Saqué del bolsillo del pecho de mi cazadora la papeleta de empeño, y se la dí.
– Perfectamente, – me dijo con sordo acento de irritacion, – no está todo perdido; pero esto, sin embargo, es robar.
– ¿Cómo robar? – la respondí. —Distingo. Cada uno usa en las circunstancias supremas de los medios que tiene á su alcance.
– ¡Oh, sí, bien respondido! usted es de los que viven de mujeres. Al pelo. ¿Y cuál es esa situacion suprema? ¿Tenia usted que merecer alguna vieja verde y hacer alguna salida falsa para engañarla mejor?
– Eso lo dices tú por tu ama.
– Mi ama precisamente, no… – respondió Micaela, pero mi ama… estamos… yo la sirvo, es verdad; pero en familia, con mucha frecuencia, cuando doña Rufa no la acompaña, la acompaño yo.
– Yo no te he visto nunca con ella.
– Es que yo nunca voy con ella más que á la iglesia ó á visita. En el café ó en el teatro teme la comparacion.
– Naturalmente. Y dime: ¿Esa tia es muy rica?
– Así, por lo mediano; pero quince ó veinte mil duros no la hacen falta.
– ¿Vamos á comérselos, hija mia?
– Para eso no necesito yo ayudantes, – me contestó con un acento ambíguo Micaela. – Lo que necesito es que no me comas tú á mí; toma la papeleta y desempeña el brazalete.
– Pues ya no se trabaja por todo, – la dije sacando el doblon que me habia dado doña Emerenciana.
– ¡Ah! ya; eso es distinto; voy á darte una prueba de que te aprecio y de que no soy interesada.
Y abrió el baul, buscó en un rincon, sacó un trapo.
Yo no ví lo que el trapo contenia; pero sentí ruido de monedas.
Sonaban á oro.
Estaba visto.
Micaela hacia negocio.
¿Pero qué clase de negocio?
Volví á sentir celos, y esto acabó de probarme que estaba verdaderamente enamorado.
Micaela me dio tres doblones de á cien reales y unas pesetas.
– Mañana, – me dijo, – me traes el brazalete.
– Te lo traeré.
– Ahora escucha, niño. Yo te amo… te amo… te adoro… estoy loca por tí… pero véte… tengo sueño; me he agitado demasiado; necesito descansar.
– Lo creo.
– Véte á la sala, échate en el sofá, mira no te sorprenda tu amor.
– Yo creí que mi amor era el tuyo.
– Jonjana á mi ama.
– ¿No tendrás celos?
– No.
– ¿Y me indemnizarás?
– Cuando seas un jóven de circunstancias.
– ¿Y para ser un jóven de circunstancias es necesario empapillotar á la vieja?
– Es muy estirada: tendrás necesidad de representar algo en el mundo.
– Pues lo representaré: me meteré á periodista en un partido de accion: cuando mi partido triunfe, seré diputado.
– ¿Diputado?
– Pues ya lo creo; otros que valen ménos que yo lo son: despues, gobernador de provincia.
– ¡Echa!..
– ¿Pues para qué tiene España Ultramar?
– Demonio.
– Supon que yo llego á jefe de Hacienda de Filipinas.
– Bien puedes ser todo eso que tú dices; tú eres listo.
– Me estás matando, Micaela, y por tí soy capaz de todo; ¡ay qué garganta y qué boca!
– Pues á ganarlas, amigo mio. Váyase usted á la sala, y buenas noches.
– ¿Es esta una determinacion decidida?
– De todo punto decidida, y de tal manera, que si no te vas, te echo.
En aquel momento sonó un grito agudísimo.
– ¡El maldito accidente! – exclamó Micaela, – vamos, ya tenemos la noche; en uno de ellos se queda; es necesario cuidarla; ella es nuestro porvenir.
Micaela se habia echado fuera del cuarto.
Yo la habia seguido.
Poco despues entrábamos en el dormitorio de doña Emerenciana.
CAPITULO VI
En lo que puede consistir que un hombre sea feliz cuando se cree más desgraciado
Doña Emerenciana estaba sobre la alfombra.
Se agitaba en las convulsiones de uno de los ataques epilépticos más terribles que yo he visto en toda mi vida.
Aquella horrible vieja era un esqueleto repugnante.
Yo, aunque estoy dotado de un estómago muy fuerte, sentí náuseas.
Doña Emerenciana nos hacia ir adelante y atrás con sus horribles convulsiones.
Por dos veces nos caimos con ella.
Al fin logramos colocarla en el lecho.
– Ténla firme, – dijo Micaela, – que no vuelva á venir al suelo; yo voy á llamar al sereno.
– ¿Al sereno?
– Sí, hombre, no hay nadie que mejor la sujete que el tio Calostros; se abraza á ella, y á poco vuelve en sí como por encanto. Además, cuando vuelva en sí no quiero que te vea y que sepa que tú la has visto tal cual ella es: seria funesto.
Micaela se fué al balcon, y llamó, ni más ni ménos que si hubiera sido un tunante.
Soltó un silbido rasgado.
Cerró de nuevo el balcon, y vino á ayudarme á sujetar á doña Emerenciana.
Yo estaba ya rendido.
Poco despues entró el tio Calostros.
– Vale Dios, – dijo dejando el chuzo en un rincon, – que yo tengo gracia para hacer que la señora vuelva en sí.
– Vámonos, – dijo Micaela; – el tio Calostros no nos necesita.
– Pues pur de cuntadu, señurita Micaela, – dijo el maruso quitándose la anguarina.
Nos salimos.
Se oyó un ruido de lucha, gritos sofocados, estremecimientos horribles.
Al fin, á los diez minutos, apareció el tio Calostros con la anguarina puesta y el chuzo en la mano.
– Vamus, – dijo, – ya está gubernada la señora. ¿No habrá pur ahí una butelleja de vino? Face un friu de mil demonius.
– Vaya usted al comedor y tome usted lo que quiera, tio Calostros, – dijo Micaela.
– Moitas gracias, señurita Micaela, usté siempre tan buena. ¿Y cuándo le dá á usted alferecía?
– El sabadu que viene, – dijo Micaela.
– Vaya, pus buenas noches y salú, y si ocurre otra vez, no hay más que avisar.
El tio Calostros salió del gabinete.
Micaela entró en el dormitorio.
Yo sentia la ardorosa respiracion de doña Emerenciana.
La oia hablar de una manera calenturienta con Micaela.
A poco ésta salió.
Yo