José María me suplicaba que le llevase buena gente, pero yo ¡triste de mí! ¿á quién podía llevar, como no fuese á algún desapacible catedrático, que iba á fastidiarse y á fastidiar á los demás? Es verdad que presenté á mi amado discípulo, á mi hijo espiritual, Manuel Peña, que fué muy bien recibido, no obstante su humilde procedencia. Pero ¿cómo no, si además de tener en su abono las tendencias ecualitarias de la sociedad moderna, se redimía personalmente de su bajo origen por ser el más simpático, el más guapo, el más listo, el más airoso, el más inteligente y dominador que podría imaginarse, en términos que descollaba sobre todos los de su edad y no había ninguno que le igualara?
Mi hermano simpatizó mucho con él, tasándole en lo que valía; pero aún no estaba satisfecho el dueño de la casa, y á pesar de haberse afiliado á un partido que tiene en su escudo la democracia rampante, quería, ante todo, ver en su salón, gente con título, aunque éste fuese haitiano ó pontificio, y hombres notables de la política, aunque fueran de los más desacreditados. Los poetas y literatos famosos también le agradaban, y Lica estimaba particularmente á los primeros, porque para ella no había nada más delicioso que el sonsonete del verso. No seré indiscreto diciendo que ella también pulsaba la lira, y que en su tierra había hecho natales y algunas décimas, que tenían todo el rústico candor del alma de su autora y la aspereza salvaje de la manigua. Desde las primeras reuniones se hizo amigo de la casa y al poco tiempo llegó á ser concurrente infalible á ella, un poeta de los de tres por un cuarto...
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