas a cada actividad son muy distintas. No es lo mismo asumir la responsabilidad de interpretar la obra de un compositor de otra época que plantarse delante de un público e improvisar libremente. Ya he comentado el peligro que supone para un improvisador pensar que está componiendo. Confundir improvisar con interpretar también puede entrañar dificultades para el músico, máxime en el caso de alguien formado como intérprete que empiece a improvisar. Para ilustrarlo, consideremos por un momento una orquesta sinfónica. No recuerdo quién fue el primero en compararla con una fábrica,16 pero no cabe duda de que su organización interna es muy similar. Primero está el inventor/ingeniero/compositor, que diseña el producto y entrega a la fábrica los planos/partitura para que lo elabore. Este proceso está regido y realizado por una estructura totalmente jerárquica. Arriba está el director, a continuación los capataces (el Konzertmeister, el primer viola, el primer chelo, etcétera) y por último la mano de obra cualificada (los demás músicos).17
Así pues, cuando un intérprete sale al escenario, en solitario o en compañía de toda una orquesta, llega con un producto cuidadosamente elaborado (en los ensayos) según los planos diseñados por el compositor. Es este producto –su interpretación de los planos del compositor– lo que entrega al público. Pero imaginémonos por un momento