El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Maurizio Dagradi
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Серия:
Жанр произведения: Героическая фантастика
Год издания: 0
isbn: 9788873044451
Скачать книгу
¿qué nos aconsejas? Tú aquí eres como el dueño de la casa —dijo el hindú, asociándose al alemán.

      —Yo ya he comido, así que me tomaré una cerveza. Para vosotros, diría un buen bistec Balmoral, que es un bistec hecho en la sartén con champiñones, güisqui, nata y diversas especias. Está buenísimo y es muy nutritivo.

      Los dos buscaron el plató en el menú y leyeron la descripción detallada.

      —Muy rico, sin duda —aprobó Kamaranda. Schultz asintió convencido y cerró el menú, apoyándolo a un lado.

      —Yo me tomaré una old ale —dijo Drew—. Es oscura, con mucha malta y tiene unos 6 grados. Creo que sería perfecta también para vuestro plato.

      Schultz era un buen bebedor de cerveza, en tanto que alemán, y aceptó inmediatamente. Kamaranda se agregó, justo cuando llegaba el tabernero para tomar el pedido. Tenía una pequeña libreta de papel amarillo cuadriculado y una tiza desgastada por el uso. Drew pidió en nombre de todos y el tabernero se fue.

      El local estaba medio lleno, cerca de siete u ocho mesas, casi todas ocupadas por gente de su edad. Pero había también una mesa con dos chicas que tenían ante ellas una jarra enorme de cerveza oscura y un plato ahora ya casi vacío. Tenían pinta de ser estudiantes universitarias, pero extranjeras. Con el pelo negro y las facciones latinas, Drew habría dicho que eran italianas o españolas. Reflexionó un poco, y después se acordó. ¡Pues claro! Las había visto caminar juntas por las avenidas de la universidad estos últimos meses, y una vez se había cruzado con ellas mientras hablaban con un compañero suyo, profesor de inglés. Concluyó que estaban allí para aprender inglés.

      «Bien —se dijo Drew—, es bonito que haya jóvenes que sepan disfrutar de los placeres de la tradición inglesa». Y que esas chicas extranjeras estuvieran justo allí por esa razón le hacía muy feliz. Sentía que eso creaba un puente entre ellos, los profesores de siempre, y los miembros de nuevas generaciones que un día tomarían en sus manos el bastón de mando de la cultura y continuarían el trabajo esencial que era el bien más valioso de la humanidad: la difusión del conocimiento y el avance de la ciencia.

      Estaba inmerso en esos pensamientos mientras Kamaranda y Schultz conversaban a dos. Pasado un rato el tabernero volvió con una bandeja grande y pesada para llevar todo lo que habían pedido.

      La apoyó a medias en un lado de la mesa y distribuyó los platos y las cervezas. Solo de ver los platos se les hacía la boca agua, y las cervezas monumentales eran irresistibles. Cada uno de ellos aferró su jarra y la levantó en el aire para brindar.

      —¡Al nuevo universo! —proclamó Drew en voz alta.

      —¡Al Sistema! —declaró Kamaranda.

      —¡A nosotros! —añadió Schultz, entusiasmado.

      Los vecinos de mesa levantaron sus jarras y se unieron al brindis.

      Bebieron ávidamente ese néctar de los dioses, fuerte, seco y sabroso, y después los dos extranjeros atacaron sus platos apetitosos.

      Aquel era un momento de fiesta.

      Aquella era su noche.

      Se lo habían merecido.

      Capítulo XVII

      Cuando salió Drew, McKintock se quedó solo en su despacho. La puesta al día que acababa de recibir sobre el proyecto, con esas noticias tan positivas sobre el potencial de la máquina le había afectado enormemente. No conseguía concentrarse en las prácticas que estaba preparando; seguía pensando en los usos del nuevo dispositivo revolucionario. Curar las enfermedades actuando directamente en el interior del cuerpo, desplazar objetos a distancias inimaginables..., ¡transportar gente! Le parecía ser una lombriz que acabara de sacar la cabeza de la tierra por primera vez, y se estuviera dando cuenta de lo ilimitado y atractivo que era el mundo exterior. Una sensación de inmensidad se había apoderado de él, dejándolo sin aliento en el umbral del infinito.

      Se esforzó para definir los últimos detalles de la práctica que iba a entregar a la señorita Watts por la mañana, para la redacción final. Su sentido del deber era inalienable, incluso en ese momento de exaltación, y era esto lo que hacía de él el hombre que él era.

      Escribió la última nota y apoyó la pluma sobre el escritorio, y después tuvo una idea fulminante.

      Se levantó de golpe, con las manos apoyadas al lado del documento, y se dijo: «¿Por qué no?».

      Para celebrar el gran evento iría a ver a Cynthia, a pesar de que no era el día programado. Cierto, no podría decir la verdadera razón de aquella visita inesperada, pero seguramente ella se alegraría de verlo y pasarían una buena velada juntos.

      Cerró deprisa el despacho, fue a su coche, y se sumergió en el tráfico nocturno, con dirección a Liverpool. Afortunadamente encontró varios semáforos verdes y en poco tiempo se encontró en la oscuridad, conduciendo hacia el oeste, cruzando solo algunos coches en la autopista tranquila. Condujo más rápidamente de lo normal, aunque siempre respetando los límites de velocidad, como hacía siempre, y rápidamente, sin darse cuenta, salió de la noche y entró en la pequeña ciudad costera.

      El elegante barrio residencial donde vivía Cynthia estaba rodeado por el verde de un parque creado con ese fin con árboles de crecimiento rápido, macizos de flores de colores y césped cortado cada día al estilo inglés. Era una zona nueva, en la que los apartamentos refinados se armonizaban bien con el paisaje. McKintock dejó el coche en el amplio aparcamiento del edificio que contenía el apartamento de Cynthia y, a grandes pasos, llegó al panel de los timbres. Sonriendo, presionó el botón «Farnham», y esperó.

      Pasó un buen minuto y no tuvo respuesta.

      Perplejo, llamó de nuevo.

      Después de medio minuto, una voz enfermiza salió por el altavoz.

      — Mmm, ¿sí? ¿Qué pasa? ¿Quién es?

      Era Cynthia, pero como no la había oído nunca antes.

      McKintock se turbó.

      —Soy Lachlan. Perdona mi visita imprevista, Cynthia, pero... ¿no estás bien?

      —No..., no. Sube, Lachlan —y le abrió la verja.

      McKintock entró veloz y cerró la verja detrás de él, recorrió con rapidez el camino que llevaba al edificio y entró en el portal. Con expresión preocupada llamó al ascensor; por suerte estaba ya en el piso bajo y la puerta se abrió inmediatamente. Aplastó el botó número cuatro y esperó impaciente hasta llegar arriba.

      Cuando la puerta corredera se abrió, salió y giró a la derecha, encontrándose frente a la puerta blindada del apartamento de Cynthia.

      Estaba entornada. La empujó con cuidado y, sorprendido, vio que el apartamento estaba completamente a oscuras. Buscó el interruptor a tientas, pero una voz le detuvo.

      —Cierra la puerta y no enciendas la luz, por favor. —Era ella, con el mismo timbre de sufrimiento de antes.

      McKintock cerró cuidadosamente la puerta y se encontró en la oscuridad más absoluta.

      —Cynthia, pero ¿qué...?

      —Me duele la cabeza, Lachlan. Un dolor de cabeza tremendo, y no soporto la luz.

      —Oh... ah... eh... ¿qué puedo hacer? Me gustaría estar a tu lado... —balbuceó titubeante.

      —Conoces el apartamento. Intenta llegar aquí, pero ¡no enciendas la luz! —concluyó con un lamento.

      —Oh... eh... de acuerdo. Lo intentaré.

      Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad y McKintock avanzó lentamente, paso a paso y tocando el muro, hacia el salón. La voz de Cynthia provenía de allí. Eran seis o siete metros, pero en la oscuridad total parecían un kilómetro. A mitad de distancia McKintock se sintió un poco más seguro y aceleró,