Dejé en garantía ocho duros.
Me fuí á vigilar á Adriana.
La encontré; en un rincon en conversacion muy tirada con un inspector de vigilancia.
– ¡Ah! ya sé, – dijo el inspector; – éste tiene seguro, es ayudante de la Piquirina.
Somos inútiles.
Yo me tranquilicé; me confundian con otro.
– ¿Y á quién se le ocurre, señora, – añadió el inspector, – venir con alhajas á Capellanes? Ustedes son muy imprudentes; aquí no hay más que chulos, y buscavidas y tomadores.
– Ese brazalete era de mi señora, – exclamó sofocada Adriana.
– Pues allá usted, hija, qué le hemos de hacer.
– Yo estimaria á usted…
– Haremos lo que se pueda.
– Era…
– ¿Quién era?
Adriana vaciló; sabia de sobra cómo me llamaba yo.
– Que era estudiante de farmacia.
– Donde vivia.
Yo habia sido con ella explícito; podia haber deshecho la equivocacion del inspector; haberle dado de mí señas completas.
Yo, que parapetado detrás de un grupo compuesto de una beata y de un Mefistófeles escuchaba todo orejas, me extremecia.
Adriana, sin embargo, se arrepintió.
– Era un capuchon de percal, – dijo, – con un lazo de lana encarnada en la cabeza.
– ¡Vaya usted á ver! – dijo el inspector. – ¿Alto ó bajo?
– Bajito y regordete.
El arrepentimiento de Adriana continuaba.
Yo soy alto y cenceño.
– ¿Jóven ó viejo?
– Ya un poco carcamal.
Seguia arrepintiéndose Adriana.
Yo no tengo más que veintidos años.
El inspector ofreció á Adriana no perdonar nada para servirla.
En seguida la invitó al restaurant.
Adriana se negó con una dignidad de todo punto magnífica.
– Usted abusa de su posicion, – dijo; – usted me falta; usted supone… Usted se equivoca… Vaya usted con Dios.
Y extendió la mano con un movimiento verdaderamente trágico.
– Hasta la vista, señora, – dijo el inspector, que reventaba de tunante.
Adriana se agobió en cuanto se fué el inspector.
Fué á componerse, con la cabeza inclinada, su capuchon de color de rosa.
Habia tomado una bella posicion, en que aparecia gallarda hasta lo prodigioso.
Me acerqué á ella.
Desfiguré cuanto pude la voz y la invité á un wals que empezaba.
Me sentí entonces apartado bruscamente.
Miré indignado.
Era un lavativero.
La accion habia sido grosera.
Le dí un sopapo.
Cayó de espaldas.
Me escurrí á tiempo.
Se quedó armada la zalagorda.
El de Sanidad Militar se levantó rápidamente.
Vió junto á sí un individuo.
Un inocente papion que se divertia en abrir y cerrar el pico.
Le creyó ó no le creyó el autor del sopapo.
Le embistió.
El papion se le agarró al pescuezo.
El dominó color de rosa se agarró al papion, le descubrió, apareció una cabeza clerical.
No se podia dudar.
Era uno de esos clérigos contrabandistas que frecuentan todos los lugares non sanctos de Madrid.
La culebra habia crecido.
Los de policía cogian indistintamente individuos é individuas.
La orquesta apretaba.
Las máscaras chillaban.
Yo me escurria con una cantinera polaca.
La noche habia sido buena.
Salimos del baile la cantinera y yo y tomamos hácia la calle de la Abada.
Entramos en una casa cuyo número no recuerdo.
Me sentia casi feliz.
Habia recobrado mi sombrero, mi americana y los ocho duros dados en garantía.
La cantinera polaca me llenaba el ojo.
Aquel era un amor incidental que no viene á cuento.
Estos son los antecedentes.
CAPITULO V
En que doy á conocer por un lado culminante á mi adorada Micaela
Micaela estaba irritada, y tan chic, tan hermosa con su irritacion, que no se la podia sufrir.
– En fin, señor mio, – me dijo; – su conducta de usted es horrible, es insoportable, odiosa, lo más cobarde y víl que puede haber en el mundo. Si no me dice usted lo que ha sido de mi brazalete, que sin duda habrá usted empeñado, nos vamos á ver las caras. El brazalete no es mio, es de mi señora; porque ¿para qué tiene la señora sus joyas si no pueden usar de ellas sus doncellas? Pero usar no es abusar; tomarse una licencia es disimulable; pero pasar por ladrona…
Y le relampagueaban los ojos.
– ¡Qué hermosa estás enojada, alma mia! – la contesté.
Entornó los ojos Micaela y me miró con la ferocidad del toro puesto en suerte por el matador.
Parecia como que queria decirme:
– O tú, ó yo.
Me dió una, especie de escalofrío.
Sentí miedo.
La tórtola se convertia en buitre.
– Se dan casos… – dije.
– En efecto, sí, – dijo ella; – se dan casos de que una niña de diez y ocho años, una persona decente por su orígen, á quien las desgracias han traido á una condicion muy inferior, excitada en su honra, desnuque á un tunante.
– Sólo con mirarte, alma mia, me entra la basca y no me puedo tener de pié, – la dije.
– Esos son otros Lopez, – me contestó con descaro. – Los Lopez de ahora son, que yo te liquido si no me das el brazalete de mi señora, y aunque te metas debajo de la tierra, de allí te saco y te finiquito.
– ¿Quieres decirme, paloma mia adorada, de dónde has sacado esa terminología?
– ¡Bah! Allá nos vamos niño; conque ya sabes, dame mi brazalete, ó ya verás; yo te lo prometo, te vas á encontrar lo que te se ha perdido.
Y su mirada se hizo más amenazadora y más hermosa.
Mi miedo crecia, y al mismo tiempo mi amor.
Mi Micaela era toda una hembra.
Y parecia mentira.
Tan delicada, tan rubita; pero aquello era nervio puro.
Estaba además de trapillo y no se cuidaba de ocultar perfecciones que daban mareo.
Cambiaba la decoracion.
Yo me encontraba