Orden, orden en la narración. Tengo yo un amigo que ha incurrido por sus pecados, que deben de ser tantos en número como las arenas de la mar, en la pena infamante de escribir novelas, así como otros cumplen, leyéndolas, la condena ó maldición divina. Este tal vino á mí hace pocos días, hablóme de sus trabajos, y como me dijera que había escrito ya treinta volúmenes, le tuve tanta lástima que no pude mostrarme insensible á sus acaloradas instancias. Reincidente en el feo delito de escribir, me pedía mi complicidad para añadir un volumen á los treinta desafueros consabidos. Díjome aquel buen presidiario, aquel inocente empedernido, que estaba encariñado con la idea de perpetrar un detenido crímen novelesco, sobre el gran asunto de la educación; que había premeditado su plan, pero que faltándole datos para llevarlo adelante con la alevosa presteza que pone en todas sus fechorías, había pensado aplazar esta obra para acometerla con brío cuando estuvieran en su mano las armas, herramientas, escalas, ganzúas, troqueles y demás preciosos objetos pertinentes al caso; que entre tanto, no gustando de estar mano sobre mano, quería emprender un trabajillo de poco aliento, y que sabedor de que yo poseía un agradable y fácil asunto, venía á comprármelo, ofreciéndome por él cuatro docenas de géneros literarios, pagaderas en cuatro plazos, una fanega de ideas pasadas, admirablemente puestas en lechos y que servían para todo, diez azumbres de licor sentimental, encabezado para resistir bien la exportación, y por último, una gran partida de frases y fórmulas, hechas á molde y bien recortaditas, con más una redoma de mucílago para pegotes, acopladuras, compaginazgos, empalmes y armazones. No me pareció mal trato y acepté.
No sé qué garabatos trazó aquel perverso sin hiel delante de mí; no sé qué diabluras hechiceras hizo... Creo que me zambulló en una gota de tinta; que dió fuego á un papel; que después fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien meneados en una redomita que olía detestablemente á azufre y otras drogas infernales... Poco después salí de una llamarada roja, convertido en carne mortal. El dolor me dijo que yo era un hombre.
II
Yo soy Máximo Manso.
Y tenía treinta y cinco años cuando me pasó lo que me pasó. Y si á esto añado que el caso es reciente, y que muchos de los acontecimientos incluídos en este verdadero relato ocurrieron en menos de un año, quedarán satisfechos los lectores más exigentes en materias cronológicas. Á los sentimentales he de disgustarles desde el primer momento diciéndoles que soy doctor en dos facultades y catedrático del Instituto, por oposición, de una eminente asignatura que no quiero nombrar. He consagrado mi poca inteligencia y mi tiempo todo á los estudios filosóficos, encontrando en ellos los más puros deleites de mi vida. Para mí es incomprensible la aridez que la mayoría de las personas asegura encontrar en esa deliciosa ciencia, siempre vieja y siempre nueva, maestra de todas las sabidurías y gobernadora visible ó invisible de la humana existencia.
Será porque han querido penetrar en ella sin método, que es la guía de sus tortuosos senos, ó porque estudiándola superficialmente han visto sus asperezas exteriores antes de gustar la extraordinaria dulzura y suavidad de lo que dentro guarda. Por singular beneficio de mi naturaleza, desde niño mostré especial querencia á los trabajos especulativos, á la investigación de la verdad y al ejercicio de la razón; y á tal ventaja se añadió, por mi suerte, la preciosísima de caer en manos de un hábil maestro, que desde luego me puso en el verdadero camino. Tan cierto es, que de un buen modo de principiar emana el logro feliz de difíciles empresas, y que de un primer paso dado con acierto depende la seguridad y presteza de una larga jornada.
Digan, pues, de mí que soy filósofo, aunque no me creo merecedor de este nombre, sólo aplicable á los insignes maestros del pensamiento y de la vida. Discípulo soy no más, ó si se quiere, humilde auxiliar de esa falange de nobles artífices que siglo tras siglo han venido tallando en el bloque de la bestia humana la hermosa figura del hombre divino. Soy el aprendiz que aguza una herramíenta, que mantiene una pieza; pero la penetración activa, la audacia fecunda, la fuerza potente y creadora me están vedadas como á los demás mortales de mi tiempo. Soy un profesor de fila, que cumplo enseñando lo que me han enseñado á mí, trabajando sin tregua; reuniendo con método cariñoso lo que en torno á mí veo, lo mismo la teoría sólida que el hecho voluble, así el fenómeno indubitable como la hipótesis atrevida; adelantando cada día con el paso lento y seguro de las medianías; construyendo el saber propio con la suma del saber de los demás; y tratando, por último, de que las ideas adquiridas y el sistema con tanta dificultad labrado, no sean vanas fábricas de viento y humo, sino más bien una firme estructura de la realidad de mi vida con poderosos cimientos en mi conciencia. El predicador que no practica lo que dice, no es predicador, sino un púlpito que habla.
Ocupándome ahora de lo externo, diré que en mi aspecto general presento, según me han dicho, las apariencias de un hombre sedentario, de estudios y de meditación. Antes que por catedrático, muchos me tienen por letrado ó curial, y otros, fundándose en que carezco de buena barba y voy siempre afeitado, me han supuesto cura liberal ó actor, dos tipos de extraordinaria semejanza. En mi niñez pasaba por bien parecido. Ahora creo que no lo soy tanto, al menos así me lo han manifestado directa ó indirectamente varias personas. Soy de mediana estatura, que casi casi, con el progresivo rebajamiento de la talla en la especie humana, puede pasar por gallarda; soy bien nutrido, fuerte, musculoso, mas no pesado ni obeso. Por el contrario, á consecuencia de los bien ordenados ejercicios gimnásticos, poseo bastante agilidad y salud inalterable. La miopía ingénita y el abuso de las lecturas nocturnas en mi niñez, me obligan á usar vidrios. Por mucho tiempo gasté quevedos, uso en que tiene más parte la presunción que la conveniencia; pero al fin he adoptado las gafas de oro, cuya comodidad no me canso de alabar, reconociendo que me envejecen un poco. Mi cabello es fuerte, oscuro y abundante; mas he tenido singular empeño en no ser nunca melenudo, y me lo corto á lo quinto, sacrificando á la sencillez un elemento decorativo que no suelen despreciar los que, como yo, carecen de otros. Visto sin afectación, huyendo lo mismo de la novedad llamativa que de las ridiculeces de lo anticuado. Apuro mi ropa medianamente, con la cooperación de algún sastre de portal, mi amigo; y me he acostumbrado de tal modo al uso del sombrero de copa, á quien el vulgo llama con doble sentido chistera, que no puedo pasarme sin él, ni acierto á sustituirle con otras clases ó familias de tapa-cabezas, por lo cual lo llevo hasta en verano, y aun en viaje me lo pondría muy sereno si no temiera caer en extravagancia. La capa no se me cae de los hombros en todo el invierno, y hasta para estudiar en mi gabinete me envuelvo en ella, porque aborrezco los braseros y estufa. Ya dije que mi salud es preciosa, y añado ahora que no recuerdo haber comido nunca sin apetito. No soy gastrónomo; no entiendo palotada de refinados manjares ni de rarezas de cocina. Todo lo que me ponen delante me lo como, sin preguntar al plato su abolengo ni escudriñar sus componentes; y en punto á preferencias, sólo tengo una que declaro sinceramente, aunque se refiere á cosa ordinaria, el cicer arietinum, que en romance llamamos garbanzo, y que, según enfadosos higienistas, es comida indigesta. Si lo es, yo no lo he notado nunca. Estas deliciosas bolitas de carne vegetal no tienen, en opinión de mi paladar, que es para mí de gran autoridad, sustitución posible, y no me consolaría de perderlas,