El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Maurizio Dagradi
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Серия:
Жанр произведения: Героическая фантастика
Год издания: 0
isbn: 9788873044451
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—había dicho alegremente.

      Media hora después estaban sentados en un restaurante italiano no lejos del museo, paladeando una abundante ración de lasaña. Siguieron hablando de pintura durante un buen rato, y después, sin darse cuenta, empezaron a hablar de sí mismos. Él estaba solo, divorciado desde hacía algunos años, y sin hijos. Su mujer lo había dejado por otro, después de muchos años de matrimonio, porque «necesitaba estímulos nuevos», había dicho.

      Timorina había levantado las cejas maravillada, preguntándose cómo se podía dejar un hombre tan simpático, y tuvo que constatar, que a pesar de haberlo conocido apenas, se sentía en perfecta sintonía con él. Una sensación de calor crecía en su interior, y las manos casi le temblaban. Nunca había sentido nada parecido, antes, así que decidió deshacerse de su voto de castidad. Con una media sonrisa lo miró a los ojos.

      —¿Vives lejos? —preguntó, tratándole directamente de tú.

      —No sabía cómo pedírtelo —le respondió él—. Me siento tan a gusto contigo...

      —¡Sssh! —lo interrumpió Timorina, colocando su dedo índice sobre los labios, haciéndole un gesto para que callara. Se levantó y se dirigió hacia la recepción. Él fue rapidísimo a para adelantarla y pagar la cuenta.

      Una hora más tarde, sobre las ocho y media de la tarde su ropa estaba desperdigada por el suelo alrededor de la cama de Cliff, y Timorina estaba perdiendo su virginidad.

      Recordando aquella tarde determinante pocos meses atrás, Timorina se electrizó, pero consiguió impedir que su hermano se diera cuenta. Sustancialmente le había dicho la verdad, sobre el museo, la pintura, las discusiones técnicas; la única diferencia consistía en la persona. Por el momento, se repitió a sí misma, se lo guardaría para ella. Más tarde, quizá, si las cosas se consolidaran, se lo contaría.

      Se levantó y comenzó a quitar la mesa. Drew la ayudó y después se dirigió a su sillón. Estaba a punto de sentarse, pero cambió de idea.

      —Oye, ¿te molesta si voy a tomarme una cerveza?

      —Ya ves tú. No vuelvas muy tarde. Y no bebas demasiado —le advirtió.

      —Tranquila —respondió afablemente.

      Drew fue a su habitación y, con rapidez, se puso un traje deportivo. Bajó y se despidió de su hermana.

      —Hasta luego. Adiós.

      —Adiós.

      La puerta se había cerrado apenas detrás de Drew y Timorina ya estaba sentada en el sillón. Con una sonrisa de oreja a oreja cogió el teléfono y compuso un número.

      Llamaba a Cliff.

      Drew se dirigió con buen paso a su cervecería preferida. Estaba en un callejón cerca de la Universidad y, a veces iba allí para respirar ese olor de madera antigua, bancos rígidos y grifos de cerveza enormes. Le gustaba ese mundo a la antigua usanza, con las luces tenues y los colores cálidos de los tiempos pasados. Lo frecuentaban mayoritariamente hombres maduros, como él, pero había visto también parejas de novios jóvenes que sabían apreciar una buena cerveza saboreada de la manera correcta en el lugar correcto.

      El aire era fresco, incluso frío a aquella hora, y Drew lo respiró a pleno pulmón, revitalizándose a cada paso. Amaba su Manchester, formaba parte de aquella ciudad, y sentía que la ciudad formaba parte de él.

      ¿Y qué le hacía encontrar su Manchester ahora?

      Pues bien: Schultz, que venía hacia él mirando a todos los lados un poco desorientado y caminando con paso titubeante. Cuando pasaba cerca de una farola su figura de guerrero teutónico emergía de la oscuridad como un tímido habitante de las tinieblas, para, después, desaparecer unos metros más lejos.

      Drew sonrió divertido, porque encontraba la escena ridícula. Agitó la mano y lo llamó.

      —¡Dieter! ¡Amigo mío!

      Schultz miró en su dirección y agudizó la mirada.

      —¡Oh! ¡Drew! —lo llamó, reconociéndolo solo después de unos instantes—. Amigo mío, ¡estoy feliz de encontrarme contigo! Estoy buscando un lugar agradable para cenar y no consigo orientarme. ¿Qué me aconsejas?

      —Ningún consejo, ¡te invito! Estaba yendo a mi cervecería preferida, y allí ofrecen también una excelente cocina británica típica. Estoy seguro de que podrás satisfacer tu apetito de la mejor manera, y regar tu cena con una cerveza buenísima. ¡Por aquí! —Y lo cogió por el brazo haciéndole invertir el sentido de la marcha.

      —Oh, bien, gracias, Lester —aceptó Schultz, siguiéndolo motivado—. Después del laboratorio he vuelto a mi alojamiento y te confieso que me desplomé sobre la cama con la ropa puesta. Me he dormido profundamente y me he despertado hace poco tiempo, con un hambre horrible. Me alegro de haberme cruzado contigo.

      —Yo también me alegro. Una cerveza en compañía es lo mejor para hombres cansados tras un día como el nuestro —y le guiñó un ojo.

      —A propósito de hombres cansados, ¡mira por quién viene por allí! —Schultz señaló con el dedo delante de sí, a unos cincuenta metros de distancia.

      Drew siguió las indicaciones de su amigo. Estaban pasando por el parque Sackville, y una figura oscura estaba sentada, erecta, sobre el banco de Turing, al lado de la estatua del genio.

      —¿No te parece que es...? —preguntó Schultz.

      —Sí —confirmó Drew, aguzando la vista—. Sí, es él.

      —Kamaranda —concluyó Schultz, asintiendo.

      Caminaron en silencio hasta que llegaron delante del individuo, y allí mismo se pararon.

      Kamaranda estaba inmerso en su meditación, como cabía esperarse. Pasó algún segundo y después, dándose cuenta de su presencia, se activó. Levantó la mirada y los reconoció. Una sonrisa e pintó en su cara del color del café, y se levantó sin decir ni una palabra. Se dirigió con ellos a la cervecería.

      La taberna Ole Sinner estaba incrustada en un bloque de lo más corriente que bordeaba una calle pequeña y poco iluminada. Un farol amarillo evidenciaba la entrada del local, y una mesa de madera con una inscripción grande, groseramente grabada, estaba apoyada al lado de la puerta. La inscripción estaba pintada de color rojo oscuro, y algo desgastada por el paso del tiempo, como desgastaba estaba también la mesa que cada día desplazaban para barrer la acera y que luego volvían a colocar en su sitio. El aspecto exterior era típico del siglo XVIII. Una gran aldaba de bronce estaba fijada a la madera maciza de la puerta y daba la impresión de que había que usarla para que abrieran la puerta. Para nada. En cuando los tres hombres se acercaron a la entrada, un posadero con delantal y bigote al estilo de la época de la revolución industrial abrió la puerta. Les saludó amablemente y los llevó directamente a una mesa libre. Schultz y Kamaranda estaban perplejos, pero Drew les explicó el truco.

      —Hay una célula fotoeléctrica sobre la puerta. Cuando alguien se acerca a menos de tres metros de la entrada, la fotocélula hace sonar un timbre en el interior y el posadero viene a abrir. Siempre está moviéndose y casi siempre llega a tiempo para abrir, y, si no, te lo encuentras en el umbral dándote la bienvenida. Da gusto ser recibido con hospitalidad.

      Sus compañeros asintieron vigorosamente mientras se sentaban. En un mundo en el que el individualismo estaba volviéndose la filosofía de vida predominante, en el que el desinterés por los otros era la práctica cotidiana y el respeto hacia los demás ya no se enseñaba ni a los niños, encontrar un lugar en el cual se entusiasmaban con tu llegada y donde se esforzarían para agradarte te alegraba el corazón

      Drew sonrió jovialmente, mirando a sus compañeros consultar el menú, satisfechos. Por su parte, él consultó la lista de cervezas, a pesar de que ya sabía lo que iba a pedir.

      —¿Qué nos aconsejas, Drew? —preguntó