Se los daba. ¿Qué había de hacer? Pero un día de los muchos en que me embistió con esta estratagema, no pude contener el enfado y dije á mi cínife:
—Señora, cuando usted tenga falta, pídame con verdad y sin comedias, pues tengo el deber de no dejarla morir de hambre... Me gusta la verdad en todo, y las farsas me incomodan.
Ella lo tomó á risa, diciéndome que mis bromitas le hacían gracia, que su dignidad... ¡una cosa atroz! y no sé qué más.
Después que le eché tal filípica, parecióme que había estado un poco fuerte, y sentí vivos remordimientos, porque la pobreza tiene sin duda cierto derecho á emplear para sus disimulos los medios más extraños. La indigencia es la gran propagadora de la mentira sobre la tierra, y el estómago la fantasía de los embustes.
Doña Cándida había sido hermosa. En la primera etapa de su miseria había defendido sus facciones de la lima del tiempo; pero ya en la época esta de las visitas y de los ataques á mi mal defendido peculio, la vejez la redimía del cuidado de su figura, y no sólo había colgado los pinceles, sino que ni aún se arreglaba con aquel esmero que más bien corresponde á la decencia que á la presunción. Deplorable abandono revelaban su traje y peinado, hecho de varios crepés de diferentes colores, añadidos y pelotas como de lana, aspirando el conjunto á imitar la forma más en moda. Así como en su conducta no existía la dignidad de la pobreza, en su vestido no había el aseo y compostura que son el lujo, ó mejor dicho, el decoro de la miseria. El corte era de moda, pero las telas ajadas y sucias declaraban haber sufrido infinitas metamorfosis antes de llegar á aquel estado. Prefería harapos de un viso elegante, á una falda nueva de percal ó mantón de lana. Tenía un vestido color de pasa de Corinto, que lo menos databa de los tiempos de la Vicalvarada, y que con las trasformaciones y el uso se había vuelto de un color así como de caoba, con ciertos tornasoles, vetas ó ráfagas que le daban el mérito de una tela rarísima y milagrosa.
Usaba un tupido velo que á la luz solar ofrecía todos los cambiantes del iris, por efecto de los corpúsculos del polvo que se habían agarrado á sus urdimbres. En la sombra parecía una masa de telarañas que velaban su frente, como si la cabeza anticuada de la señora hubiera estado expuesta á la soledad y abandono de un desván durante medio siglo. Sus dos manos, con guantes de color de ceniza, me producían el efecto de un par de garras, cuando las veía vueltas hacia mí, mostrándome descosidas las puntas de la cabritilla y dejando ver los agudos dedos. Sentía yo cierto descanso cuando las veía esconderse por las dos bocas de un manguito, cuya piel parecía haber servido para limpiar suelos. De perfil tenía doña Cándida algo de figura romana. Era mi cínife muy semejante al Marco Aurelio de yeso que estaba con los otros padrotes, sobre mi estantería. De frente no eran tan perceptibles las reminiscencias de su belleza. Brillaba en sus ojos no sé qué avidez insana, y tenía sonrisas antipáticas, propiamente secuestradoras, con más un movimiento de cabeza siempre afirmativo, el cual, no sé por qué, me revelaba incorregible prurito de engañar. La finura de sus modales era otra reminiscencia que la hacía tolerable, y á veces agradable, si bien no tanto que me hiciera desear sus visitas. El parecido con Marco Aurelio, que yo hice notar cierto día á mi discípulo, fué causa de que éste la diese aquel nombre romano; pero después, confundiendo maliciosamente aquel emperador con otro, la llamaba Calígula.
Impresionada sin duda por la filípica que le eché aquel día, varió de sistema. Larga temporada estuvo sin ir á mi casa sino muy contadas veces, y nunca me pedía dinero verbalmente. Para darme los golpes se valía de su sobrina, á quien mandaba á mi casa, portadora de un papelito pidiéndome cualquier cantidad con esta fórmula: «Haz el favor de prestarme tres ó cuatro duros, que te devolveré la semana que entra.»
Las semanas de doña Cándida se componían, como las de Daniel, de setenta semanas de años ó poco menos.
El sistema de poner el sablote en las inocentes manos de una niña, era prueba clara de la astucia y sagacidad de la vieja, porque, conociendo mi grande amor á la infancia, calculaba que era imposible la negativa. Y tenía razón la maldita; porque cuando yo veía entrar á la postulante alargándome el papelito sin rodeos ni socaliñas, ya estaba echando mano á mi bolsillo ó á la gaveta para adelantarme á la acción de la pobre niña y evitarle la pena de dar el fastidioso recado.
VI
Se llamaba Irene.
Su palidez, su mirada un tanto errática y ansiosa, que parecía denotar falta de nutrición; su actitud cohibida y pudorosa, como si le ocasionaran vivísimo disgusto las comisiones de su tía, me inspiraban mucha lástima. Así es que además de la limosna, yo solía tener en mi mesa algún repuesto de golosinas. Presumiendo que rara vez tendrían satisfacción en ella los vehementes apetitos infantiles, dábale aquellas golosinas sin hacerla esperar, y ella las cogía con no disimulada ansia, me daba tímidamente las gracias, bajando los ojos, y en el mismo instante empezaba á comérselas. Sospeché que este apresuramiento en disfrutar de mi regalo, era por el temor de que si llegaba á su casa con caramelos ó dulces en el bolsillo, doña Cándida querría participar de ellos. Más adelante supe que no me había equivocado al pensar de este modo.
Me parece que la estoy mirando junto á mi mesa escudriñando libros, cuartillas y papeles, y leyendo en todo lo que encontraba. Tenía entonces doce años y en poco más de tres había vencido las dificultades de los primeros estudios en no sé qué colegio. Yo la mandaba leer, y me asombraba su entonación y seguridad, así como lo bien que comprendía lo que leía, no extrañando palabra rara ni frase oscura. Cuando le rogaba que escribiese, para conocer su letra, ponía mi nombre con elegantes trazos de caligrafía inglesa, y debajo añadía: catedrático.
Hablando conmigo y respondiendo á mis preguntas sobre sus estudios, su vida y su destino probable, me mostraba un discernimiento superior á sus años. Era el bosquejo de una mujer bella, honesta, inteligente. ¡Lástima grande que por influencias nocivas se torciese aquel feliz desarrollo ó que se malograse antes de llegar á conveniente madurez! Pero en el espíritu de ella noté yo admirables medios de defensa y energías embrionarias, que eran las bases de un caracter recto. Su penetración era preciosísima, y hasta demostraba un conocimiento no superficial de las flaquezas y necedades de doña Cándida. Solía contarme con gracioso lenguaje, en el cual el candor infantil llevaba en sí una chispa de ironía, algunos lances de la pobre señora, sin faltar al respeto y amor que le tenía.
La compasión que esta criatura me inspiraba, crecía viéndola mal vestida y peor calzada. Durante muchos meses, que ahora se me representan años, ví en ella un como sombrero de paja, una especie de cesta deforme y abollada, con una cinta pálida, como el propio rostro de Irene, que caía por un lado del modo menos gracioso que puede imaginarse. Todo lo demás de su vestimenta era marchito, ajado, viejo, de tercera ó cuarta mano, con disimulos aquí y allí que aumentaban la fealdad. Tanto me desagradaba ver en sus piés unas botas torcidas, grandonas, destaconadas, que determiné cambiarle aquellas horribles lanchas por un par de botinas elegantes. Entregarle el dinero habría sido inútil porque doña Cándida lo hubiera tomado para sí. Mi diligente ama de llaves se encargó de llevar á Irene á una zapatería, y al poco rato me la trajo perfectamente calzada. Como le ví lágrimas en los ojos, creí que las botinas, por ser nuevas, le apretaban cruelmente; pero ella me dijo que no, y que no. Y para que me convenciera de ello se ponía á dar saltos y á correr por mi cuarto. Riendo, se le secaron las lágrimas.
Algunos días el papelito, después de la petición de dinero, traía esta nota:
«Te ruego que proporciones á Irene una gramática.»
Y en otra ocasión:
«Irene tiene vergüenza de pedirte un libro bonito que leer. Á mí mándame una novela interesante ó, si lo tienes, un tomo de causas célebres.»
Lo de