Ella y Catalina se acercaron a la entrada y vio a un hombre de edad avanzada allí sentado, de aspecto tierno vestido con ropa un poco gastada que, evidentemente, era tanto el guardia como el bibliotecario. Para sorpresa de Sofía, sonrió mientras ellas se acercaban. Sofía nunca había visto a nadie feliz por ver a su hermana.
—La joven Catalina —dijo—. Hacía tiempo que no venías por aquí. Y has traído una amiga. Pasad, pasad. No me interpondré en el conocimiento. Puede que el hijo del Conde Varrish pusiera un centavo como impuesto al conocimiento, pero el viejo conde nunca creyó en ello.
Parecía sincero, pero Catalina ya estaba negando con la cabeza.
—Eso no es lo que necesitamos, Godofredo —dijo Catalina—. Mi hermana y yo… nos escapamos del orfanato.
Sofía notó la conmoción en el rostro del anciano.
—No —dijo—. No, podéis hacer una estupidez así.
—Ya está hecho —dijo Sofía.
—Entonces no podéis estar aquí —insistió Godofredo—. Si viene el guardia y os encuentra aquí conmigo, podría suponer que yo tengo algo que ver con esto.
Sofía se hubiera ido en aquel momento, pero parecía que Catalina todavía lo quería intentar.
—Por favor, Godofredo —dijo Catalina—. Yo necesito…
—Tenéis que regresar —dijo Godofredo—. Suplicar el perdón. Me da pena vuestra situación, pero esta es la situación que el destino os ha dado. Volved antes de que os atrape el guardia. No puedo ayudaros. Incluso me podrían dar una paliza por no avisar al guardia de que os había visto. Esa es toda la caridad que os puedo ofrecer.
Su voz era dura y, aún así, Sofía veía la caridad en sus ojos y que le dolía decir esas palabras. Casi como si estuviera luchando contra él mismo, como si estuviera simulando un espectáculo para hacer entender su posición.
Aun así, Catalina parecía destrozada. Sofía odiaba ver así a su hermana.
Sofía se la llevó de la biblioteca.
Mientras caminaban, Catalina, con la cabeza baja, por fin habló.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Lo cierto era que Sofía no tenía una respuesta.
Continuaron caminando, pero a estas alturas ya estaba agotada de tanto andar. También estaba empezando a llover, de aquel modo constante que insinuaba que no pararía pronto. En pocos lugares llovía como lo hacía en Ashton.
Sofía se dirigió hacia las calles inclinadas y adoquinadas que bajaban hasta el río y que atravesaban la ciudad. Sofía no estaba segura de lo que esperaba encontrar allí, entre las barcazas y las chalanas de fondo plano. Dudaba de si los trabajadores del muelle y las putas les podrían ser de alguna ayuda y esas parecían ser las cosas que esta parte de la ciudad albergaba. Pero, por lo menos, era un destino. Si no había nada más, podían encontrar un lugar en el que esconderse junto a su orilla, observar cómo los barcos navegaban tranquilamente y soñar con otros lugares.
Finalmente, Sofía divisó un volado poco profundo cerca de uno de los muchos puentes de la ciudad. Se acercó. El hedor le hizo tambalearse, al igual que a Catalina, y la infestación de ratas. Pero su cansancio hacía que incluso el trozo de refugio más cutre pareciera un palacio. Tenían que huir de la lluvia. Tenían que huir de ser vistas. Y, ahora mismo, ¿qué más había? Tenían que encontrar un lugar donde nadie más, ni tan solo los vagabundos, se atrevieran a ir. Y era este.
—¿Aquí? —preguntó Catalina con repulsión—. ¿No podríamos volver a la chimenea?
Sofía negó con la cabeza. Dudaba de si serían capaces de encontrarla otra vez e, incluso si pudiesen, sería donde cualquier cazador empezaría a buscar. Este era el mejor lugar que iban a encontrar antes de que empeorara la lluvia y antes de que anocheciera.
Se tranquilizó e intentó esconder sus lágrimas por el bien de su hermana.
Poco a poco, a regañadientes, Catalina se sentó a su lado, se agarró con los brazos las rodillas y se meció a sí misma, como para dejar fuera la crueldad y el salvajismo y la desesperanza del mundo.
CAPÍTULO CUATRO
En los sueños de Catalina, sus padres todavía estaban vivos y ella estaba feliz. Siempre que soñaba, parecía que estuvieran allí, aunque las caras no fueran tanto recuerdos como invenciones, con solo el medallón como guía. Catalina no era lo suficientemente mayor cuando todo cambió.
Estaba en una casa en algún lugar del campo, donde se disfrutaba de la vista de huertos de árboles frutales y campos desde las ventanas de vidrio emplomado. Catalina soñaba con el calor del sol sobre su piel, la suave brisa que movía en ondas las hojas allá fuera.
La siguiente parte nunca parecía tener sentido. No conocía lo suficiente los detalles, o no los recordaba bien. Intentaba forzar el sueño para que le diera la historia completa de lo que había sucedido, pero en cambio solo le daba fragmentos:
Una ventana abierta, con estrellas fuera. La mano de su hermana, la voz de Sofía en su cabeza, diciéndole que se escondiera. Buscando a sus padres a través del laberinto de la casa.
Escondiéndose por la casa a oscuras. Escuchando los ruidos de alguien que se movía por allí. Más allá había luz, aunque fuera era de noche. Sentía que estaba cerca, a punto de descubrir lo que finalmente les sucedió a sus padres aquella noche. La luz de la ventana empezó a brillar más, y más, y…
—Despierta —dijo Sofía, sacudiéndola—. Estás soñando, Catalina.
Catalina parpadeó hasta abrir los ojos con resentimiento. Los sueños siempre eran mucho mejor que el mundo en el que vivía.
Entrecerró los ojos por la luz. Increíblemente, había llegado la mañana. El primer día de su vida durmiendo una noche entera fuera del hedor y los gritos de las paredes del orfanato, la primera mañana de su vida que despertaba en otro, en cualquier otro, lugar. Incluso en un lugar frío y húmedo como este, estaba eufórica.
No solo notó la diferencia de la debilitada luz de la tarde; era el modo en que el río que tenían enfrente había cobrado vida con las barcazas y las barcas que se apresuraban por hacer toda la distancia que podían río arriba. Algunas se movían con pequeñas velas, otras con mástiles que las empujaban o caballos que las arrastraban desde el lado del río.
A su alrededor, Catalina oía que el resto de la ciudad despertaba. Las campanas del templo estaban tocando la hora, mientras entremedio, oía el parloteo de toda la ciudad en la que su gente se dirigía a trabajar o salía de viaje. Hoy era el Día Primero, un buen día para empezar cosas. Quizás eso también significaría buena suerte para ella y Sofía.
—Sigo teniendo el mismo sueño —dijo Catalina—. Continúo soñando con… con aquella noche.
Siempre parecían frenar en seco antes de llamarla más que eso. Era extraño que, cuando probablemente podían comunicarse más directamente que nadie más en la ciudad, ella y Sofía todavía dudaran al hablar de esta cosa.
El rostro de Sofía se ensombreció y Catalina inmediatamente se sintió culpable por ello.
—Yo a veces también sueño con esto —confesó Sofía con tristeza.
Catalina se giró hacia ella, con atención. Su hermana tenía que saberlo. Era mayor, debería haber visto más.
—Tú sí que sabes lo que sucedió, ¿verdad? —preguntó Catalina—. Tú sabes lo que sucedió con nuestros padres.
Era más una afirmación que una pregunta.
Catalina examinó la cara de su hermana en busca de respuestas y lo vio, tan solo un destello, algo que estaba escondiendo.
Sofía negó con la cabeza.
—Hay