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del tinto y flojo hago prudente uso, después de bien bautizado por el tabernero y confirmado por mí; pero de esos traidores vinos del Mediodía, no entra una gota en mi cuerpo. Otra pincelada: no fumo.

      Soy asturiano. Nací en Cangas de Onís, en la puerta de Covadonga y del monte Auseba. La nacionalidad española y yo somos hermanos, pues ambos nacimos al amparo de aquellas eminentes montañas, cubiertas de verdor todo el año, en invierno encaperuzadas de nieve; con sus faldas alfombradas de yerba, sus alturas llenas de robles y castaños, que se encorvan como si estuvieran trepando por la pendiente arriba; con sus profundas, laberínticas y misteriosas cavidades selváticas, formadas de espeso monte, por donde se pasean los osos, y sus empinadas cresterías de roca, pedestal de las nubes. Mi padre, farmacéutico del pueblo, era gran cazador y conocía palmo á palmo todo el país, desde Rivadesella á Ponga y Tarua, y desde las Arriondas á los Urrieles. Cuando yo tuve edad para resistir el cansancio de estas expediciones nos llevaba consigo á mi hermano José María y á mí. Subimos á los Puertos Altos, anduvimos por Cabrales y Peñamellera, y en la grandiosa Liébana nos paseamos por las nubes.

      Solo ó acompañado por los chicos de mi edad, iba muchas tardes á San Pedro de Villanueva, en cuyas piedras está esculpida la historia tan breve como triste de aquel rey que fué comido de un oso. Yo trepaba por las corroídas columnas del pórtico bizantino y miraba de cerca las figuras atónitas del Padre Eterno y de los Santos, toscas esculturas impregnadas de no sé qué pavor religioso. Me abrazaba con ellas, y ayudado de otros muchachos traviesos, les pintaba con betún los ojos y los bigotes, con lo cual las hacía más espantadas. Nos reíamos con esto; pero cuando volvía yo á mi casa, me acordaba de la figura retocada por mí y me dormía con miedo de ella y con ella soñaba. Veía en mi sueño la mano chata y simétrica, los piés como palmetas, las contorsiones de cuerpo, los ojos saltándose del casco, y me ponía á gritar y no me callaba hasta que mi madre no me llevaba á dormir con ella.

      Yo no hacía lo que otros chicos perversos, que con un fuerte canto le quitaban la nariz á un apóstol ó los dedos al Padre Eterno, y arrancaban los rabillos de los dragones de las gárgolas, ó ponían letreros indecentes encima de las lápidas votivas, cuya sabia leyenda no entendíamos. Para jugar á la pelota, preferíamos siempre el pórtico bizantino á los demás muros del pobre convento, porque nos parecía que el Padre Eterno y su corte nos devolvían la pelota con más presteza. El muchacho que capitaneaba entonces la cuadrilla es hoy una de las personas más respetables de Asturias, y preside ¡oh ironías de la vida! la Comisión de Monumentos. La naturaleza de los sitios en que pasé mi infancia ha dejado para siempre en mi espíritu impresión tan profunda, que constantemente noto en mí algo que procede de la melancolía y amenidad de aquellos valles, de la grandeza de aquellas moles y cavidades, cuyos ecos repiten el primer balbucir de la historia patria; de aquellas alturas en que el viajero cree andar por los aires sobre celajes de piedra. Esto, y el sonoro, pintoresco río, y el triste lago Nol, que es un mar ermitaño, y el solitario monasterio de San Pedro, tienen indudablemente algo mío, ó es que tengo yo con ellos el parentesco de conformación, no de sustancia, que el vaciado tiene con su molde. También parece que ha quedado sellada en mi vida la hondísima lástima que me inspiraba aquel rey que fué comido del oso. Siento como impresos ó calcados en mi masa encefálica los capiteles que reproducen la terrible historia. En uno el joven soberano se despide de su tierna esposa; en otro está acometiendo al fiero animal y más allá éste se lo merienda. Cuando yo hacía travesuras, mi padre me amenazaba con que vendría el oso á comerme, como al señor de Favila, y muchas noches tuve pesadilla y veía desfilar por delante de mí las espantables figuras de los capiteles. Por nada del mundo me internaba solo dentro del monte; y aún hoy siempre que veo un oso me figuro por breve instante que soy rey; y también si acierto á ver á un rey, me parece que hay en mí algo de oso.

      Mi padre murió antes de ser viejo. Quedamos huérfanos José María, de veintidos años, y yo de quince. Tenía mi hermano más ambición de riqueza que de gloria, y se marchó á la Habana. Yo despuntaba por el desprecio de las vanidades y por el prurito de la fama, y en mi corta edad no había en el pueblo persona que me echase el pié adelante en ilustración. Pasaba por erudito, tenía muchos libros, y hasta el cura me consultaba casos de filosofía y ciencias naturales. Llegué á adquirir cierta presunción pedantesca y un airecillo de autoridad de que posteriormente, á Dios gracias, me he curado por completo. Mi madre estaba tonta conmigo, y siempre que iba á visitarla algún señor de campanillas me hacía entrar en la sala, y con toda suerte de socaliñas me obligaba á mostrar mi sabiduría en historia ó en literatura, hablando de cosas tales, que aquellas materias vinieran á encajar en la conversación. Las más de las veces era preciso traerlas por los cabellos.

      Como teníamos para vivir con cierta holgura, mi madre me trajo á Madrid, animándola á ello la idea de que pronto se me abrirían aquí fáciles y gloriosos caminos; y en efecto, después de ocuparme en olvidar lo que sabía para estudiarlo de nuevo, ví nuevos y hermosos horizontes, trabé amistad con jóvenes de mérito y con afamados profesores, frecuenté círculos literarios, ensanché la esfera de mis lecturas y avancé considerablemente en mi carrera, hallándome muy luego en disposición de ocupar una modesta plaza académica y de aspirar á otras mejores. Mi madre tenía en Madrid buenas amistades, entre ellas la de García Grande y su señora (que figuraron mucho en tiempo de la Unión liberal); pero estas relaciones influyeron poco en mi vida, porque el fervor del estudio me aislaba de todo lo que no fuera el tráfago universitario, y ni yo iba á sociedad, ni me gustaba, ni me hacía falta para nada.

      Estoy impaciente por hablar de mi sér moral, por la afición que tengo á la predilecta materia de mis estudios. Sin quererlo, se me va la pluma á donde la impulsa el particular gusto mío, y la dejo ir y aun le permito que trate este punto con sinceridad y crudeza, no escatimando mis alabanzas allí donde creo merecerlas. Decir que en materia de principios mi severidad llega hasta el punto de excitar la risa de algunos de mis convecinos de planeta, parecerá jactancia; pero lo dicho dicho está y no habrá quien lo borre de este papel. Constantemente me congratulo de este mi caracter templado, de la condición subalterna de mi imaginación, de mi espíritu observador y práctico, que me permite tomar las cosas como son realmente, no equivocarme jamás respecto á su verdadero tamaño, medida y peso, y tener siempre bien tirantes las riendas de mí mismo.

      Desde que empecé á dominar estos difíciles estudios, me propuse conseguir que mi razón fuese dueña y señora absoluta de mis actos, así de los más importantes como de los más ligeros; y tan bien me ha ido con este hermoso plan, que me admiro de que no le sigan y observen los hombres todos, estudiando la lógica de los hechos, para que su encadenamiento y sucesión sea eficaz jurisprudencia de la vida. Yo he sabido sofocar pasioncillas que me habrían hecho infeliz, y apetitos cuyo desorden lleva á otros á la degradación. Estas laboriosas reformas me han adestrado y robustecido para obtener en la moral menuda una serie de victorias á cual más importantes. Yo he conseguido una regularidad de vida que muchos me envidian, una sobriedad que lleva en sí más delicias que el desenfreno de todos los apetitos. Vicios nacientes, como el fumar y el ir al café, han sido extirpados de raiz. El método reina en mí y ordena mis actos y movimientos con una solemnidad que tiene algo de las leyes astronómicas. Este plan, estas batallas ganadas, esta sobriedad, este régimen, este movimiento de reloj que hace de los minutos dientes de rueda y del tiempo una grandiosa y bien pulimentada espiral, no podían menos de marcar, al proyectarse sobre la vida, esa fácil línea recta que se llama celibato, estado sobre el cual es ocioso pronunciar sentencia absoluta, porque podrá ser imperfectísimo ó relativamente perfecto, según lo determine la acumulación de los hechos, es decir, todo lo físico y moral que, arrastrado por las corrientes de la vida, se va depositando y formando endurecidas capas ó sedimentos de hábitos, preocupaciones, rutina de esclavitud ó de libertad.

      Mi buena madre vivió conmigo en Madrid doce años, todo el tiempo que duraron mis estudios universitarios y el que pasé dedicado á desempeñar lecciones particulares y á darme á conocer con diversos escritos en periódicos y revistas. Sería frío cuanto dijera del heroico tesón con que ayudaba mis esfuerzos aquella singular mujer, ya infundiéndome valor y paciencia, ya atendiendo con solícito esmero á mis materialidades para que ni un instante me distrajese del estudio. Le debo cuanto soy, la vida primero, la posición social, y después otros dones mayores, cuales son mis severos principios,