La vieja verde. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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Emerenciana siempre rozagante, siempre grande: era alta y gruesa, una especie de Cleopatra; siempre elegantísima.

      Doña Rufa siempre hecha un avechucho.

      Siempre horrible.

      CAPITULO II

      Tales para cuales

      La noche aquella de invierno que llovia y hacia un frio de mil diablos me entré en el café que ya he dicho, y me senté junto á una mesa, frente al hueco, en el cual junto á la vidriera estaban las dos ya casi conocidas señoras del lector.

      Yo no conocia á doña Emerenciana.

      Miré por casualidad, y me dió golpe.

      A mí me gustan mucho las mujeres homéricas.

      Es decir, las mujeres altas, protuberantes, grandilocuentes.

      Sobre todo, las que tienen la garganta larga, redonda, vigorosamente modelada, voluptuosa.

      Yo me fijé.

      A poco doña Emerenciana me relampagueó una mirada de ataque.

      Empezaba la lucha.

      Se cruzaron las miradas, vinieron de una parte los guiños del ojo izquierdo.

      Sobrevino en ella una seriedad hechicera.

      Yo me hice el distraido.

      Me puse á guiñar á otra individua que con un sargento de inválidos estaba en una mesa más allá.

      Doña Emerenciana me miró airada, como queriendo decirme esta frase:

      – Caballero, usted es un grosero, despues de haber conocido mis méritos, y de haber llegado al caso grave de guiñarme el ojo, como diciéndome: usted me conviene, no ha debido usted mirar á otra.

      Brotaban fuego los negros ojos de doña Emerenciana.

      Relampagueaban de ira.

      Me levanté, me acerqué á su mesa, y me senté.

      – Necesito una explicacion, – la dije.

      – Y yo otra, – me contestó.

      – Yo la amo á usted, – añadí.

      – No hace usted más que lo que puede y lo que debe, – me contentó con una gran sangre fria, y con una gran posesion de sí misma.

      Estábamos en esto, cuando doña Emerenciana, oprimiéndome un codo con una fuerza suma, me dijo:

      – Por Dios, disimule usted, tenemos encima un compromiso.

      Yo diré que usted es un primo mio, que ha venido usted del pueblo, y que le he hospedado en casa.

      – ¡Ah, señora!.. – exclamé.

      – Cállese usted, porque ya el que ha mirado por la vidriera y que va á entrar, no le coja á usted en embuste, hágase usted el mudo.

      – ¿El mudo?

      – Sí; nos favorece la feliz casualidad de que yo tengo un sobrino mudo á quien no conoce don Bruno: ya está ahí, déjeme usted hacer.

      Y me tocó con la rodilla.

      – ¡Hum, hum! – hizo una voz áspera á mis espaldas.

      Yo no me volví.

      Los mudos son generalmente sordos; debia representar bien mi papel.

      – Beso á usted los piés, mi señora doña Emerenciana, como tambien á su acompañante. ¿Qué caballerete es este? ¡Eh! ¡Los pichones, los pichones!

      Y la voz de don Bruno tenia algo del ronquido del perro dogo cuando se prepara á ladrar.

      Yo permanecia impermeable.

      – ¡Si es mi sobrino Toñito, el de Zafra! – contestó doña Emerenciana sonriendo. – ¡Un pichon! ¡Ya lo creo, y de los levantados! La delicia y el consuelo de mi hermana Ruperta.

      – ¡Ah, el mudo! – dijo don Bruno suavizando la ansiedad que habia sentido al verme sentado de una manera tan propíncua junto á doña Emerenciana.

      – Afortunadamente, el pobrecillo es sordo y no puede oir lo que usted dice; la mala cara le asustaria; es muy tímido: vamos, siéntese usted, don Bruno; siéntese usted y vea usted si yo le decia bien cuando le decia que mi sobrino Toñito era precioso.

      – Sí, sí; pero no es ya tan pichon, – dijo don Bruno, – los treinta los tiene encima.

      – No importa; en la familia todos somos aniñados. ¿Quién dirá que yo tengo treinta y cinco? Nadie me pasa de los veinticuatro.

      – Cuando yo era cadete, señora, – dijo bruscamente don Bruno, – era usted una damisela de diez y seis á diez y siete años, y yo ascendí á alférez en 1823.

      – ¡Bah! usted siempre con sus bromas, don Bruno! – dijo doña Emerenciana, que no se puso colorada, ó por lo ménos no pudo verse, porque esto era imposible, – usted se refiere á mi madre; yo soy la menor de las hermanas, y la madre de éste, que es la mayor, no ha llegado todavía al jubileo de las cuarenta horas.

      – Vamos, no disputemos, – dijo don Bruno, – bien mirado, usted es una de esas privilegiadas bellezas, de las que no tienen edad, que son siempre jóvenes. Ya sabe usted que yo la estoy adorando desde hace treinta años.

      – Otra vez, don Bruno.

      – ¡Ah! perdone usted. Mozo, mi media copa, un cigarro. ¿Fuma su sobrino de usted?

      – Fuma pitillos.

      Doña Emerenciana, que de tal manera y con tal sans façon me habia metido en su familia y en su casa, me habia visto pitillear.

      Yo, con la colilla de un papelillo enciendo otro.

      – ¡Pitillos, pitillos! – exclamó don Bruno; – ¡hem! Yo necesito que todo sea robusto como usted, señora, sino, no saco jugo: y dígame usted, ¿aceptará el sobrino una media copa?

      – ¡Ah! ¡no, por Dios, no me lo vicie usted! ¡los jóvenes cuando beben se ponen inservibles! ¿y qué diria luego mi hermana si se lo devolviera con vicios?

      Yo, que no me aturdo fácilmente, empezaba á aturdirme.

      La aventura tenia una novedad diabólica.

      Doña Emerenciana, más que una mujer, era un aparato eléctrico.

      Yo no podia tampoco comprender que aquella magnífica hermosura tuviese sesenta años.

      Los cabellos no parecian teñidos.

      No tenian absolutamente apariencia de peluca.

      En vano se buscaba una arruga en el denso y suave cútis de doña Emerenciana.

      Ni áun la pata de gallo que flanquea á cierta edad los ojos.

      Ni las dos líneas enemigas que muestran la caida de la nariz.

      Ni la papada de la crasitud fofa.

      Todo en doña Emerenciana era sólido.

      O por lo ménos lo parecia.

      Yo me sentia incómodo; guardaba mi mutismo.

      La aventura me iba saturando de una nueva electricidad.

      No era solo la bellísima garganta, ni el alto seno descubierto en su comienzo de una inflexion irresistible, ni los ardientes ojos lo que yo más amaba.

      Lo que más me atraia eran las manos.

      No tanto por su belleza cuanto por sus sortijas; una de ellas, un magnífico solitario, me aturdia.

      Es necesario ser franco.

      Yo estaba en crísis.

      Una crísis grave.

      El diablo del gobierno perseguia las casas de juego.

      Me faltaba absolutamente la guita desde hacia tres dias.

      Un misericordioso camarero, como ellos se llaman los mozos de café, me habia socorrido con