Al decir esto rompió á reir, añadiendo:
—Pues no parece sino que le hago á usted el amor; y no es eso, Sr. de Manso. No lo digo porque usted no lo merezca, ¡Virgen! pues aunque tiene usted cara de cura, y no es ofensa, no señor... Pero vamos al caso... Se ha quedado usted un poco pálido; se ha quedado usted más serio que un plato de habas.
Yo estaba un poquillo turbado, sin saber qué decir. Doña Javiera se explicó al fin con claridad. ¿Qué pretendía de mí? Una cosa muy natural y sencilla; pero que yo no esperaba en tal instante, sin duda, porque los diablillos que andaban dentro de mi cabeza jugando con la materia estética y haciendo con ella mangas y capirotes, me tenían apartado de la realidad; y estos mismos diablillos fueron causa de que me quedara confuso y aturdido cuando oí á Doña Javiera manifestar su pretensión, la cual era que me encargase de educar á su hijo.
—El chico—prosiguió ella, echándose atrás el manto,—es de la piel de Satanás. Ahora va á cumplir veintiun años. Es de buena ley, eso sí, tiene los mejores sentimientos del mundo, y su corazón es de pasta de ángeles. Ni á martillazos entra en aquella cabeza un mal pensamiento. Pero no hay cristiano que le haga estudiar. Sus libros son los ojos de las muchachas bonitas; su biblioteca los palcos de los teatros. Duerme las mañanas, y las tardes se las pasa en el picadero, en el gimnasio, en eso que llaman... no sé cómo, el Ascátin, que es donde se patina con ruedas. El mejor día se me entra en casa con una pierna rota. Me gasta en ropa un caudal, y en convidar á los gorrones de sus amiguitos otro tanto. Su pasión es los novillos, las corridas de aficionados, tentar becerros, derribar vacas, y su orgullo demostrar mucho pecho, mucho coraje. Tiene tanto amor propio, que el que le toque, ya tiene para un rato, ¡Virgen!... En fin, por sus cualidades buenas y hasta por sus tonterías, paréceme que hay en él mucho del perfecto caballero; pero este caballero hay que labrarlo, amigo D. Máximo, porque si no, mi hijo será un perfecto ganso... Tanto le quiero, que no puedo hacer carrera de él, porque me enfado, ¿ve usted? hago intención de reñirle, de pegarle, me pongo furiosa, me encolerizo á mí misma para no dejarme embaucar; pero en estas viene el niño, se me pone delante con aquella carita de angel pillo, me da dos besos, y ya estoy lela... Se me cae la baba, amigo Manso, y no puedo negarle nada... Yo conozco que le estoy echando á perder, que no tengo caracter de madre... Pues oiga usted, se me ha ocurrido que para enderezar á mi hijo y ponerle en camino y hacer de él un hombre, un gran señor, un caballero, no conviene llevarle la contraria, ni sujetarle por fuerza, sino... á ver si me explico... Conviene arrearle poco á poco, irle guiando, ahora un halago, después un palito, mucho ten con ten y estira y afloja, variarle poquito á poquito las aficiones, despertarle el gusto por otras cosas, fingirle ceder para después apretar más fuerte, aquí te toco, aquí te dejo, ponerle un freno de seda, y si á mano viene, buscarle distracciones que le enseñen algo, ó hacerle de modo que las lecciones le diviertan... Si le pongo en manos de un profesorazo seco, él se reirá del profesor. Lo que le hace falta es un maestro que, al mismo tiempo que sea maestro, sea un buen amigo, un compañero que á la chita callando y de sorpresa le vaya metiendo en la cabeza las buenas ideas; que le presente la ciencia como cosa bonita y agradable; que no sea regañón, ni pesado, sino bondadoso, un alma de Dios con mucho pesquis; que se ría, si á mano viene, y tenga labia para hablar de cosas sabias con mucho aquél, metiéndolas por los ojos y por el corazón.
Quedéme asombrado de ver cómo una mujer sin lecturas había comprendido tan admirablemente el gran problema de la educación. Encantado de su charla, yo no le decía nada, y sólo le indicaba mi aquiescencia con expresivas cabezadas, cerrando un poquito los ojos, hábito que he adquirido en clase cuando un alumno me contesta bien.
—Mi hijo—añadió la carnicera,—tiene y tendrá siempre con qué vivir. Aunque me esté mal el decirlo, yo soy rica. Las cosas claras; soy de tierra de Ciudad-Rodrigo. Por eso quiero que aprenda también á ser económico, arregladito, sin ser cicatero. No tengo á deshonra el pasar mi vida detrás de una tabla de carne ¡Virgen! Pero no me gusta, amigo Manso, que mi hijo sea carnicero, ni tratante en ganados, ni nada que se roce con el cuerno, la cerda y la tripa. Tampoco me satisface que sea un vago, un pillastre, un cabeza vacía, uno de estos que después de salir de la Universidad no saben ni persignarse. Yo quiero que sepa todo lo que debe saber un caballero que vive de sus rentas; yo quiero que no abra un palmo de boca cuando delante de él se hable de cosas de fundamento... Y véase por dónde me han deparado Dios y la Virgen del Carmen el profesor que necesito para mi pimpollo. Ese maestro, ese sabio, ese padrote, es usted, Sr. D. Máximo... No, no se haga usted el chiquitito ni me ponga los ojos en blanco... Para que todo venga bien, mi Manolo tiene por usted unas simpatías... Como se ponga á hablar de nuestro vecino, no acaba. Y yo le digo: «pues haz por parecerte á él, hombre, aunque no sea más que de lejos...» Ayer le dije: «Te voy á poner á estudiar tres ó cuatro horas todos los días en casa del amigo Manso,» y se puso más contento... Le tengo matriculado en la Universidad; pero de cada ocho días, me falta siete á clase. Dice que le aburren los profesores y que le da sueño la cátedra. En fin, Sr. D. Máximo, usted me le toma por su cuenta ó perdemos las amistades. En cuanto á honorarios, usted es quien los ha de fijar... Bendito sea Dios que le trajo á usted á poner su nido en el tercero de mi casa... Lo digo, amigo Manso, usted ha bajado del sétimo Cielo...
Mucho me agradó la confianza que en mí ponía la buena señora, y por lo agradable de la misión, así como por la honra que con ella me hacía, acepté. Resistíme á tomar honorarios; pero doña Javiera opuso tal resistencia á mi generosidad, y se enojó tanto, que estuvo á punto de pegarme, y aun creo que me pegó algo. Todo quedó convenido aquel mismo día, y desde el siguiente empezaron las lecciones.
IV
Manolito Peña, mi discípulo.
Doña Javiera era... (me molesta el sonsonete, pero no lo puedo evitar) viuda. El establecimiento había prosperado mucho en manos del difunto, hombre de gran probidad muy entendido en cuerno y cerda, sagaz negociante, castellano rancio, buen bebedor, con la pasión de los toros llevada al delirio. Falleció de un cólico miserere á los cincuenta años. Cuatro habían pasado desde esta desgracia cuando yo conocí á doña Javiera, que andaba á la sazón alrededor de los cuarenta; y por aquellos mismos días los murmullos del barrio la suponían en relaciones ilícitas con un tal Ponce, que había sido barítono de zarzuela; sujeto de chispa y de buena figura, pero ya muy marchito; holgazán rematado, aunque blasonaba de ciertas habilidades mecánicas que para nada servían, como no fuera para que él se impacientara y se aburrieran los demás. Todo el santo día lo pasaba este hombre en la casa de mi vecina, bien haciendo un palacio de cartón para rifarlo, bien construyendo una jaula tan grande y complicada, que no se acababa nunca. Era un retrato del Escorial hecho en alambre. Sabía hacer composturas y tenía máquina de calar, con la que confeccionaba mil fruslerías de tabla, chapa y marfil, todo enmarañado y de mal gusto, frágil, inútil y jamás concluido.
Pero dejemos á Ponce y vengamos á mi discípulo. Era Manuel Peña de índole tan buena y de inteligencia tan despejada, que al punto comprendí no me costaría gran trabajo quitarle sus malas mañas. Estas provenían del hervor de la sangre, de la generosidad é instintos hidalgos del muchacho, del prurito de lo ideal que vigorosamente aparece en las almas jóvenes; de su temperamento entre nervioso y sanguíneo; de su admirable salud y buen humor, que le ponían á salvo de melancolías, y por último, de la vanidad juvenil que en él despertaban su hermosísima figura y agraciado rostro.
Mi complacencia era igual á la del escultor que recibe un perfecto trozo del mármol más fino para labrar una estátua. Desde el primer día conocí que inspiraba á mi discípulo no sólo respeto sino simpatía; feliz circunstancia, pues no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos, ni hay enseñanza posible sin la bendita amistad, que es el mejor conductor de ideas entre hombre y hombre.
Buen cuidado tuve al principio de