Catalina siguió por unos escalones estrechos de adoquines y, a continuación, hacia un espacio abierto donde se agolpaba la gente. Sofía se obligó a ir más despacio mientras se acercaban al mercado de la ciudad, sujetando a Catalina por el antebrazo para que no corriera.
«Nos camuflaremos más si no corremos» —envió Sofía, sin el suficiente aliento para respirar.
Catalina no parecía convencida, pero aún así fue al ritmo de Sofía.
Caminaban lentamente, rozando al pasar a la gente que se apartaba, reticentes evidentemente a arriesgarse a tener contacto con cualquiera que fuera de tan baja cuna como ellas. Tal vez pensaban que las habían mandado a las dos a algún recado.
Sofía se esforzaba por dar la impresión de que estaba simplemente dando un vistazo mientras utilizaban a la multitud como camuflaje. Miraba alrededor, hacia la torre del reloj que había encima del templo de la Diosa Enmascarada, a los diferentes puestos, a las tiendas con fachada de cristal que había detrás de ellos. En una esquina de la plaza había un grupo de actores, que representaban uno de los cuentos tradicionales vestidos con un elaborado vestuario mientras uno de los censores observaba desde el borde de la multitud que los rodeaba. Había un reclutador del ejército de pie sobre una caja, intentando alistar tropas para la nueva guerra que iba a adueñarse de esta ciudad, una batalla inminente al otro lado del Canal Puñal-Agua.
Sofía vio que su hermana observaba al reclutador y tiró de ella.
«No» —envió Sofía—. «Eso no es para ti».
Catalina estaba a punto de responder cuando, de repente, empezaron de nuevo los gritos detrás de ellas.
Las dos salieron disparadas.
Sofía sabía que ahora nadie las ayudaría. Esto era Ashton, lo que significaba que ella y Catalina eran las que estaban donde no tocaba. Nadie intentaría ayudar a dos fugitivas.
De hecho, cuando alzó la vista, Sofía vio que alguien se dirigía hacia ellas, para cerrarles el paso. Nadie permitiría que dos huérfanas escaparan de lo que debían, de lo que eran.
Unas manos las agarraron y ahora tenían que pelear por escapar. Sofía dio una bofetada a una mano que tenía sobre el hombro, mientras Catalina golpeaba agresivamente con su atizador robado.
Se abrió un agujero delante de ellas y Sofía vio que su hermana corría hacia una serie de andamios de madera abandonados que había al lado de un muro de piedra, donde los albañiles debían haber estado intentando enderezar una fachada.
«¿Otra vez a escalar?» —envió Sofía.
«No nos seguirán» —replicó su hermana.
Lo que probablemente era cierto, aunque solo fuera porque el hatajo de gente común que las perseguía no arriesgaría de ese modo sus vidas. Sin embargo, a Sofía le daba temor. Pero ahora mismo, no se le ocurrían ideas mejores.
Sus manos temblorosas se agarraron a los listones de madera del andamio y empezó a subir.
En cuestión de segundos, le empezaron a doler los brazos, pero para entonces o continuaba o caía y, incluso de no haber habido adoquines allá abajo, Sofía no quería caer con casi una multitud persiguiéndola.
Catalina ya estaba esperando arriba del todo, todavía sonriendo como si todo eso fuera un juego. Allí estaba su mano de nuevo y tiró de Sofía para que subiera; y de nuevo empezaron a correr –esta vez sobre los tejados.
Catalina siguió por un agujero que llevaba a otro tejado, saltando sobre el techo de paja como si no le preocupara el peligro de atravesarlo. Sofía la siguió, reprimiendo la necesidad de chillar cuando casi resbaló y brincando después con su hermana hacia una sección baja, donde una docena de chimeneas escupían humo de un horno que había debajo.
Catalina intentó correr de nuevo pero Sofía, al darse cuenta de la oportunidad, la agarró y tiró de ella hasta el tejado de paja, escondiéndose entre los montones.
«Espera» —envió.
Ante su asombro, Catalina no protestó. Miró alrededor mientras estaban agachadas en la parte plana del tejado, sin hacer caso del calor que subía de los fuegos de abajo y vio lo escondidas que estaban. El humo nublaba casi todo lo que estaba a su alrededor, metiéndolas dentro de una niebla que las escondía. Allá arriba parecía una segunda ciudad, con cuerdas para la ropa, banderas y banderines que las cubrían todo lo que podían desear. Si se quedaban quietas, era imposible que alguien las pudiera localizar aquí. Nadie sería tan estúpido tampoco como para arriesgarse a pisar la paja.
Sofía miró alrededor. A su manera, había paz allá arriba. Había lugares en los que las casas estaban tan cerca que los vecinos se tocaban si alargaban los brazos y, más lejos, Sofía vio que vaciaban un orinal en la calle. Nunca había tenido la ocasión de ver la ciudad desde este ángulo, las torres del clero y los fabricantes de licores, los guardianes del reloj y los hombres sabios que sobresalían del resto, el palacio situado dentro de su propio anillo de muros como si fuera un carbúnculo brillante sobre la piel de todo lo demás.
Se encorvó allí con su hermana, rodeando a Catalina con los brazos y esperaron a que los ruidos de la persecución pasaran de largo allá abajo.
Quizás, solo quizás, encontrarían una salida.
CAPÍTULO TRES
La mañana se fundió en la tarde antes de que Sofía y Catalina se atrevieran a salir de su escondite. Tal y como Sofía había pensado, nadie había osado trepar hasta los tejados en su busca y, aunque los ruidos de la persecución se habían acercado, nunca lo habían hecho lo suficiente.
Ahora, parecía que se habían desvanecido completamente.
Catalina se asomó y miró hacia abajo, a la ciudad. El bullicio de la mañana había desaparecido, sustituido por un ritmo y una multitud más relajados.
—Tenemos que bajar de aquí —susurró Sofía a su hermana.
Catalina asintió.
—Me muero de hambre.
Sofía lo comprendía. Hacía rato que se habían terminado la manzana robada y el hambre también empezaba a roer en su estómago.
Bajaron hasta la calle y Sofía seguía mirando alrededor mientras lo hacían. Aunque los ruidos de la gente que las perseguía habían desaparecido, una parte de ella estaba convencida de que alguien se les echaría encima en el momento en el que tocaran el suelo.
Caminaban lenta y cuidadosamente por las calles, intentando ocultarse todo lo que podían. Pero era imposible evitar a la gente en Ashton, simplemente porque había demasiada. Las monjas no se habían molestado en enseñarles el aspecto del mundo, pero Sofía había oído hablar de que había ciudades más grandes más allá de los Estados Mercantes.
Ahora mismo, costaba creerlo. Había gente allá donde mirara, aunque la mayoría de la población de la ciudad ahora mismo debía estar dentro, trabajando duro. Había niños jugando en la calle, mujeres que iban y venían de los mercados y de las tiendas, obreros que llevaban herramientas y escaleras. Había tabernas y teatros, tiendas que vendían café de las tierras recientemente descubiertas más allá del Océano Espejo, bares en los que a la gente parecía interesarle casi tanto hablar como comer. Apenas podía creer que veía gente riendo, felices, tan despreocupados, pasando el tiempo ociosos y disfrutando. Apenas podía creer que un mundo así pudiera incluso existir. Era un contraste impactante con el silencio y la obediencia obligatoria del orfanato.
«Hay mucho» —envió Sofía a su hermana, observando los puestos de comida que había por todas partes, sintiendo cómo crecía su dolor de estómago a cada olor que pasaban.
Catalina dio una mirada a su alrededor. Escogió uno de los bares y avanzó hacia él con cuidado, mientras la gente que había fuera se reían de un aspirante a filósofo que intentaba argumentar cuánto del mundo era realmente