I
IMPROVISAR, COMPONER, INTERPRETAR
Escribir seriamente sobre música es afrontar el reto de aplicar palabras al arte más efímero, inasible y propicio al ofuscamiento de las grandes generalizaciones. Por ello, hemos de asumir de entrada que ninguna afirmación sobre música será más precisa que el léxico empleado para elaborarla. En una ocasión, Abraham Lincoln dijo: “Si me dieras seis horas para cortar un árbol, pasaría las cuatro primeras afilando mi hacha”. Si las palabras han de ser nuestras herramientas, comencemos, pues, por afilarlas.
A nuestro modo de ver, una de las palabras empleadas con menos precisión en el habla común sobre música es componer. A menudo, se usa en referencia a cualquier proceso de creación musical. Puede que esto no tenga mayor importancia en una conversación de sobremesa, pero en un contexto más serio, tal imprecisión, más que un estorbo, es una fuente importante de malentendidos, juicios de valor y decisiones erróneas. Algo similar ocurre con la palabra improvisar, que parece funcionar sobre todo como arma arrojadiza en las constantes escaramuzas que mantienen ocupados a nuestros mandatarios. ¿O eran nuestros representantes? Aclaremos, entonces, que en este libro la palabra componer se utiliza para referirse a la creación musical en tiempo diferido; es decir, a cuando la creación musical se produce en un tiempo independiente del de su interpretación ante el público. La palabra improvisar se utilizará de forma igualmente precisa, pero con cierta variación según el contexto. Cuando aparece sin calificativos, debe entenderse referida a la improvisación libre, sin previo plan, estructura o acuerdo. Pero como este libro también aborda algunos aspectos del jazz y otras tradiciones improvisatorias, a veces los términos improvisar e improvisador se referirán más a estos que a la libre improvisación. Confiemos en que estas precisiones vayan cobrando sentido para el lector a medida que avance la obra.
En las artes plásticas se aplica el término de artista para el que crea arte, en general, englobando las distintas prácticas artísticas y a los que las ejercen. Así, pintor es el que crea arte mediante la pintura; escultor, el que lo hace mediante la escultura, etcétera. En el mundo de la música, tenemos, por todo capital, la palabra músico.
Para ser realmente equivalente a artista, músico tendría que referirse al que crea música. Pero desde el primer momento llaman más la atención las diferencias entre estos dos términos que las similitudes. Una vez más, nos encontramos con una imprecisión rampante, ya que músico se aplica indistintamente a los más insignes creadores musicales y a los que, en vez de crear su propia música, se limitan a recrearla, incluso a reproducir la de otros sin que se les permita más que una ínfima libertad creativa. Músico puede ser, por ejemplo, el decimoquinto violín de una orquesta clásica, que se ve obligado a ejecutar lo que aparece en su particella bajo la estricta batuta de su director, y según los golpes de arco del konzertmeister.1 Si son igualmente músicos Johannes Ockeghem, Al Bano y el decimoquinto violín de cualquier orquesta clásica, ¿de qué nos sirve la palabra?
Y sobre todo, ¿cómo llamamos al que crea música, en vez de recrearla? El hecho es que las palabras compositor e improvisador no son realmente equivalentes a artista, ya que no se refieren en general a alguien que crea música, sino a alguien que crea música mediante un determinado conjunto de técnicas. Así, compositor es el que hace composiciones, mientras que improvisador es el que crea música mediante la improvisación. ¿Puede alguien ser las dos cosas a la vez? Claro que sí, igual que ciertos pintores son también escultores. Pero eso no convierte la pintura en escultura, ni siquiera en algún tipo de escultura. Es más, el argumento de que la improvisación es composición porque se utiliza como herramienta compositiva es igualmente erróneo. A menudo, los escultores hacen dibujos preparatorios para sus esculturas, pero eso no convierte el dibujo en escultura.
En primer lugar, hemos de distinguir entre la tradición oral y escrita. Desde esta perspectiva, la improvisación estaría claramente en la oral; mientras que la composición, si bien tendría raíces en la oral, muestra en Occidente una creciente dependencia de la escritura desde el año 590, cuando llega al papado Gregorio Magno. Recordemos que éste instituyó el uso de los neumas (una forma primitiva de escritura musical) como elemento nemotécnico para anotar lo que llegó a llamarse canto gregoriano.
A lo largo de los catorce siglos siguientes, la escritura musical ha adquirido una importancia fundamental en Occidente, llegando a ser el vehículo para algunas de las máximas obras de arte sonoro de todos los tiempos. Con todo, la tradición oral es muchísimo más antigua. En L’Improvisation musicale. Essai sur la puissance du jeu, Denis Levaillant habla de cuatro mil años de tradición oral, y observa que “algunos añadirían un cero”.2 Desde esta perspectiva diacrónica, y no desde el habitual acercamiento sincrónico y contemporáneo, veríamos la música escrita como un caso minoritario y un tanto anómalo dentro de una continuidad de música oral muchísimo más larga e universal. Así, si tuviéramos que considerar conjuntamente la composición e improvisación, puede que tuviera más sentido tomar la composición escrita como un caso especial de la improvisación, que la antecede hasta en veintiséis mil años, y que sigue coexistiendo con ella. No obstante, somos una cultura esencialmente literaria, que entiende y cultiva la escritura como método fundamental de transmisión de conocimientos y sabiduría, como medio para la reflexión y la expresión creativa, y como herramienta para objetivar nuestra memoria cultural. En nuestro mundo, el leer y el escribir son más que simples habilidades; representan un baremo para medir el intelecto, un signo de pertenencia o de acceso a determinados niveles de la sociedad. Educación académica es el nombre de una de las más influyentes sociedades iniciáticas de nuestra tribu.
Nadie cuestiona el valor de la escritura, pero debemos reconocer que su eficacia como transmisora varía mucho en función del tipo de información. Es más, la estructura del medio de transmisión –en este caso la escritura– se impone a lo transmitido, cambiándolo para siempre. Desde una perspectiva social, podemos ir más lejos y afirmar que el valor es parte de la estructura, que lo transmitido es valorado no puramente por su contenido, sino también por el estatus de que goza el sistema de transmisión. Es posible, incluso, que el sistema de transmisión se acabe confundiendo con lo transmitido, como señaló Marshall McLuhan hace ya varias décadas. Así, insignes músicos como Paco de Lucía pueden llegar a afirmar “no saber música”, cuando quieren decir simplemente que no entienden la escritura musical.
En el caso de la música, los cambios provocados por su notación son enormes, ya que antes de la notación la música tenía una identidad, una manera de ser, unos cánones y unos valores muy asentados. Como afirma Patrick Ténoudji: “Nuestra música culta procede de una tradición oral lentamente reducida a lo escrito. La música hablaba antes de ser anotada. Era cambiante, libre y desigual como el habla, siguiendo el ritmo y la organización de un discurso hablado. Durante mucho tiempo se regía por unos principios y por una métrica maleables que nadie cuestionaba: no eran anotados sino tácitos”.3 Este paso de lo oral a lo anotado cambió la forma de entender la música, no sólo el sistema rítmico, sino, como observa Ténoudji en el mismo artículo, el tipo de gesto e incluso la idea de lo que es “tocar” un instrumento.
El improvisador occidental, hoy tan especializado como un compositor o intérprete de “música contemporánea”, también tiene valores, cánones y principios inseparables de su forma de hacer música. Pero, siendo una música no escrita en una sociedad que privilegia la escritura como signo de “cultura”, sus valores son a menudo tan mal entendidos como lo es la estructura de su discurso. No es sorprendente, pues, que en algunos sectores se siga defendiendo la idea de que la improvisación es un tipo de