Cuanto más hablaba sobre ello, más se daba cuenta de que era lo correcto. Era su sueño. Ahora mismo, Catalina no quería otra cosa más que correr hacia las puertas de la ciudad, salir a los espacios que había detrás.
—Y cuando aprendamos a luchar —añadió Catalina—, cuando seamos más grandes y más fuertes y tengamos las mejores espadas, ballestas y puñales, volveremos aquí y mataremos a todos los que nos hicieron daño en el orfanato.
Sintió las manos de Sofía sobre su hombro.
—No puedes hablar así, Catalina. No puedes hablar de matar a gente como si no fuera nada.
—No es nada —soltó Catalina—. Es justo lo que merecen.
Sofía negó con la cabeza.
—Eso es primitivo —dijo Sofía—. Existen mejores maneras de sobrevivir. Y mejores maneras de vengarse. Además, yo no quiero simplemente sobrevivir, como un campesino en el bosque. ¿Cuál es el sentido de la vida entonces? Yo lo que quiero es vivir.
Catalina no estaba segura de ello, pero no dijo nada.
Continuaron caminando en silencio un poco más y Catalina imaginó que Sofía estaba tan atrapada en su sueño como lo estaba ella. Caminaban por calles llenas de personas que parecían saber lo que estaban haciendo con sus vidas, que parecían estar llenas de propósito y, para Catalina, era injusto que fuera tan sencillo para ellas. Aunque por otro lado, tal vez no lo era. Tal vez, tenían tan poca elección como ella y Sofía hubieran tenido si se hubiesen quedado en el orfanato.
Más adelante, la ciudad se extendía detrás de unas puertas que probablemente habían estado allí durante centenares de años. Ahora el espacio que había más allá estaba lleno de casas, oprimidas contra los muros de una forma que, probablemente, las hacía inútiles. Sin embargo, más allá había un amplio espacio abierto donde varios granjeros estaban llevando su ganado de camino al matadero, ovejas y gansos, patos e incluso unas cuantas vacas. También había carros con bienes, esperando a llegar a la ciudad.
Y más allá de eso, el horizonte estaba lleno de bosques. Bosques a los que Catalina ansiaba escapar.
Catalina vio el carruaje antes de que lo hiciera Sofía. Se abría camino a través de los carros que esperaban, sus ocupantes evidentemente daban por sentado que ellos tenían el derecho formal de ser los primeros en entrar a la ciudad. Tal vez era así. El carruaje estaba cubierto de oro y grabado, con un escudo familiar en el lateral que probablemente hubiera entendido si las monjas hubiesen pensado que valía la pena enseñar estas cosas. Las cortinas de seda estaban cerradas, pero Catalina vio que una se abría de una sacudida, dejando al descubierto a una mujer que miraba hacia fuera desde dentro bajo una elaborada máscara de cabeza de pájaro.
Catalina sentía que estaba llena de envidia y aversión. ¿Cómo podían vivir tan bien unos cuantos?
—Míralos —dijo Catalina—. Probablemente van camino de un baile o una mascarada. Seguramente, nunca en su vida han tenido que preocuparse por tener hambre.
—No, no lo han hecho —le dio la razón Sofía. Pero parecía pensativa, incluso llena de admiración.
Entonces Catalina se dio cuenta de lo que estaba pensando su hermana. Se dirigió a ella, horrorizada.
—No podemos seguirlos —dijo Catalina.
—¿Por qué no? —replicó su hermana—. ¿Por qué no intentar conseguir lo que queremos?
Catalina no tenía una respuesta para ella. No quería decirle a Sofía que no funcionaría. No podía funcionar. Que así no era como estaba montado el mundo. Tan solo con echarles una mirada, sabrían que eran huérfanas, sabrían que eran campesinas. ¿Cómo podían ni incluso tener esperanzas de integrarse en un mundo como ese?
Sofía era la hermana mayor; se suponía que ya sabía todo esto.
Además, en aquel instante, la mirada de Catalina se posó en algo que era igual de tentador para ella. Había unos hombres formando cerca del lateral de la plaza, que vestían los colores de una de las compañías mercenarias a las que les gustaba aventurarse en las guerras del otro lado del mar. Tenían armas, dispuestas en carretas, y caballos. Incluso unos cuantos estaban librando un torneo de esgrima improvisado con espadas de acero desafiladas.
Catalina observó las armas, y vio lo que necesitaba: montones de acero. Puñales, espadas, ballestas, trampas para cazar. Incluso con unas cuantas de estas cosas, podía aprender a cazar con trampas y a vivir de la tierra.
—No lo hagas —dijo Sofía, observando su mirada y poniéndole una mano sobre el brazo.
Catalina se la sacó de encima, aunque cuidadosamente.
—Ven conmigo —dijo Catalina, decidida.
Vio que su hermana negaba con la cabeza.
—Sabes que no puedo. Eso no es para mí. Yo no soy así. No es lo que quiero, Catalina.
E intentar mezclarse con un grupo de nobles no era lo que quería Catalina.
Podía sentir la seguridad de su hermana, podía sentir la suya propia, y tuvo una sensación repentina de a dónde llevaba esto. Al entenderlo, le escocieron los ojos. Rodeó con los brazos a su hermana, a la vez que su hermana la abrazaba.
—No quiero dejarte —dijo Catalina.
—Yo tampoco quiero dejarte —respondió Sofía— pero, tal vez, tenemos que intentar cada una nuestro propio camino, aunque sea por poco tiempo. Tú eres tan terca como yo, y cada una tenemos nuestro propio sueño. Yo estoy segura de que puedo conseguirlo y de que, después, puedo ayudarte.
Catalina sonrió.
—Y yo estoy convencida de que yo puedo conseguirlo y de que, después, puedo ayudarte.
Ahora Catalina vio que su hermana también tenía lágrimas en los ojos, pero más que eso, podía notar su tristeza a través de la conexión que compartían.
—Tienes razón —dijo Sofía—. Tú no encajarías en la corte y yo no me adaptaría a estar en la naturaleza, o aprendiendo a luchar. Así que, tal vez, debemos hacerlo por separado. Tal vez nuestras mejores oportunidades de supervivencia están en separarnos. Por lo menos, si atrapan a una de nosotras, la otra puede venir a rescatarla.
Catalina quería decirle a Sofía que se equivocaba, pero lo cierto era que todo lo que estaba diciendo tenía sentido.
—Después te encontraré —dijo Catalina—. Aprenderé a luchar y a vivir en el campo, y te encontraré. Ya lo verás, y te reunirás conmigo.
—Y yo te encontraré a ti cuando haya triunfado en la corte —replicó Sofía con una sonrisa—. Tú te reunirás conmigo en palacio, te casarás con un príncipe y gobernarás esta ciudad.
Las dos hicieron una gran sonrisa, mientras las lágrimas caían por sus mejillas.
«Pero nunca estarás sola» —añadió Sofía, mientras las palabras sonaban en la mente de Catalina—. «Yo siempre estaré tan cerca como el pensamiento».
Catalina ya no podía soportar más la tristeza y sabía que debía actuar antes de que cambiara de opinión.
Así que abrazó a su hermana por última vez, se soltó y fue corriendo en dirección a las armas.
Era el momento de arriesgarlo todo.
CAPÍTULO CINCO
Sofía notaba que la determinación ardía en su interior cuando puso rumbo hacia el otro lado de Ashton, en dirección a la zona amurallada donde yacía el palacio. Iba a toda prisa por las calles, esquivando caballos y, de vez en cuando, saltando a la parte de atrás de los carros cuando parecía