El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Maurizio Dagradi
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Серия:
Жанр произведения: Героическая фантастика
Год издания: 0
isbn: 9788873044451
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que decírselo», pensó.

      Estaba cansado, pero se dirigió en aquella dirección de todas formas.

      La luz se filtraba por la ventana de McKintock. Drew sabía que trabajaba más de lo que debía.

      La señorita Watts ya se había marchado, así que llamó directamente a la puerta del despacho.

      —Adelante —respondió una voz cansada—. Ah, eres tú, Drew. Entra, por favor, amigo mío. —En ese «amigo mío» había un afecto sincero, que Drew percibió. Quizá, en el fondo, McKintock no era solamente una máquina de dar órdenes siempre en busca de dinero. ¿O quizá sí? En este caso, esa manifestación inusual de amistad habría sido solo un agradecimiento por los beneficios que el rector preveía gracias al descubrimiento de Drew y Marlon, los cuales, por lo tanto, merecían ser tenidos en gran consideración.

      Cierto, las ganancias serían para la Universidad, pero McKintock era un idealista, y hacer prosperar el ente que dirigía era un objetivo vital para él. Lo era hasta el punto de que se identificaba con la universidad misma, así que todo el bien que le hacía se lo hacía a sí mismo. Y por esto estaba todavía allí, trabajando, avanzando con prácticas administrativas que habrían podido ser gestionadas al día siguiente. Pero el rector sabía demasiado bien que podría surgir cualquier problema que habría impedido realizar esos trámites, lo cual habría provocado nuevos problemas, en una reacción en cadena que era mejor no comenzar.

      —Lo hemos conseguido, McKintock —anunció Drew con voz cálida—. Tenemos la teoría de base y podemos estimar la energía necesaria para intercambiar distintos volúmenes a distancias dadas.

      —Perfecto —se alegró el rector—. ¿Y hasta qué distancia podemos llegar?

      —Podemos llegar a todas partes —respondió simplemente Drew, sentándose—.

      —Es decir, ¿hasta Pequín, Moscú, Ancorage? ¿Dónde queramos?

      —Allí, y no solo.

      —¿Cómo «no solo»? —McKintock estaba un poco perdido. Reflexionó un momento—. ¿A la luna? —preguntó con ironía.

      —La luna está a la vuelta de la esquina, para esta máquina —respondió Drew, sereno—. El Intercambio se puede realizar con un punto cualquiera del universo conocido.

      McKintock no tenía ni idea de lo grande que era el universo conocido, ni cuánto se conocía del universo mismo. Para él la luna y los planetas del sistema solar constituían todo el universo que él conocía.

      — El universo es muy grande, McKintock. La estimación actual ronda los noventa y tres mil millones de años luz. Imagina una esfera de ese diámetro.

      McKintock lo miró estupefacto. ¿Qué sabía él lo que era un año luz?

      Drew se dio cuenta de que tenía que explicárselo. No le apetecía, pero era necesario.

      —Un año luz es la distancia que recorre un rayo de luz en un año. Como la luz viaja a una velocidad de unos trescientos mil kilómetros por segundo, en un año recorre más de nueve billones de kilómetros.

      McKintock abrió mucho los ojos. Nueve mil millones de kilómetros. Las distancias a las que él estaba acostumbrado eran las que él podía recorrer con el coche. Diez kilómetros, cien, doscientos kilómetros, y no mucho más.

      Nueve billones de kilómetros. No podía imaginar una distancia similar.

      —Bien —continuó Drew, observando, divertido, la perplejidad del rector—, por lo que sabemos el universo tiene un tamaño de noventa y tres mil millones de veces esos nueve billones de kilómetros, o sea, unos ochocientos mil trillones de kilómetros.

      McKintock miraba a Drew con ojos perdidos.

      —No te preocupes, McKintock. Yo tampoco puedo imaginarme esta distancia. Nadie puede. No está hecha a medida del hombre. Lo importante, sin embargo, es que a nivel matemático eso es un número como cualquier otro, y por lo tanto se puede trabajar con él. Y todavía más importante es que con nuestra máquina podremos explorar cualquier región del universo que queramos. Esto es importante. Piensa al progreso de la ciencia. Todos los tesoros de conocimiento que nos esperan. Es increíble que nos haya pasado a nosotros, pero ha sucedido, y soy inmensamente feliz de vivir en esta nueva era que está comenzando.

      McKintock permaneció en silencio durante un tiempo. Tenía que digerir todo lo que acababa de oír. Se sentía oprimido por la inmensidad de aquellas distancias, de esos conocimientos de los que había hablado Drew. Estaba como aplastado bajo aquella masa inconmensurable que imaginaba que estaba sobre ellos.

      —Pero... ¿y alguna aplicación más..., digamos, cotidiana? —preguntó, inseguro.

      —Ah, claro. Se me olvidaba —respondió Drew—. Podemos construir máquinas pequeñas, estructuradas convenientemente, que permitirían trabajar en el campo médico. Podrán eliminar masas tumorales del cuerpo, sin intrusión. Las biopsias se convertirán en una simple consulta en absoluto traumática. Piensa lo que esto conllevará. Bastará regular la máquina sobre la posición, la forma y la dimensión de lo que se quiere extraer, activarla, y, en menos de lo que canta un gallo, esa masa estará fuera del cuerpo. El espacio que ocupaba podrá ser ocupado, por ejemplo, por solución fisiológica, o productos similares. No soy médico, así que no puedo adentrarme en los detalles. Ya lo pensarán los especialistas.

      Omitió deliberadamente citar la posibilidad de desplazar seres vivos, esperando que al rector no se le ocurriera.

      Iluso.

      —Dime una cosa, Drew —comenzó McKintock con aire indagador—, ¿qué tamaño pueden tener las cosas que podrían transportarse?

      «¡Ay!», pensó Drew, anticipando lo que venía.

      —Bien —respondió de forma evasiva—, todavía no lo sabemos bien —lo cual era verdad—. Tenemos que construir una máquina más grande y ver qué puede hacer —y esto también era verdad. Apretó los puños que tenía sobre sus piernas, escondidos por el escritorio. No le gustaba mentir, y se sentía mal.

      —Uhm, entiendo —respondió el rector asintiendo lentamente, serio. Era un gran conocedor de la gente y veía cuando su interlocutor le estaba escondiendo algo.

      —Por casualidad —retomó con aire de poco interés—, ¿habéis experimentado con alguna forma viva?

      «Vale», capituló Drew en su fuero interno. Pero aún hizo un último intento desesperado.

      —¿Por qué me lo preguntas? —probó.

      —Así, por pura curiosidad —respondió McKintock, esta vez con sorna—. He visto pasar a Bryce por la ventana, con algunas cajas, y me preguntaba si a lo mejor contenían cobayas para tu laboratorio. Sabes, he tenido la impresión de que dentro de esos contenedores se agitase algo nervioso. ¿Qué puedes contarme?

      —Muy bien. No se te puede esconder nada, McKintock —se rindió Drew—. Efectivamente, hemos experimentado el intercambio con plantas y animales, y todo ha funcionado bien, al menos por lo que hemos podido ver hasta ahora —dijo, y dio un profundo respiro—. No quería escondértelo, solo quería tener tiempo para experimentar más para poder confirmarlo.

      —Entiendo —y esta vez el rector aceptó con comprensión, apreciando la corrección de Drew—. Pero, en teoría, en teoría, digo bien, ¿sería en principio posible desplazar personas? —preguntó, mirando fijamente al físico a los ojos.

      Drew no tenía escapatoria, así que no alargó más la cosa.

      —Sí. En teoría, sí. Cuando tengamos la máquina apropiada y hayamos experimentado todo lo que haga falta con ella, y si legalmente se puede hacer, sí, podremos desplazar a gente —concluyó, diciendo todo de una vez.

      McKintock estaba radiante de alegría. El cansancio del día se había disipado como