—Estoy segura de que así será —dijo Sofía. Fue prácticamente corriendo hacia la puerta.
En realidad, estaba segura de que la noble enfurecería, pero Sofía no tenía pensado estar por allí cuando eso sucediera.
Para empezar, debía ir a otros sitios y recoger otros “paquetes” de parte de su “señora”.
En una zapatería recogió unas botas de la mejor piel pálida, dispuestas con líneas grabadas que mostraban una escena de la vida de la Diosa Sin Nombre. En una perfumería adquirió un pequeño botellín que olía como si su creador, de algún modo, hubiera condensado la esencia de todo lo hermoso en una fragante combinación.
—¡Es mi mayor obra! —proclamó—. Espero que Lady Beaufort lo disfrute.
En cada parada, Sofía escogía el nombre de una nueva mujer noble de la que ser sirvienta. Era simplemente práctico: no podía asegurarse de que Milady D’Angelica hubiera estado en todas las tiendas de la ciudad. En algunas tiendas, escogía los nombres de los pensamientos de los propietarios. En otras, cuando su talento no venía, tenía que mantener la conversación dando vueltas hasta que hicieran sus suposiciones o, en un caso, hasta que pudo robar una mirada del revés a un cuaderno que había encima del mostrador de la tienda.
Cuanto más robaba, más fácil parecía ser. Cada pieza previa de su atuendo robado servía como una especie de credencial para la siguiente, pues evidentemente los otros comerciantes no hubieran entregado cosas a la persona equivocada. Para cuando llegó a la tienda donde vendían máscaras, el tendero estaba prácticamente apretando las mercancías contra sus manos antes de que atravesara las puertas. Era una media máscara de ébano grabado, escena tras escena de la Diosa Enmascarada buscando hospitalidad dispuesta con plumas por los bordes y puntitos de joyas alrededor de los ojos. Probablemente se diseñaron para hacer que pareciera que los ojos de quien la llevaba brillaran con luz reflejada.
Sofía sintió un pequeño destello de culpa al cogerla, añadiéndola al no despreciable montón de paquetes que llevaba en brazos. Estaba robando a mucha gente, llevándose cosas que habían estado trabajando para fabricar y por las que otros habían pagado. O pagarían, o no habían pagado del todo; Sofía todavía no lograba entender los modos en los que los nobles parecían comprar cosas sin pagarlas del todo.
Pero tan solo fue un breve destello de culpa, pues ellos tenían mucho comparado con los huérfanos de la Casa de los Abandonados. Solo las joyas de esta máscara hubieran cambiado sus vidas.
De momento, Sofía tenía que cambiarse, y no podía entrar a la fiesta sucia todavía de haber dormido junto al río. Deambuló por las casas de baños, a la espera de encontrar una que tuviera carruajes esperando a la puerta, y que anunciara baños separados para las señoras de alta alcurnia. No tenía monedas para pagar, pero se dirigió a las puertas de todos modos, ignorando la mirada que le lanzó el grande y musculoso dueño.
—Mi señora está dentro —dijo—. Me dijo que trajera todo para cuando ella hubiera acabado su baño, o habría problemas.
La miró de arriba abajo. De nuevo, los paquetes que Sofía llevaba en las manos parecían funcionar como pasaporte—. Entonces sería mejor que estuvieras dentro, ¿no? Los vestidores están a tu izquierda.
Sofía fue hacia ellos y dejó sus premios robados en una habitación en la que hacía calor por el vapor de los baños. Las mujeres iban y venían vestidas con las sábanas envueltas que les servían para secarse. Ninguna de ellas miró dos veces a Sofía.
Se desvistió, se envolvió con una sábana y se dirigió a los baños. Estaban dispuestos en el estilo que preferían al otro lado del mar, con múltiples piscinas calientes, templadas y frías, masajistas a los lados y sirvientes a la espera.
Sofía era totalmente consciente del tatuaje que tenía en el tobillo y que anunciaba lo que era, pero allí había sirvientas contratadas con sus señoras, que estaban allí para masajearlas con aceites perfumados o pasarles el peine por el pelo. Si alguien veía la marca, evidentemente darían por sentado que Sofía estaba allí por esa razón.
Aun así, no se tomó el tiempo que podría haberse tomado para regocijarse en los baños. Quería salir de allí antes de que alguien hiciera preguntas. Se remojó bajo el agua, fregándose con jabón e intentando sacarse de encima lo peor de la suciedad. Cuando salió del baño, se aseguró de que la sábana que la envolvía llegara hasta los tobillos.
De vuelta a los vestidores, construyó su nuevo ser paso a paso. Empezó con las medias de seda y las enaguas, después siguió con la corsetería y las faldas exteriores, los guantes y más cosas.
—¿Mi señora necesita ayuda con el pelo? —preguntó una mujer y, al fijarse, Sofía vio que una sirvienta la estaba mirando.
—Si es tan amable —dijo Sofía, intentando recordar cómo hablaban los nobles. Se le ocurrió que sería más fácil si nadie pensaba que era de por allí, así que añadió un toque del acento de los Estados Mercantes que había oído en la modista. Ante su sorpresa, salió con facilidad, su voz se adaptó con la misma rapidez que lo había hecho el resto de ella.
La chica le secó y le trenzó el pelo con un elaborado nudo que Sofía apenas podía seguir. Cuando hubo acabado, se colocó la máscara y se dirigió hacia fuera, abriéndose camino entre los carruajes hasta encontrar uno que no estaba cogido.
—¡Eh, tú! –exclamó, su recién descubierta voz que ahora mismo se le hacía rara a los oídos—. ¡Sí, tú! Llévame ahora mismo a palacio y no te detengas por el camino. Tengo prisa. Y no empieces a preguntar por la tarifa. Puedes enviar la cuenta a Lord Dunham y puede estar agradecido de que esto sea lo único que yo le cueste esta noche.
Ni tan solo sabía si existía un Lord Dunham, pero el nombre sonaba bien. Esperaba que el conductor del carruaje discutiera o, por lo menos, regateara con la tarifa. Pero, en cambio, simplemente bajó la cabeza.
—Sí, mi señora.
La vuelta en carruaje por la ciudad fue más cómoda de lo que Sofía podría haber imaginado. Más cómodo que saltar detrás de los carros y, desde luego, mucho más corto. En cuestión de minutos, vio que se acercaban a las puertas. Sofía sintió que se le tensaba el corazón, porque el mismo sirviente todavía estaba trabajando en ellas. ¿Lo conseguiría? ¿La reconocería?
El carruaje redujo la velocidad y Sofía se forzó a asomarse, con la esperanza de parecer lo que debía.
—¿Todavía está en su apogeo el baile? —preguntó con su nuevo acento—. ¿He llegado en el momento adecuado para impresionar? Yendo al grano, ¿qué aspecto tengo? Mis sirvientas me dicen que es adecuado para vuestra corte, pero a mí me parece que parezco una prostituta del muelle.
No pudo resistirse a aquella pequeña venganza. El sirviente que estaba en la puerta le hizo una gran reverencia.
—Mi señora no podría haber calculado mejor su llegada —le aseguró, con el tipo de falsa sinceridad que Sofía imaginaba que les gustaba a los nobles—. Y, por supuesto, se ve absolutamente bella. Por favor, siga todo recto.
Sofía cerró la cortina del carruaje cuando se puso en marcha, pero solo para esconder su estupefacción y alivio. Estaba funcionando. Estaba funcionando de verdad.
Solo esperaba que las cosas estuvieran funcionando también para Catalina.
CAPÍTULO SEIS
Catalina estaba disfrutando de la ciudad más de lo que hubiera pensado que era posible sola. Todavía le dolía la pérdida de su hermana y todavía deseaba salir a campo abierto, pero por ahora, Ashton era su patio del recreo.
Se abrió camino entre las calles de la ciudad y había algo en particular que le resultaba interesante de estar perdida entre la multitud.