—Aquí no queremos a los de vuestra clase —se burló—. ¡Fuera!
Esta pura rabia era más de lo que Sofía había esperado. Aún así, volvió arrastrando los pies hasta la calle, tirando de Catalina para que su hermana no hiciera nada de lo que se pudieran arrepentir. Puede que se le hubiera caído el atizador en algún lugar mientras escapaban de la multitud, pero sin duda su mirada decía que quería darle golpes a algo.
Entonces no les quedó elección: tendrían que robar su comida. Sofía había tenido esperanzas de que alguien pudiera mostrarles caridad. Pero ella sabía que el mundo no funcionaba así.
Ambas se dieron cuenta de que era el momento de usar sus talentos, asintiendo la una a la otra en silencio y a la vez. Se colocaron una a cada lado de un callejón y ambas observaban y esperaban mientras una panadera trabajaba. Sofía esperó hasta que la panadera pudo leer sus pensamientos y, entonces, le dijo lo que quería escuchar.
«Oh, no» —pensó la panadera—. ¿Cómo los pude olvidar dentro?»
Apenas la panadera hubo tenido este pensamiento Sofía y Catalina se pusieron enseguida en acción, corriendo a toda prisa en el segundo en que la mujer les dio la espalda para entrar a por los bollos. Se movieron con rapidez, cada una agarró una brazada de pasteles, los suficientes como para llenar sus barrigas hasta casi explotar.
Las dos se agacharon detrás de un callejón y comieron vorazmente. Pronto, Sofía sintió que tenía la barriga llena, una sensación extraña y agradable, y una que jamás había tenido. La Casa de los Abandonados no creía en alimentar a sus cargas más que un mínimo esencial.
Ahora se reía mientras Catalina intentaba meterse un pastel entero en la boca.
«¿Qué pasa?» requirió su hermana.
«Solo que me gusta verte feliz» respondió Sofía.
No estaba segura de cuánto duraría esa felicidad. Estaba alerta a cada paso por si pudiera haber cazadores tras ellas. El orfanato no querría esforzarse más de lo que valían sus contratos en recuperarlas, pero ¿quién sabía cuando se trataba de las ansias de venganza de las monjas? Como poco, debían mantenerse alejadas de los centinelas y no solo porque hubieran escapado.
Al fin y al cabo, en Ashton colgaban a los ladrones.
«Tenemos que dejar de parecer huérfanas que se han escapado o nunca podremos caminar por la ciudad sin que la gente se nos quede mirando e intenten atraparnos».
Sofía miró a su hermana, sorprendida por el pensamiento.
«¿Quieres robar ropa?» —respondió Sofía.
Catalina asintió.
Aquel pensamiento añadió un poco más de miedo, pero Sofía sabía que su hermana, siempre práctica, tenía razón.
Las dos se levantaron a la vez, guardándose los pasteles que sobraban en la cintura. Sofía estaba mirando alrededor en busca de ropa, cuando notó que Catalina le tocaba el brazo. Siguió su mirada y lo vio: un tendedero, encima de un tejado. Nadie lo vigilaba.
«Por supuesto que no» —se dio cuenta con alivio. A fin de cuentas, ¿quién vigilaría un tendedero?
Aún así, Sofía notaba cómo el corazón palpitaba mientras trepaban a otro tejado. Las dos se detuvieron, miraron alrededor y, a continuación, recogieron la cuerda del mismo modo que un pescador podría haber recogido una cuerda de pescar.
Sofía robó un vestido de lana verde, junto con unas enaguas color crema que probablemente era lo que podría llevar puesto la esposa de un granjero, pero aún así era extremadamente valioso para ella. Para su sorpresa, su hermana escogió una camiseta, unos calzones y una camisola, lo que le daba más aspecto de chico de pelo pincho que de la chica que era.
—Catalina —se quejó Sofía—. ¡No puedes corretear por ahí con ese aspecto!
Catalina encogió los hombros.
—Se supone que ninguna de las dos debe tener este aspecto. ¿Por qué no puedo ir cómoda?
En parte era cierto. Las leyes suntuarias acerca de lo que podía o no podía llevar cada grado de la sociedad eran claras, los abandonados y los contratados como esclavos. Allí estaban ellas, quebrantando otra ley, abandonando sus harapos, lo único que se les permitía llevar puesto y vistiendo por encima de sus posibilidades.
—De acuerdo —dijo Sofía—. No voy a discutir. Además, tal vez esto confundirá a cualquiera que esté buscando a dos chicas —dijo riendo.
—Yo no parezco un chico —dijo bruscamente Catalina con evidente indignación.
Sofía sonrió al escuchar eso. Rescataron sus pasteles, los metieron en sus nuevos bolsillos y, juntas, se fueron.
Era más difícil sonreír ante la siguiente parte; quedaban muchas cosas por hacer si realmente querían sobrevivir. Para empezar, tenían que encontrar refugio y, a continuación, calcular qué iban a hacer, dónde iban a ir.
«Una cosa a la vez» —se recordó a sí misma.
Salieron de nuevo hacia las calles y, esta vez, era Sofía la que marcaba el camino, intentando encontrar una ruta a través de la zona más pobre de la ciudad, que para su gusto todavía estaba demasiado cerca del orfanato.
Vio una serie de casas quemadas más adelante, que evidentemente no se habían recuperado de uno de los incendios que a veces se propagaban por la ciudad cuando el río estaba bajo. Sería un lugar peligroso en el que descansar.
Aún así, Sofía se dirigió hacia ellas.
Catalina le lanzó una mirada de asombro, escéptica.
Sofía encogió los hombros.
«Peligroso es mejor que nada en absoluto» —envió.
Se acercaron con cautela y, justo cuando Sofía sacó la cabeza por la esquina, se sobresaltó cuando dos tipos salieron de entre los escombros. Aparecieron tan sucios por el hollín de estar entre los restos carbonizados que, por un instante, Sofía pensó que habían estado en el incendio.
—¡Fuera! ¡Dejad en paz nuestro trozo!
Uno de ellos fue corriendo hacia Sofía y esta chilló al dar un paso atrás involuntariamente. Parecía que Catalina podía ponerse a pelear, pero entonces el otro tipo sacó un puñal que brillaba mucho más que cualquier cosa que hubiera allí.
—¡Esto nos pertenece! ¡Buscad vuestra propia ruina o os desangraré!
Entonces las hermanas se pusieron a correr, poniendo toda la distancia que pudieron entre ellas y la casa. A cada paso, Sofía estaba segura de que podía oír los pasos de matones armados con cuchillos, o de los vigilantes o de las monjas, por algún lugar detrás de ellas.
Anduvieron hasta que les dolieron las piernas y la tarde se hizo demasiado oscura. Por lo menos, les consolaba que a cada paso estaban un paso más lejos del orfanato.
Finalmente, se acercaron a una parte de la ciudad que era algo mejor. Por alguna razón, a Catalina se le iluminó la cara al verlo.
—¿Qué pasa? —preguntó Sofía.
—La biblioteca del centavo —respondió su hermana—. Nos podemos meter allí dentro. A veces me escapo, cuando las monjas nos mandan a hacer recados y el bibliotecario me deja entrar aunque no tenga el centavo para pagarle.
Sofía no tenía muchas esperanzas de encontrar ayuda allí, pero lo cierto era que ella no tenía ideas mejores. Dejó que Catalina la guiara y se dirigieron a un lugar concurrido, donde los prestamistas se mezclaban con los abogados e incluso había unos cuantos carruajes mezclados con caballos y transeúntes normales.
La biblioteca era uno de los edificios más grandes de allí. Sofía conocía la historia: uno de los nobles de la ciudad había decidido educar a los pobres y dejó parte de su fortuna para construir el tipo de biblioteca que la mayoría